miércoles, 23 de noviembre de 2011

Capitulo XIII

XIII

El teléfono sonó en casa de Toni, jodiéndole la cabezada que estaba pretendiendo echar arrebujado en un sillón. Se levantó cagándose en la puta madre del posible interlocutor.
- ¿Diga?...
- Toni, ¿eres tú? –preguntó Tomás.
- Sí.
- A las siete en mi casa, ¿vale?
(Sí, jefe)
- Vale, allí estaré.
- Sin retrasos.
- Que sí...
Colgó.
A Toni le resultó curioso comprobar cómo se transmitían de un jefe a otro los roles, los maneras y las actitudes autoritarias. Tomás utilizaba el mismo tono de voz, la misma exigencia y el mismo desprecio impertinente que Fred; pero éste, al menos, corría con los gastos.
- ¿Quién era? – preguntó Julieta, su madre.
- Na, el gordo –dijo como única respuesta.
- ¡Otra vez!... ¡Es que no te deja en paz! –replicó indignada-. Dile que no te vuelva a llamar, que ese está loco perdido. De casta le viene al galgo.
Toni corroboró éste último juicio en su pensamiento.
- ¿Y qué voy a hacer? Con alguien tendré que salir ¿no?
- Pues haz las paces con el Alfredo. ¿O qué te crees? ¿Que no sé que estáis peleados? –poniendo una cara de a-mi-no-me-la-das-que-te-he-parido -. Y, ahora, con lo de su padre, seguro que te perdonará si le has hecho algo. El pobre...
La verdad es que Toni había estado tentado de pedirle perdón a Fred. De sustraerse al mando del psicópata y volver al de su antiguo jefe. A punto había estado de ir al entierro para que Fred viera que él era el primero  en hacer un gesto de buena voluntad; y de acudir luego a su casa para darle el pésame en la intimidad. Quizá de esa forma, pensó Toni, cuando a Fred al fin se le pasara el duelo, volvería a contar de nuevo con él como si nada hubiera ocurrido. Es verdad que, de ahora en adelante, tendría que contar con una chica en el grupo y compartir espacio con ella; pero tampoco sería la primera vez. A cambio, se habría quitado al gordo psico-killer de encima, y eso sí que hubiera sido una auténtica novedad.
Tentado estuvo… Pero ¿cómo hacerlo? ¿Con qué cara se habría presentado él en el entierro? Ahora ya era tonto pensarlo, porque quien ahora era su dueño, quien le tenía la traílla puesta, era Tomás, y lo cierto es que Toni no tenía ni la menor idea de cómo librarse de él.
La madre seguía en lo suyo. Alternaba los reproches a Toni con los que dirigía al televisor; más concretamente, a un concursante imbécil que ignoraba una pregunta evidentemente fácil para ella.
Julieta era la típica pueblerina. Su padre era guarda de una finca, cargo que llevaba aparejado el disfrute de una pequeña casita de sesenta metros cuadrados situada dentro de los límites de la propiedad; así pues, Julieta se crió en el campo. Ella era la mas pequeña de seis hermanos, todos los demás varones; la familia vivía hacinada como podía en aquel cuchitril.
“En aquellos tiempos no comíamos nada más que un mendrugo de pan y poca cosa más. Los señores no dejaron a Padre sembrar ni un cachillo de huerto ni na. Decían que la finca era de caza y que de todas formas poco le iba a durar lo sembrado. ¡Qué mala sangre!... Pasábamos hambre. Entonces Padre habló con el señor, y a los ocho o diez años (no me acuerdo ya), empecé a trabajar en casa de los amos. No me trataron mal; al principio, quizá. Eran caprichosos, borrachos y despilfarradores; incluso el hijo de la señora se metía por la nariz esos polvos que tanto salen ahora por la tele, y eso que en aquellos tiempos casi nadie conocía aquello. Hasta que llegó la madre de la señora más de un cintarazo me llevé; pero en cuanto entró la vieja en la casa dijo: “Esta niña para mí”, así, como si fuera un dulce. Pero me trató muy bien, he de reconocerlo.
»Al principio, me daba miedo: tan seca, tan pintada… Si hasta olía mal y todo (a vieja, claro). Y yo tenía que lavarla y peinarla por las mañanas. Después de cagar me decía: “¡Juli, el culo!”, y, cuando llegaba al váter, me encontraba aquel culo, que eran huesos, pellejo y raja, puesto en pompa. Le pasaba por él una esponja húmeda, una toalla, y lista. Pero se portó bien la vieja conmigo, ya lo creo. El primer chocolate que comí en mi vida fue el de unos bombones que ella me dio. Me contaba historias de la ciudad; de su marido, que fue militar con Primo de Rivera; de su hijo, que fue militar con Franco y al que mataron en la guerra; y de su otro hijo, al que también mataron por ser cura. ¡Con qué orgullo hablaba de ellos! Franquista hasta la médula, eso sí. Pero no podía culpársela por ello: cada uno cuenta la feria como le va. Y siempre quejándose de que el único vástago que le había dejado Dios era aquella zorra de hija… Así que, nada más llegar, se hizo la dueña y señora de aquella casa, no dejando que se moviera ni una silla sin que ella lo permitiera (y por llevar la contraria nunca permitía nada). Aquellos años, la frase más repetida en la casa fue la de “a ver cuando se muere ya la puta vieja”. Y esta frase fue pronunciada por todos y cada uno de los parientes de la señora. Pero conmigo se portó bien. Me enseñó todo lo que sabía, o sea, a leer, las cuatro reglas, a pintarla, a pintarme, y, conforme iba creciendo, me enseñaba a coquetear sin parecer vulgar y a guardar las apariencias. Todos los domingos me mandaba con el chófer al baile del pueblo, pero como yo no conocía a nadie con quien poder bailar, pues siempre acababa haciéndolo con el chofer. Y éste le pidió mi mano a ella antes que a mis padres. Si vierais con qué cara se presentó mi Alberto… ¡Que buen mozo era! Bueno, y sigue siéndolo; pero ya está viejito.
»La señora no cabía en sí de contenta; Alberto y yo nos llevábamos diez años: él tenía veintiséis y yo dieciséis; pero aquello le hizo mucha ilusión a la vieja, porque Alberto también estaba con ella desde niño.
»Nos preparó la boda, pagó el banquete, mandó las invitaciones y vino gente fina hasta de Madrid. Como si fuéramos sus hijos. Y por si esto fuera poco, nos regaló esta casa en el pueblo.
»Cada día, mi Alberto y yo nos íbamos al campo a la amanecida y volvíamos al pueblo ya bien entrada la noche. Hasta que me quedé por primera vez embarazada y ya no pude volver a salir a trabajar al campo, porque entre parir y criar no paré. Tuve a mi Laurita a los diecinueve; a mi Alberto, a los veintidós; a mi Carlos, a los veintinueve; a mi Andrea, a los treinta y dos; y, seguidito, tuve a mi Joaquín a los treinta y tres; a mi Amanda, a los treinta y siete; y, cuando ya creí que no se podía, tuve a mi Antonio con cuarenta y cuatro años, que es el único que queda en casa. Tuve suerte de que no se me muriera ninguno, que en esos tiempos se morían muchos, no es como ahora. Y por eso le doy gracias a Dios todos los días, y porque me los mantenga todavía vivos, casados y colocados. Bueno, menos mi Antonio; pero todavía es joven. ¡Ay!, si se quisiera arreglar la boca y se pusiera otra ropa, pero en fin...
»¿Por dónde iba?... ¡Ah, sí! Que, a la vieja, todos los parientes querían verla muerta, pero muy pocos pudieron ver su fin en este mundo, porque los sobrevivió a casi todos. La muy pelleja enterró a tres hijos, a dos yernos y a otro montón de parientes. Así que, cuando los nietos y la nuera que quedaban partieron la finca y la vendieron así, por partes, nosotros fuimos a la calle, con cinco hijos que teníamos hasta aquel momento. Y ahí si que lo pasamos mal. No nos correspondía ninguna ayuda porque nunca habíamos cotizado, así que nos vinimos al pueblo, a este piso que era nuestro, y a trabajar en lo que saliese. ¿Que la aceituna? ¡Pues a la aceituna que íbamos todos, incluso los niños pequeños! ¿Que era la temporada de la vendimia? ¡Pues a la vendimia...! Y así hasta que Alberto encontró lo de los albañiles, que aunque se ganase menos, era trabajo para todo el año. Yo bien es verdad que hubiera podido trabajar limpiando o algo así, pero en los pueblos la gente se limpia sola. Tuve tiempo para criar a los hijos y todavía me vinieron otros dos más. Hasta el cuello, como digo; pero Dios provee, y para entonces ya los mayores estaban trabajando y pudimos salir adelante… Y aquí estamos. Con una pensión miserable y con lo poco que coge mi marido en el huerto vamos saliendo adelante. Si mi Antonio encontrase trabajo…; pero no le veo yo muchas ganas de buscarlo (no le veo ninguna, la verdad). Ya se despabilará cuando faltemos, qué otro remedio le va a quedar... Estamos ya viejos.”
Si se las comparaba, Julieta y la madre de Tomás eran como el día y la noche. A pesar de su avanzada edad, tenía siempre la casa exquisitamente limpia y jamás levantaba la voz; incluso cuando se enfadaba con Toni y lo regañaba, siempre lo hacía con aquella voz límpida de viejecita que lo perdona todo. A Fred le caía muy bien, por lo que con ella siempre mostraba su cara más humana y amable; Julieta, por su parte, le correspondía tratándolo como a uno más de sus hijos. Durante años, y sin ella saberlo, todos sus regalos de cumpleaños, día de la Madre, Reyes e incluso santo, salieron con gusto de los bolsillos de Fred.
Y porque Julieta quería bien a aquel muchacho amigo de su hijo, le dolía el verlos enfadados. Y lo que más le dolía de todo era ver a Toni todo el día con aquel mastuerzo que lo llevaba por el mal camino.
“A las siete... –pensaba también en aquel momento Toni, coincidiendo con su madre en el objeto de sus pensamientos-. Ahora este gordo cabrón pretenderá dar su golpe maestro y me reclama para echarle una mano”.
Toni tenía miedo. Quedaba menos de una hora para la ineludible cita, y un familiar escalofrío sacudió cada recoveco de su escuálido cuerpo. Porque el golpe sería hoy.
Hoy era jueves.
*
Iván tampoco pudo dormir la noche anterior. Llevaba ya tantas noches así… Pero esta vez había sido por la discusión mantenida con Aída, que le dejó la mente y el cuerpo baldados.
Su sumisión a la lógica le había vuelto a jugar otra mala pasada, pues fue basándose en ella, que llegó a estar seguro de que Aída comprendería, de que entraría en razón. Era lógico pensar que Aída acabaría por darse cuenta de su depravación (¡y claro que se daba perfecta cuenta de ella!). Pero Iván renegaba ya de la lógica, lo mismo que renegaba de Dios. Y de sus padres, que con un polvo lo habían cagado en esta desastrosa existencia. Y de Aída, que con otro polvo había acabado con su vida. Hasta renegaba de él mismo, que había sido capaz de hacerse una paja viendo a su novia follar con otro. Ahora, el amor y el caos, o el orgullo, o los celos, o el honor, lo habían cegado y estaban obligándolo a cometer una acción que no podía aceptar, pero que, sin embargo, estaba irremisiblemente decidido (y destinado) a llevar a cabo. En su ingenuidad, había pensado que, si mataba al perro, se acabaría la rabia. ¡Qué gran error! Por el contrario, ahora se daba cuenta de que, muerto el perro, la rabia se haría aún más violenta.
(Entonces me matarás a mí también)
(¡Joder, Aída! ¿Por qué no me pudiste amar a mí así?)
Había pensado que ella volvería con él. Que vería su crimen como un acto heroico de justicia poética. Pero ahora sabía que nunca sería así, que la perdería para siempre. Ahora sabía que él iría a la cárcel (eso, en realidad, le importaba poco) y lo más importante de todo: que la mataría en vida y que ella siempre lo recordaría como el causante de su desgracia.
Porque era evidente que Aída amaba a aquel cabrón. Lo amaba tanto que hace sólo unos meses (ella mismo se lo había confesado), ni pensaba que se pudiera amar así. Ahora sí, ahora él también sabía cuánto se podía llegar a amar.
(¿Por qué nunca me amaste a mí de esa manera?)
Descubrió hasta qué punto Aída amaba a Fred, mirándola fijamente a los ojos mientras hablaban de él. ¡Cómo le refulgían!...
“Quisiera quedarme en la cárcel para siempre y no volver a verla nunca. Que se me quedase grabado su recuerdo como el de la heroína de una novela romántica. Tan triste... Quisiera soñarla todas las noches. Soñar aquellas lágrimas que será lo primero que veré después de matarlo. Soñarla llorando por él, y creer, hasta hacerlo cierto, que esas lágrimas se vertieron por mí.
»Soñar que soy yo quien caigo muerto y que es a mí a quien amas.
(¡Quién pudiera estar en su lugar!)
»Por eso quisiera no salir jamás de la cárcel; porque a través de los años, cuando consiga hacer realidad esta fantasía, cuando en mi cara pueda sentir la humedad de aquellas lágrimas de mi último momento y pueda sentir sus manos intentando taponar inútilmente el boquete de mi abdomen; cuando estos hechos sean en mi mente tan reales como lo serán para él, daré por concluida mi estancia aquí y me iré.
»Aunque muera loco, como tantos...
»Pero nunca podré morir con la idea de haber destrozado la vida de aquella a quien amo. ¡Si es que me cambiaría por él ahora mismo! Sin pensármelo.
»Me gustaría ser yo quien muriese esta noche.
*
Aída no se atrevía a llamar a casa de Fred. Creyó ver en él una expresión asombrada cuando oyó el nombre de Rosaura en boca de su madre. ¿Cómo era ella? Creyó recordarla. Rosaura...
“Sé que fue a Madrid para ser modelo (eso dijo). Pero decían que vivía con un viejo. Era guapísima y muy elegante; creo recordar que alguna vez la oí hablar y me pareció inteligente y segura de sí misma. ¿Cómo me podría comparar yo con ella? Salieron juntos durante mucho tiempo, eso en los pueblos se sabe. Yo era una cría, pero lo recuerdo. Recuerdo que siempre me fijaba en su pelo, que siempre le envidié: aquella melena rubísima que le caía vertical sobre la espalda. ¿Cómo lo tendrá ahora? ¿Seguirá teniendo el pelo rubio? ¿Y liso? ¿Y largo? ¿Cómo podría yo competir con aquel pelo?... ¡Pero si yo no quiero competir! Yo sólo quiero creer en lo que él me dijo. ¿Por qué lo llama ahora? ¿Qué quiere de él? Tengo miedo. Sé por mí misma que ella no ha podido olvidarlo si alguna vez lo tuvo. Nadie podría. Y él estaba confuso. Sus ojos me lo dijeron. ¿Quién habrá ganado? No puedo llamar… No, no, no, no puedo llamar. No estará. Estará con ella. Pero ya han pasado tres horas, no puede haber tardado tanto. Son las ocho. ¿Voy a su casa? No. ¡Mierda!
En ese instante sonó el timbre de teléfono, simultáneamente, en la habitación de sus tíos, en el comedor y en su corazón.
Era él. Lo supo.
-¡Ya lo cojo yo! –y con este grito Aída no dejó posibilidad alguna de que fuera de otro modo.
Encaró el teléfono. Lo miró como se miran dos cowboys momentos antes de que uno de ello muerda el polvo. Descolgó el auricular con cuidado y emitió un precavido...
-¿Diga?...
-¿Aída?
-Sí, dime.
(Era él)
-¿Podemos quedar? Te tengo una sorpresa.
La dejaba otra vez, estaba segura
(Temblor de nerviosismo. Nudo en el estómago y en la garganta. Vello erizado. Ganas de llorar, de vomitar, de cagar.)
-¿Sí?
- Sí. A ver, ¿tienes algún examen o algo importante para mañana viernes?
- No –sin pensarlo.
- Perfecto. Entonces quedamos ahora, ¿vale?
- Pero...dime algo –suplicó Aída.
- Nada. –dejando oír una exhalación de sonrisa -. Pero no te preocupes, que es bueno.
(Desahogo. Alivio. Flojera. Músculos relajados. Otra vez ganas de llorar, de vomitar, de cagar).
- Pues me cambio y voy para tu casa.
- No ya te recojo yo. Vamos a “La Cabaña” y tu casa pilla de paso.
- Como quieras.
- ¡Ah!, y no te cambies que seguro que estás guapísima y no quiero esperar mucho.
- Mientras vienes me da tiempo a prepararme.
- Estoy en la puerta de tu casa, tonta.
Aída colgó el teléfono sin despedirse y salió corriendo hacía la puerta. Cuando la abrió, lo primero que vio fue la sonrisa más adictiva del repertorio de Fred. Se lanzó a sus brazos casi con violencia y lo besó apasionadamente en los labios mientras que él la cogía en vilo. Sonriendo.
*
Iván salió a la calle y nada más pisar el pavimento se le puso la carne de gallina. Hacía frío, o por lo menos él lo sentía. Se subió las solapas de la cazadora para resguardar así el cogote del súbito cambio de temperatura. Echó a andar, decidido, enterrando la cabeza entre los hombros.
Veía clarísimamente el final de aquella noche como también veía claro el final del otro y el final de su propia vida pasada y presente. También vio claro el futuro de Aída. Pero lo que más claro tenía era el deber que tenía que cumplir. Él, que había abominado siempre de cualquier tipo de violencia se veía abocado irremisiblemente a cometer la peor de todas ellas: el asesinato. Quitarle la vida a... a alguien vivo. Causar un tremendo dolor a unas personas que todavía no se habían podido recuperar de otro tremendo dolor, tan reciente, y que de, tan seguidos, ya no se podrían recuperar nunca. Iba a dejar a una madre sin hijo. A una chica, que era su chica, sin amor y a unos amigos sin amigo...
“...Y al mundo sin un hijo de puta”.
(Saltó su parte cínica)
“¡No! No hables así de quien va a morir”-
(Dijo su otra parte)
“¿Cómo puedo haberme vuelto así? ¿Cómo puedo ser capaz de causar tantas desdichas a tanta gente? Quiero que cuando llegue el momento se me quite la venda de los ojos y poder arrepentirme. Ojalá. Y permitirles vivir su depravado amor tal como ellos lo quieran. Y desear que no sean felices nunca y así esperar que ella vuelva a mí, arrepentida por el terrible error que está cometiendo. Pero ¿quién soy yo para creerme con el poder de permitir el amor de nadie? ¿Por qué no los dejo en paz?”
Iván no los dejaba en paz porque ya estaba inmerso en una espiral sin fin de locura. Locura no enajenada, sino asumida e idealizada, de la que era del todo consciente. Una locura romántica como la de un Don Quijote al rescate de su Dulcinea. Él se veía a sí mismo como El Sumo Hacedor de Justicia, y ya había dictado sentencia (en caso de guerra se puede restaurar la pena de muerte según la Constitución, y ésta era para él la peor guerra de todos los tiempos). Y él también tendría que ser, por derecho y por deber, el ejecutor de la sentencia. A eso iba esta noche. A eso iría todas las noches hasta que aparecieran.
(¿Por qué hablaba en plural?)
Porque lo sabía.
En eso pensaba cuando empezó a llover. Abandonó el pueblo adentrándose en las soledades del campo, enfiló el camino de tierra y, cuando por fin se acostumbraron sus ojos a la penumbra, vio recortarse en la oscuridad la silueta de la casa.
Y pensó en cómo debía preparar el patíbulo.
*
Toni descargó tres veces el puño sobre la puerta. Cuando iba a hacerlo por cuarta vez, asomó la oronda jeta de un Tomás al que Toni encontró extrañamente feliz .
(Malo).
-¡Pasa!
Lo siguió a través del apestoso pasillo hasta el salón, en donde la niña, sentada otra vez en el suelo, repartía equitativamente una sustancia pringosa similar al chocolate entre su boca, su pelo, su ropa, otras ropas que no eran las suyas y el suelo. Al niño, lo pudo ver, por suerte, antes de sentarse encima de él, puesto que la criatura, al no saber a quién correspondían aquellos golpes en la puerta ni aquellos pasos, se había mimetizado casi completamente con él sofá, haciéndose imperceptible. Lo apartó con cuidado, y él, al notar aquellas delicadas maneras, tan poco habituales dentro de aquella casa, comenzó paulatinamente a recobrar la movilidad.
-Te veo muy contento –comentó Toni con un tono desconfiado.
-Es que lo estoy.  ¿A que no sabes por qué?
(Cabrón, ¿por qué coño me preguntas si estas deseando soltarlo?).
-¿Por qué?...
-Pues porque le he pillado a mi hermana sesenta euros que tenía escondidos en un libro, la muy gilipollas.
-¿Y se los has quitado?
-¡No, si te parece le he puesto veinte más, no te jode! –dijo con cachondeo-. ¡Pues claro! Total, para lo que le ha costado ganarlos.
-¿Y qué vamos a hacer?
Tomás sonrió como en otros tiempos hubiera sonreído Fred, con una sonrisa magnánima de estas que parecían decir lo tonto que uno era. Ésta en particular parecía decir: ¡Ay, Toni, Toni!...
-¡Ay, Toni, Toni!... –dijo Tomás para dar la coherencia justa a su sonrisa-. ¿Pues qué coño vamos a hacer? Gastárnoslos ahora mismo en el “Molina”.
Toni vio el cielo abierto.
-Entonces no iremos a lo otro...
-¿Cómo que no? Claro que iremos. Esto es miseria, pan pa hoy y hambre pa mañana. Claro que iremos, pero ya bien puestos.
Y aquel cielo de Toni volvió a encapotarse.
*
Fred y Aída entraron en la casa a oscuras. Él ya sabía bien dónde pisar a fuerza de costumbre, por lo que servía de excelente lazarillo a una Aída que ya hacía tiempo le había confiado todos sus pasos ciegamente.
Todo era como aquella casa.
Todo lo que le había ocurrido era así. Demasiado grande. Con una arquitectura imposible. Añadiendo estancias allí donde faltaban o sin añadirlas. Con un pasillo oscuro y tortuoso por los muchos obstáculos que habían depositado allí los años; un pasillo en el que podías caer y matarte, o caer y volverte a levantar herida; o caer y volverte a levantar indemne. Todo era como aquella casa en la que después de atravesar este pasillo llegabas al salón que era luz; un salón que chirriaba por lo ecléctico de sus elementos, como dispares eran ellos. Pero cálido. Un salón en el que podías dormir en su sofá, y soñar, y amar, y sentir, y sentirlo. Un salón en que los dos habían sentido el miedo, el dolor, el placer, el amor, el aprendizaje y el conocimiento. Éste salón también era como su propia vida.
Y entraron en la casa para resguardarse de los diluvios del mundo. Y la casa era para ellos la matriz en la que flotar en ese líquido amniótico que era su amor. Y ambos tenían ya en sus manos los papeles del divorcio de aquel mundo de guerras, miserias, hambres y hombres y dioses.
Y los dos, ya cuando se encontraron en la puerta de Aída supieron que para su amor no había marcha atrás. Ella pudo ver quizá por primera vez dentro de Fred, y supo que sí. ¡Que sí! Que la quería...
Fred lo supo casi de el principio; desde aquella noche en la que Tomás lo sacó de su mundo enfermo con una expeditiva goma de butano. Pero ahora estaban en otro mundo interior  e inexpugnable. Mucho mejor. Con ella. Y quería hacer de él un territorio soberano e independiente, escondido, que nadie supiera localizar para que de esta manera no pudiera ser contaminado. Y aquel lugar era la casa, esa matriz de antes de nacer y de la que no debía salir nadie nunca.
Fred encendió la luz, y ésta, como siempre, invadió instantáneamente algunos objetos del salón que extendían sobre otros su sombra, que daban sombra a otros dejándolos en penumbra. Como siempre.
Aída sonrió, lo hacía ahora cada vez que entraba allí. Sonreía al ver el sofá, y al ver la mesa camilla con su tapete de ganchillo gordo, y las sayas rojas que terminaban en borlas de hilo. Le hacía gracia, no sé...
-¿Qué quieres tomar? –preguntó Fred dotado de repente de cierta urgencia.
-¿Y tú?
-¿Preparo dos cubatas?
-Vale.
Fred desapareció por el pasillo que comunicaba el salón con la cocinilla y Aída se sentó en el sofá frotando sus manos por el frío.
-Enciende el brasero si quieres –dijo Fred desde el más allá.
-No, cuando vengas tú lo enciendes –dijo una Aída súbitamente azorada.
Fred apareció sin los cubatas y con un gesto grave en la cara.
-Perdona, no me acordé –dijo-. Es por el butano ¿verdad?
Aída asintió bajando la mirada. Triste.
Pero Fred no la quería ver triste, no esta noche, por lo que dio una palmada para contagiar optimismo y adentrando la mitad del cuerpo en las profundidades de la mesa camilla le dio candela al brasero.
-Es que, si no, nos vamos a congelar.
Fred se incorporó y cogiendo la carita de Aída con una mano la besó.
-Y ahora quiero ver una buena sonrisa.
Aída lo intentó.
-Esa es la sonrisa más triste que he visto en mi vida –dijo un Fred también triste.
Aída lo volvió a intentar.
-¡Vamos! ¡Que tú puedes!
Y Aída consiguió reír a la vez que le arreaba un cachetito en la cabeza a Fred.
-¡Bien por el maltrato, me lo merezco! Ahora voy a por los cubatas. No te impacientes que después podrás seguir castigándome.
-¡Ummm! –se relamió Aída.
-¡Basta! –contestó Fred, adoptando un cómico tono puritano-. Señorita, debo decirle que no apruebo su indecente actitud.
-Tú ven aquí, que ya te voy yo a enseñar lo que es indecencia –le contestó Aída mientras subía su falda hasta que el borde de ésta formó uno de los lados de abultado triangulo.
-¡Huy! ¡Descarada! –y echó a correr por el pasillo como lo haría una-institutriz-inglesa-del-siglo-XIX-perseguida-por-el-señor-con-el-rabo-to-tieso.
Aída se echó a reír, mientras que a Fred, desde dentro, se le oía hacer otro tanto.
Al poco, apareció con los cubatas de manera sumisa y obsequiosa.
-Aquí tiene la señorita, su té.
-¿Y el otro? –contestó Aída dispuesta a seguir el juego.
-Es para mí. Si la señorita lo permite.
-Por hoy pase –dijo con tono remilgado-. Pero que sea la última vez. Ya me lo dicen mis amigas en el club: que soy demasiado permisiva con el servicio, que os doy demasiadas libertades...
-Todas esas amigas suyas son un pedazo de putas –contestó Fred falseando la voz-. Si la señorita me lo permite.
-¡Oye! ¿Cómo te atreves? –ofendida-. No, si aún van a tener razón… Pero ya me compensarás -dijo con una mirada pícara.
-Estoy a su disposición para todo lo que guste mandar, ya lo sabe.
-Le tomo la palabra. ¡Siéntese!
Fred puso el cubata enfrente de Aída con un perfecto servicio, colocó el suyo sobre la mesa y se sentó con las piernas muy juntas y con las manos sobre las rodillas; con la cabeza baja miraba de reojo a Aída.
-Señorita, ¿puedo hablar?
-Habla.
-Señorita debo hacerle notar que lleva usted subida la falda y... –ya casi no podía contener la risa-... que se le ven las bragas y que, por lo que parece, están algo mojadas. A ver...
Fred pasó un dedo por la hendidura.
-...Ciertamente, señorita, están mojadas.
-¡Pero esto es intolerable! –Se enojó Aída ya aguantándose la carcajada-. ¿Cómo voy a ir yo con unas bragas mojadas? ¡Que vulgar! Por favor, quítemelas y póngalas a lavar.
-Como usted mande, señorita...
Fred, riendo, se arrodilló frente a ella, y subiéndole un poquito más la falda comenzó  separando las gomas del cuerpo y suavemente fue deslizando la prenda a través de la longitud de sus piernas. Y, antes de concluir y para aprovechar la posición le dio un suave besito en el pubis que le estremeció el cuerpo y el ánima.
-Te dije que ya me compensarías...
*
La suave brisa que soplaba fue dando paso a un fuerte viento y las gotitas que habían empezado a caer se tornaron en diluvio en pocos segundos, anegándolo todo.
El barro y el viento racheado venían a romper la monotonía de los pasos de Iván, pero su determinación de autómata lo hacía avanzar a pesar de que las gotas, que caían casi horizontales, le golpeaban en la cara y se le clavaban como agujas en la piel. Esa fuerza del viento lo obligaba a utilizar la suya propia para contrarrestarlo y seguir adelante, como si, la batalla ya hubiese comenzado y luchase contra un enemigo invisible pero terriblemente obstinado, que le impidiera avanzar con normalidad. Como si la naturaleza se hubiera puesto en contra suya. A favor de ellos.
No era suficiente, la casa ya estaba allí. Había llegado e iba a entrar.
Conocía la forma más fácil de penetrar en ella sin ser oído, los obstáculos, los relieves de las cosas..., el escondite donde ocultó el cuchillo.
Sabía que había que trepar por la reja de la ventana de abajo para llegar a la de arriba, que estaba desprovista de barrotes. Sabía también que, una vez allí, tenía que coger algo de impulso para introducir la mitad del tronco de una vez por el hueco y para introducir la otra mitad debería arrastrase. Sabía que así llegaría a una especie de buhardilla llena de cachivaches y aperos de labranza antiguos.
En esta buhardilla tenía que andar con cuidado, puesto que el suelo de madera era el techo de la habitación donde estaba el colchón. Y podían estar allí.
¡NO!
Iván tuvo que dar exactamente dieciséis pasos en línea recta, alumbrándose con la escasa luz que le proporcionaba el teléfono móvil. Dieciséis pasos para llegar a la escalera.
Dentro de la casa, el estruendo del temporal le pareció ensordecedor; era como si la lluvia y el viento fueran a arrasar aquel monstruo, aquella casa. Como si cada gota impulsada estuviera arrebatando, pedacito a pedacito, cada piedra de la recia estructura de aquel caserón, comiéndosela poco a poco, deshaciéndola como un vendaval deshace una duna en el desierto.
Bajó los peldaños contándolos, tal como había hecho con los pasos. Doce peldaños, doce, un descansillo, dos peldaños más y el patio.
Desde allí ya pudo ver que dentro, en el salón en donde encontró el cuchillo estaba encendida la luz. Que allí había alguien.
Y entonces supo también que aquella sería la última vez que entraría en aquella casa.
*
Aída le cogió las manos, le hizo un sitio en el sofá y se acurrucó con él. Fred aspiraba el perfume del cuello de ella y se volvía loco, y Aída notaba la respiración de Fred en su cuello y también sentía que se le iba la cabeza. El miembro de Fred empezó a expandirse como desperezándose de un largo letargo, y Aída sintió cómo empujaba al final de su espalda, y esto solo bastó para que empezara a humedecerse de nuevo aquello que esperaba ya una visita urgente.
Notó cómo una mano se acoplaba perfectamente al triángulo de su sexo; de la mano sobresalía un dedo, que le estimulaba el clítoris por encima de la falda.
– ¿Quieres hacerlo? –preguntó él.
La pregunta parecía bastante absurda. No obstante, Aída contestó:
-Lo estoy deseando.
Y aquella misma mano que había acariciado su clítoris comenzó a desabrochar hábilmente el botón que fijaba la prenda a su cuerpo. Acabado con esto se introdujo subrepticiamente por entre su falda y su piel acariciándole el pubis.  Un dedo de aquella mano se hizo notable sobre los demás introduciéndose en la vagina y volviendo a salir como para dar fe de la lubricidad de ésta.
Aída ponía los ojos en blanco y no sabía que hacer con su lengua que se movía ansiosa dentro de su boca, fuera de su boca; entraba, salía. Como si hubiera cobrado una independencia lasciva y estuviera deseando entrar en juego.
Le obligó a sacar la mano de entre sus piernas y se metió en la boca aquel dedo que había estado dentro de ella, mientras se bajaba, ayudándose con las piernas, la falda. Su boca, su lengua, se mostraban insaciables con el dedo de Fred mientras esperaban un segundo plato más consistente.
Con la mano libre que le quedaba a Fred, éste intentaba alternar la tarea de deshacerse de sus propios pantalones con la de seguir estimulando la vulva de Aída, que ya manaba profusamente. El pene apareció como un tentetieso apenas hubo separado el elástico del calzoncillo de la piel; y Aída, en cuanto vio el despunte rosado del miembro, despreció el dedo para concentrarse golosamente en él, metiéndoselo en la boca sin esperar más. No hizo falta mucho. Cuando apenas si había empezado a succionar, la polla de Fred estalló inundando la boca y la garganta de Aída, que lo recibió sedienta. Aun así siguió chupando y la polla no retrocedió ni un ápice. Sin dar el menor síntoma de debilidad.
Fred metió un antebrazo por debajo de una de las piernas de Aída y la obligó a girar hasta quedar encarado frente a su coño, acoplándose en un 69 técnicamente perfecto. Comenzó lamiendo las gotas de deseo que avanzaban lentamente por la cara interior de los muslos; después puso la lengua rígida para introducirla con suavidad  por el agujero de su vagina, alternando los lengüetazos rápidos y suaves en el clítoris con lametones largos y de más recorrido al agujero del ano.
Aída dejaba de chupar mientras la chupaban, no podía. Aquel torbellino de sensaciones que se estaba desatando en su bajo vientre no la dejaba hacer otra cosa que no fuese gemir.
De repente, Fred se escabulló por debajo del cuerpo de Aída e imponiéndole aquella posición, la empezó a penetrar estilo-perro. Ella comenzó a moverse; lentamente, recreándose, moviendo las caderas de fuera adentro, haciéndolas girar. Quería sentir cóomo aquel instrumento tenía contacto con cada micra de su piel. Después se echó un poco hacia delante sacando de su interior el miembro de Fred, y, metiendo una mano por entre sus piernas, lo aferró para colocárselo a las puertas de aquel otro orificio que también quería su parte; y de una forma suave, tranquila, fue entrando allí, venciendo la resistencia por la lubricidad de los propios cuerpos, de sus jugos. Y con esto Aída sí que se creyó morir. Se corría por todos los lados: por el coño y por el culo; por la boca, de la que no le salían ya gemidos sino gritos y blasfemias. Y Fred volvió a estallar en un orgasmo épico, casi cruel, cayendo desfallecido sobre la espalda de su amante.
Ella, como en un acto de comunión, cogió un poco de aquel último semen que resbalaba por entre sus muslos y lo lamió.
Y se sintió pura.
*
La lluvia encontró a Tomás y a Toni en una situación en la que hacía tiempo que no habían podido estar, bebiendo en un bar.
Por el ritmo con que Tomás engullía, Toni supuso que los sesenta euros no durarían mucho. Pero aquella fuerte lluvia repentina le pareció (y así era) como caída del cielo para librarlo de las tareas impuestas por Tomás para aquella noche. No se atrevía a decírselo.
(¡Ay!, Toni, Toni...)
Pero suponía que este contratiempo, unido al pelotazo que tendrían después de aniquilar los fondos, bastaría para hacerle desistir de sus planes, porque hasta el león cuando está satisfecho deja pasar a la cebra a un metro de sí.
Y Tomás seguía tragando. Y Toni se controlaba para que el otro bebiera más.
(¡A ver si revienta de una vez!).
A Tomás se le ponían los ojos vidriosos, el habla blanda, el cuerpo parecía ya desmoronársele.
-¿Cuánto llevamos? –preguntó ya borracho.
- Treinta y cinco –contestó Toni-. Ya nos queda poca pasta.
-¿Y qué hora es?
-Las once van a dar.
-Es temprano todavía, la furgoneta no la podemos coger hasta la una por lo menos –le dijo en un tono de confidencia.
-Pero... ¿con este tiempo vamos a ir?
-¡Hombre, claro!
Toni pensó que había hecho mal en comparar a Tomás con un león y no con un oso, ya que éste intenta acumular todas las reservas posibles para hibernar tranquilo.
-¡Pollo, trae p’acá un par de cervezas! –retumbó la voz de Tomás en todo el bar.
*
Iván lloraba, estaba como ido, frustrado, demente, loco. Lo había vuelto a hacer y tampoco esta vez había podido evitarlo ¡¿Por qué?! Se gritaba estimulándose el llanto.
“¡Que bajo he caído! Lo he intentado, por Dios que lo he intentado, pero me ha sido imposible... no me ha dado ni cuenta. ¡Dios!... Lo que he estado viendo me ha cautivado de tal manera que se han ido las dos partes que después me atormentarán, ¡que ya me están atormentando!, la buena y la mala. Una de ellas me dice ya que soy un pervertido y que todo me está bien merecido porque es el castigo a mi pecado, a mi depravación; el perder a Aída; el disfrutar viéndola con otro (pero yo no he disfrutado, lo estoy sufriendo), el estar cascándomela  sin poderlo remediar mientras perdía lo que amaba”
Aquella otra parte, su angelito en la chepa, no estuvo presente. Como tampoco lo estuvo aquel diablillo que le decía que se aceptara, que no era tan grave, que ella era la guarra: déjala, no te merece, ¡si es una puta viciosa que solo le gusta el que la enculen! Pero la peor de todas era aquella otra parte que le decía que a él, en realidad, le daba igual que Aída se lo hiciera con otro, porque lo que verdaderamente le gustaba era mirar, y que lo único, lo que más le había dolido, era el hecho de perderla, de vérsela arrebatada así. ¿Podía ser? No sabía... Pero incluso aquella parte cabrona y cínica estuvo ausente mientras se corría viendo otra vez a su amor.
*

(Unos minutos antes)
Iván había visto salir luz por aquellas rendijas de la puerta que constituían su único observatorio para ve el interior aquella estancia. Sigilosamente, se adelantó hasta allí y miró. No podía saber que se encontraría con aquello de sopetón: Aída cogía la polla de ÉL por entre sus piernas y le incitaba a la sodomía. Iván retiró con cuidado la maceta tras la que se hallaba escondido el cuchillo, y lo empuñó con rabia. Estaba decidido a entrar, aquel era el momento. No supo distinguir el instante de transición al trance, de repente, ya estuvo hipnotizado. Ya no supo en qué momento soltó el cuchillo y se empezó a frotar por encima del pantalón. Ni supo cuando se lo desabrochó. Ni cuando la dejó salir porque amenazaba con morir descabezada por la opresión. Ni fue consciente, hasta después, de cómo comenzó a agitarla mientras miraba. Ni de que cada vez que miraba aquella imagen de Aída, llena de lujuria y deseo, se excitaba aun más. No se daba cuenta, no podía ser él. Y sólo empezó a ser consciente cuando el orgasmo se extendió en una onda expansiva que lo ocupó todo; comenzó en Aída, que de repente perdió la razón gritando sin ningún control; la siguió Fred, al que parecía que le iban a estallar las venas del cuello, y terminó en él, que descargó todo su pecado en un orgasmo intenso y sucio.
Y con aquello le llegó de nuevo la culpa.
Y el llanto.
¿Hasta dónde llegaba su psicopatía? ¿Hasta donde llegaría en el futuro? ¿Quién de todos ellos estaba más loco?
-Yo, sin duda, estoy más loco que ellos... –se lamentó mientras observaba su derrotado miembro -. ¿En qué coño me han convertido? ¡DEJA YA DE CULPAR A NADIE, ERES TÚ, SÓLO TÚ! –vino a decirle el puto diablo -. ¡NO! Ellos han sido los que me han abierto esta herida. Ellos, con lo que hacen... Y yo no puedo evitarlo... ¡Soy yo!... ¡Sí, soy yo el enfermo!
Dejó de llorar, y como imbuido de repente por una absoluta certeza, con una mano se estiró el miembro caído, como un globo deshinchado, mientras que con la otra agarró el cuchillo con decisión.
*
-Bueno, ya está bien –casi gritó Tomás -. Vamos a “La Cabaña”.
-Tomás, vamos a pensarlo, que esto no me gusta un pelo... –dijo Toni con cierta cautela.
-Aquí ya no hay nada más que pensar –terminante Tomás-. Ya está todo pensado.
Toni, no sabía por qué, había tenido la sensación, el presentimiento, quizá, de que aquella noche no podía ir a “La Cabaña”; no aquella noche. Lo sabía y tenía que hacérselo comprender al gordo como fuera.
-Pero bueno –continuó Tomás-. ¿No estaba ya todo pensado, todo planeado y todo dicho? Creí que te gustaba la idea...
Tomás salpicaba a Toni de saliva al hablarle, y, a éste, el sentir aquel agrio aliento cervecero en la cara le confirió de repente una súbita valentía.
-Pues no, Tomás, nunca me gustó la idea –dijo, seguro de sí-. De hecho no me ha gustado nada de todo en lo que me has metido desde que dejamos a Fred. Lo que creo es que estás más loco que una puta cabra.
Tomás lo miró con toda la sorpresa que podían transmitir sus borrachos ojos. Por un momento pareció volver a ser aquel Tomás obtuso y manejable del principio.
-Vale, vale –dijo humildemente Tomás -. A mí sí que me había parecido una idea cojonuda. Allí hay mucho whisky, ya lo sabes, y todos los días no voy a poder rapiñarle la pasta a mi hermana.
Toni estaba absolutamente estupefacto. Había ganado. ¡Qué fácil! Tan repentinamente como le había venido la fuerza se le había ido, pero hizo por mantenerse firme.
-Pues nos jodemos y nos aguantamos –dijo-. Y, si quieres, vas tú, porque yo ni hablar... Paso de ti y de tus chanchullos de mierda. Ya lo sabes.
A Tomás se le veía cada vez más encogido.
-Pues yo paso de estar todo el verano a dos velas, ¿vale? Y pienso ir allí y pillar todo el whisky que pueda, mientras que tú ya puedes quedarte aquí sorbiéndote los mocos. No te equivoques...
-No me equivoco, me voy.
-Espérate un momento que pague esto –lo miró casi suplicando-. ¡Pollo, echa la cuenta!
- Cincuenta y ocho euros –contestó el Pollo de inmediato, pues con aquellos dos lo mejor era hacer las cuentas sobre la marcha.
-Cobra –dijo Tomás extendiendo sus tres únicos billetes de veinte euros -. Por cierto, Pollo, hace ya tres semanas que te entraron en el bar ¿no?
Toni se sobresaltó.
-Sí, el mío fue el primero que robaron –contestó con orgullo.
-¿Y cuánto se llevaron?
-Pues fueron a dar con el día justo, los cabrones; estarían espiando, porque aquel día esto estuvo muy lleno, y con el cansancio y tal, pues pasé de hacer caja aquella noche. No sé, unos cuatro mil euros más o menos. ¡Ah!, y diez cajas de whisky.
“Puta mentira” –pensó Toni-. Se llevaron menos de treinta euros en chatarra, tres botellas de whisky y unas cuantas más empezadas.
-¿Y no sabéis nada? –continuo Tomás.
-¡Qué va!... Lo de siempre. Que sí son del pueblo de al lado y todo eso...
-Pues a mí me han chivado algo, y no sé... –señaló con importancia Tomás.
-Bueno, ¿qué, Tomás, nos vamos? –interrumpió un Toni azorado -. Venga, que se hace tarde y tenemos que seguir con la marcha, ¿no?
-¡Ah!, creía que tú ya te ibas para casa –contestó Tomás con una sonrisilla hijaputa -. Bueno, Pollo, nos vamos.
-Y ¿qué ha sido lo que has oído? –insistió, interesado, el Pollo.
-¡Pshhhh!... Lo mismo que tú: los del pueblo de al lado.
-¡Joder!, vaya noticia –exclamó el Pollo decepcionado -. Eso ya te lo he dicho yo.
Salieron por la puerta. Tomás henchido de victoria, mientras que Toni caminaba con el andar maltrecho por la humillación. Fuera, descubrieron que la naturaleza seguía enfadada con el mundo y especialmente con los que la desafiaban exponiéndose a ella, pues nada más abandonar el bar quedaron completamente empapados; pero Tomás, lejos de ver un contratiempo en esto, abría los brazos como acogiendo aquel líquido como a un querido aliado. Haciendo un extraño ritual de acción de gracias, sonreía como un niño mientras miraba al cielo en actitud beatifica. Mientras tanto, Toni bajaba la calle como un borrego, mirando al suelo, con las manos metidas en los bolsillos casi hasta el codo y la cabeza hundida entre los huesudos hombros como una tortuga. Tampoco parecía importarle demasiado la lluvia, porque tenía el pensamiento en otro sitio.
Y llegaron hasta otra de las partes indispensables del plan: la furgoneta. Y allí se toparon con otra contrariedad, otro obstáculo, otra señal de mal fario para los ojos de Toni: las llaves no estaban puestas. Y si algo había de cierto y que parecía inamovible era que aquel tío siempre se dejaba las llaves puestas.
-Entra a por ellas –ordenó Tomás -. Como el otro día cuando cogimos el vino, ya sabes. Yo te espero aquí.
Toni no discutió la orden, ni siquiera hizo el menor gesto de contrariedad. ¿Para qué?... Con tremendo abatimiento, se dirigió a la parte trasera de la casa y, abriendo la ventana por la que entraron la última vez, se introdujo en la casa con cuidado; más que nada, porque tampoco era cuestión de ser victima de la escopeta de caza de un borracho erigido en defensor de la propiedad privada. Las gotas que su cuerpo y ropas habían recogido del cielo, iban dejando una señal inconfundible de presencia en el suelo de la casa, mientras que un sonido de charco en sus zapatillas delataba cada uno de sus pasos. El olor a... a mierda era insoportable y, para colmo, la luz del salón estaba encendida, así como la televisión. Se asomó un poco por el quicio de la puerta para ver al tío sentado de espaldas a ésta, roncando en un sillón, mientras que la pantalla vomitaba las penetraciones, mamadas y enculadas varias de una película porno. Hubiera podido abofetear tranquilamente al tío y ni se hubiera enterado. Se acercó a él despacio, y, por el olor que desprendía, parecía más un cuerpo en plena descomposición que un ser vivo. Tendría que ser cuidadoso ¿Dónde buscar las llaves? Teniendo en cuenta la ausencia casi total de muebles, ¿dónde iba a ser? Pues en sus bolsillos. ¿Por qué tendría que haber sido fácil?... Se acercó a él, y vio que el tío aquel se había dormido inmediatamente después de haber cometido un acto de amor consigo mismo, pues permanecía empuñando su enorme miembro viril, que, incluso en estado de reposo, le pareció a Toni bestial. Justo al lado, encima de los pantalones, sobre el bolsillo izquierdo, descansaba la eyaculación más abundante que Toni había visto en su vida, cubriendo la totalidad del bolsillo e incluso goteando de allí al sillón. Toni pensó con resignación en la ley de Murphy, y tuvo la certeza de que las llaves se encontrarían precisamente allí, dentro de aquel bolsillo inseminado. No obstante, quiso probar suerte primero con el otro; se agachó junto al sillón y, lentamente, introdujo la mano en el bolsillo, para descubrir que, como había temido, allí no había nada. ¿De qué se sorprendía? Ya podía habérselo figurado. Fue hacía el otro lado, e introdujo la mano por la abertura de aquel bolsillo lleno de vida; al hacerlo, la leche que tenía como destino el sillón encontró mejor cobijo en el dorso de su mano. Siguió avanzando para sentir una humedad fría que había traspasado el tejido. Le vino una arcada que a duras penas pudo contener. Adelantó la mano un poquito más hasta que tocó algo duro y frío y oyó el típico tintineo metálico de unas llaves; aquello fue la señal de haber cantado bingo.
En ese momento el borracho abrió los ojos.
Toni se quedó quieto, muy quieto. El borracho, por su parte, fijó sus ojos en la pantalla durante unos segundos que a Toni se le figuraron eternos, agazapado como estaba detrás del borracho y con la mano metida hasta el fondo en un bolsillo con humedades de semen. Lentamente, al tipo se le fueron cerrando otra vez los ojos, parecía que el peligro había pasado; pero tenía que tener cuidado ahora que el sueño era una materia frágil; debía mantener (a su pesar) la mano allí metida hasta que a aquel hombre se le afianzase más firmemente ese sopor.
Todo ocurrió muy rápido. El borracho debió de sentir una picazón en la cabeza y procedió a rascársela dejando caer para ello el enorme-pedazo-de-carne que tenía como miembro y que fue a caer precisamente sobre el bolsillo en donde permanecía la mano de Toni. Éste se sobresaltó tanto por el movimiento del borracho como por aquello que le cayó encima de la mano, y, de manera refleja, retiró ésta. El borracho, sintiendo tal movimiento en uno de sus bolsillos, lo miró. Vio como de allí salía un brazo y que al final de esta extremidad había un enano con el pelo empapado que lo miraba muy fijo. Fue demasiado para aquel corazón debilitado por tantos delirius tremens. Toni únicamente sintió una sola contracción en el cuerpo del hombre. Se le tensaron simultáneamente todos los músculos del cuerpo y la boca se le abrió desproporcionadamente en una mueca de dolor.
El borracho expiró en medio de un agónico grito.
Toni estaba muerto de miedo, pero no podía pensar. Cogió las llaves rápidamente y salió de allí.
Encontró a Tomás apoyado contra la pared, al resguardo del saledizo de un balcón.
-Sí que has tardado, ¿no?
-No he podido hacerlo antes. ¡Vamos! –farfulló, nervioso.
-¡Shhh..., tranqui !...
-Ni tranqui, ni pollas ¡MONTA! –gritó.
Toni no pensó ni por un momento en decirle nada a Tomás de aquel “incidente”, no era tan tonto como para darle más munición al enemigo y que aumentara su poder sobre él; sin duda que ya habría tiempo de que se enterara en cuanto descubrieran el cadáver.
Montaron en el vehículo. Toni conducía.
Camino de “La Cabaña”, la luz de los faros se proyectaba en la lluvia pulverizada por el viento mientras que Toni no dejaba de pensar en la puta ley de Murphy.
La furgoneta se detuvo frente a la casa dando un bufido, que Toni asoció enseguida con aquel otro que había dado su dueño hacía un rato al expirar. No sabía en que momento se iba a despertar de aquella puta pesadilla. Tomás se estiró soltando un atronador eructo que retumbó en todo el vehículo y lo anegó de una pestilencia insoportable. Toni pensó que, si con esto no se había despertado, era porque, definitivamente, no estaba soñando.
-Bueno, ya sabes lo que tienes que hacer, ¿no? –comentó Tomás con naturalidad.
-Si, abrirte la puerta. Supongo.
-Exacto. Ya estás tardando.
Toni bajo del coche sin importarle ya la que estaba cayendo. Se abrochó la cazadora, y tocó el capó de la furgoneta como para asegurarse por última vez de la consistencia de las cosas. Llegó a la ventana y trepó por los barrotes sin dificultad; parecía un autómata al que hubieran programado para cumplir aquella misión. Consiguió esquivar todos los cachivaches almacenados en el piso de arriba y con todo el cuidado que pudo bajó la escalera.
La puerta de aquel salón en el que tanto tiempo habían pasado juntos estaba cerrada, pero dentro había luz. Allí había alguien y él sabía quiénes eran. Él lo había sabido desde que comenzó a tramarse todo; mas no por eso pudo evitar lamentarse en voz alta con un rotundo “mecagüenlahostia”.
*
A Iván vinieron a sacarle de su idea automutiladora unos ruidos procedentes de la parte de arriba de la casa. Eran pisadas. Pisadas que estaban haciendo el mismo recorrido que había hecho él un rato antes; que ya bajaban  por las escaleras, y que, como no se moviera rápido, iban a llegar hasta donde él se encontraba. Alcanzó a refugiarse en la oscuridad de las sombras con el tiempo justo para ver cómo una figura enjuta y siniestra bajaba la escalera con todo el sigilo que le permitían sus caladas ropas. Oyó cómo aquella figura se asomaba por sus rendijas y cómo mascullaba en voz baja un “mecagüenlahostia” antes de desaparecer por la boca negra del pasillo que comunicaba con las otras habitaciones y con la puerta principal. ¿Quién sería? ¿Qué habría ido a hacer allí? Sintió que todos sus planes se venían abajo. ¿Quién podía esperarse algo así? “Otra señal, Iván, otra señal” –se repetía y a la vez se ignoraba el chico. No, ni señales ni pollas, él esperaría y si no podía ser hoy sería mañana, o el mes que viene, o el otro, le daba igual; pero esto lo tenía que acabar. Hubo algo en el día, o lo había ahora en la noche, o en esta tormenta que estallaba cada vez más violenta, que le decía que no se equivocaba, que todo aquello acabaría hoy.
*
Toni dudaba. ¿Qué podía hacer? No abrirle la puerta al gordo sería perder el tiempo, Tomás entraría de todos modos, allí no era difícil llegar. ¿Qué les haría a aquellos dos? Iba a abrir, no podía hacer otra cosa, pero se juró que si algo pintaba mal él no se quedaría para contemplar el final. Cogería la furgoneta y que jodieran al gordo. Eso iba a hacer. Fue por el pasillo, y tampoco tropezó, sus pasos eran guiados por una extraña providencia. Descorrió los cerrojos y abrió la puerta sólo un poco para que ésta no chirriara. Tomás bajó del coche dirigiéndose hacia él.
-Oye, están aquí esos dos –le dijo Toni de sopetón.
Tomás expresó con un gesto toda su contrariedad. Como si nunca hubiera barajado aquella opción, lo que a Toni le dio de nuevo ciertas esperanzas.
-¡No jodas!
-Sí –dijo Toni, todo serio, como si también estuviera molesto por aquello.
-Esto no me lo pierdo. ¡Vamos! –exclamó un Tomás entusiasmado como un niño.
Se adentraron por el pasillo, y Tomás ni tropezó ni se partió la puta cabeza, tal como hubiera ocurrido, sin duda, si se hubieran cumplido los fervientes deseos de Toni. Llegaron hasta la puerta y miraron por las rendijas y el ojo de la cerradura. Dentro, Fred y Aída permanecían desnudos y felices. Tomás dejó escapar una sonrisilla, y Toni dejo de mirar cuando adivinó en los ojos de Tomás aquel brillo siniestro que tan bien conocía. Se puso de espaldas a la puerta y se dejó caer hasta sentarse.
*

Iván oyó ruido de cerrojos en la puerta principal. Aquel que había entrado estaba abriendo la puerta. Pensó que allí no estaba ni mucho menos seguro, por lo que subió al primer descansillo de la escalera que llevaba a la terraza y se agazapó bajo la lluvia. Desde allí, pudo intuir, más que ver, que eran dos las personas que habían llegado y que, deteniéndose en la puerta, habían comenzado a mirar por entre las rendijas de ésta y por el ojo de la cerradura. Sintió deseos de echarlos de allí, de decirles que ellos no tenían derecho a mirar a su novia haciendo aquello. Quiso coger el cuchillo y rajarlos a ellos también, fuesen quienes fuesen, porque ella era de ÉL y ellos no debían verla. Nadie debía verla cayendo tan bajo, ni siquiera él debió verla, pues eso lo había arrastrado a la más profunda de las inmundicias. ¿Quiénes eran aquellas personas? ¿Cómo se atrevían a contemplar a su amor en su delirio? ¿Quiénes eran aquellos a los que se le escapaba aquella risa tan obscena? ¿De qué se reía aquel que miraba? ¿Quién era? ¿Por qué el otro no tapaba la luz de las rendijas con su cuerpo? ¿Por qué el otro no miraba?...
*
Tomás babeaba observando, absorbiendo y viviendo aquella escena de los dos amantes desnudos mirándose el uno al otro. No necesitaba nada más que aquello para tenerse completamente. A Iván, desde su posición le llegaban incompresibles sonidos que no pudo asociar con palabras, se limitaba simplemente a observar y a esperar bajo la lluvia como un animal bien entrenado.
*
Ellos, dentro, están ausentes. Bien pudieran estar ya muertos, por la placidez que se ha adueñado de ellos y de todo lo que los rodea. Fred, mientras la mira, acaricia suavemente con una mano el cabello de Aída. Y sonríe. Y ambos sonríen. Y piensan… Y es verdad que jamás se han sentido así. Tan bien como ahora. Ella, cada cierto tiempo, posa un beso en los labios de él, y con aquello le transmite todo el amor del mundo, porque está segura de que las palabras por sí solas ya no puedan llegar a ese punto tan alto. Y él la sigue mirando. Y ella, con esto, lo sabe.
-¿Sabes? –inició Aída casi susurrándolo -. El día que vine aquí como una loca, venía a matarte.
-Ya lo sé... –sonrió Fred como si le estuviera hablando de una travesura sin importancia.
-Pero tenía en la cabeza que, si no lo conseguía, me mataría yo. Por eso me tocaba en el pecho, porque estaba buscándome el corazón... ¡Y vas tú y me dices que si me picaba el sostén!
Se rieron.
Se besaron.
- No, pero es curioso –continuó Aída como narcotizada-. Porque ahora haría exactamente lo mismo si te perdiese algún día.
Fred se acercó y la besó.
-Eres una cría, mi niña, pero esto no va a ser así. La gente se muere. Tú lo has vivido. Yo lo he vivido. Pasamos por aquí sin dejar rastro, simplemente añadiendo un eslabón más a esta absurda evolución. ¿Qué maléfico plan se traerá entre manos la naturaleza para necesitar tantas vidas? –dijo casi con sorna-. Pero yo tampoco, mi niña. Yo tampoco podría estar ya sin ti. No me lo hagas nunca.
-Ni tú –le dijo tocándolo juguetonamente en la punta de la nariz.
-Yo tampoco.
Y se volvieron a besar.
-¿Sabes por qué tenía tanto interés en que viniésemos hoy?
-Dímelo.
-Por esto.
Fred se levantó y se dirigió hacia la cadena de música, en donde introdujo un CD. Y en aquel instante, Carlos Gardel se preparó el tango.

Acaricia mi ensueño

Aída miró a Fred y ya no tuvo dudas de que sería capaz de  morir por aquel hombre en el mismo momento en que se lo pidiera.

El suave murmullo de tu respirar

Ni tampoco dudó que mataría si él se lo pidiera.

Como ríe la vida

No importaba ya nada con tal de sentir aquel calor que emanaba de su cuerpo cuando lo volvió a tener a su lado.

Si tus ojos negros me quieren mirar

Se le fue el conocimiento cuando fue a besarla y cuando una lágrima de él le cayó en su mejilla y ella la hizo suya.

Y si es mío el amparo

Sólo sintió la extremada ternura que le transmitieron sus labios al tocar los suyos.

De tu risa leve que es como un cantar

Ya estaba afuera. Muy afuera. En aquella nube adonde van las personas que ya no son capaces de sentir más, tan intenso es todo. Ya estaba afuera cuando sus palabras le acariciaron el alma.

Todo, todo se olvida

-Decía el protagonista de “El jugador” a su amada...: –empezó a decir Fred acompañando al tango.

El día que me quieras

...¿sabes que un día te mataré? No porque haya dejado de quererte, ni por celos. Sencillamente te mataré porque, a veces, siento deseos de comerte...

La rosa que engalana

Creo que es la mejor declaración de amor que se haya hecho nunca...

Se vestirá de fiesta

...y eso es, precisamente, lo que haría yo contigo.

Con su mejor color

Comerte y hacerte mía...

Y al viento las campanas

...dentro de mí siempre.

Dirán que eres mía

Tus células, tu alma...

Y las locas fontanas

...junto con las mías, siempre.

Se contarán su amor

Eso es lo que yo siento...

La noche que me quieras

...por ti.

Desde el azul del cielo

Que no me dejen vivir si tú no estás.

Las estrellas celosas

Porque si te alcanzase mi mala suerte.

Nos miraran pasar

Ya no sería mala...

Y un rayo misterioso

...porque, así, sí que estaría para siempre contigo.

Hará nido en tu pelo

-¿Dices todo eso de verdad? – preguntó, emocionadísima, Aída.

Luciérnaga curiosa que verá

-¡Oh, sí, mi amor!

Que eres mi consuelo

-Es que por un momento creí que me podías leer la mente.

La noche que me quieras...

*
-¡Joder! Estos dos ya han terminado con lo bueno y ahora están con las chorradas –dijo Tomás a Toni, que seguía recostado de espaldas a la puerta -. ¡Aparta que voy a entrar!
-Vayámonos de aquí, Tomás –suplicaba Toni-. ¡Vayámonos!
-¡Que te apartes, coño! –le reiteró, a la vez que lo hacía a un lado él mismo con un violento tirón de pelo.
Tomás, de una fuerte patada, abrió la puerta de par en par.
El estruendo sacó instantáneamente a la pareja de su ensueño amoroso, y como dos animales acorralados, que lo eran, sus cuerpos se pusieron en guardia protegiéndose mutuamente. Pero sus mentes no supieron distinguir lo que ocurría hasta que vieron entrar a aquel gigante cíclope de los sueños de Fred. A aquel objeto de todos los miedos de Aída. A aquel último enviado de la suerte de los dos. Le vieron entrar chorreándole el flequillo en los ojos, nervioso, ansioso, moviendo los dedos de las manos como si amasara algo, tiritando. Loco.


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 Sigue en el Capítulo XIV...

3 comentarios:

  1. ¿Que decir de este capitulo? pues mas de lo mismo que en los anteriores. Lenguaje osceno, situaciones repetidas, etc. veo que esto no avanza y sinceramente ya cansa leer siempre lo mismo sin ninguna elegancia literaria y con tanta ordinarez. No se si pretendias hacer una novela gore, pornografica o de intriga, asi que sigo deshubicado y sigo leyendo cada nuevo capitulo, aunque para serte sincero cada vez mas por alto y saltandome rengloes que no conducen a nada.
    Siento ser tan mal critico, pero admiro mas tu labor como difusor de libros que como autor.
    Un saludo.
    pepequemasda.

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  2. Habia hecho un alto en mi actual lectura (los asesinos del emperador de S. Posteguillo) para echar un vistazo a los libros que has posteado y ver el nuevo capitulo de tu novela, que sinceramente es "infumable". En fin, gracias por tu labor, pero vuelvo a retomar la lectura que no debi dejar.
    Saludos.

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  3. Un capítulo largo, intenso, pero que mantiene la emoción en todo momento. Así que se merece una crítica también igual de larga... jajaja.

    Una vez más, el cruce de líneas temporales está muy bien llevado, al igual que la exposición de las sensaciones y sentimientos (que no son lo mismo, aunque ambas palabras vengan de la misma raíz)

    Me ha encantado lo de "Pero Iván renegaba ya de la lógica, lo mismo que renegaba de Dios. Y de sus padres, que con un polvo lo habían cagado en esta desastrosa existencia. Y de Aída, que con otro polvo había acabado con su vida."
    Sí, al final la vida es cuestión de polvos... y de los barros que traen cuando los moja la lluvia (o las lágrimas).

    También muy buenos los varios "semi-spoiler" (o quizá no...) a lo largo del capítulo. Ese "Me gustaría ser yo quien muriese esta noche.", o el "Y entonces supo también que aquella sería la última vez que entraría en aquella casa.", o el descrito después del orgasmo de Iván. Están bien, porque no son demasiado descarados en plan "sigue leyendo, que ya verás lo que pasa. Yo el autor lo sé, pero no te lo puedo decir aún". Cuando son así de descarados los lectores suelen "salirse" del relato y lo ven desde fuera, perdiendo la maravilla que es sentirse inmerso dentro de los personajes y las situaciones. En este caso los personajes o no saben, o creen saber, qué puede pasar después, pero parece que TU tampoco lo sabes, y eso queda bien.

    También me ha gustado los celos mentales de Aida, reconociéndose de nuevo una chiquilla ante la mujer que es Rosaura, perdiendo ese aura de seguridad que había alcanzado en los anteriores capítulos. Es curioso cómo el sentirnos amados nos hace sentirnos fuertes al mismo tiempo, ¿verdad?.

    Y también he encontrado muy simpático el juego "a guarri-puritano" entre Fred y Aida en la cabaña. Me ha arrancado una sonrisa.

    Y el tango, ay, amigo, el tango... qué bien entrelazados los versos que canta Gardel con los sentimientos de ambos. Me ha dejado maravillado.

    Pero no te entusiasmes, que ahora viene la parte crítica:

    Me ha chocado el abuso de los "Y" en el párrafo "Y entraron en la casa para resguardarse de los diluvios del mundo. Y la casa era para ellos la matriz en la que flotar", etc., etc.

    Hay una errata en el "Fred lo supo casi de el principio", y otro par de ellas en "su único observatorio para ve el interior aquella estancia"

    Me ha chocado el párrafo en presente que empieza con un "Ellos, dentro, están ausentes.". ¿A qué viene, cuando todo el capítulo está en pasado? Si desde ese punto se hubiera cambiado el tiempo de la novela podría haberlo entendido como un giro de estilo, pero así, un único párrafo, queda extraño (al menos para mí)

    Y, desde luego, la parte que menos me ha gustado es la larga descripción de los antecedentes familiares de Toni. Rompe el ritmo, y uno se queda todo el rato pensando si aquel largo intermedio va a aportar algo a la historia más adelante o no.

    Pero todos esos detalles dan igual... me has dejado impactado, y estoy ya expectante por ver el final de esta coregrafía, el apoteosis, el clímax. Y, lo sabes bien, puedes contar conmigo para ese comentario final, de alabanza y de crítica en la medida que corresponda.

    Muchas gracias por hacernos disfrutar de tu obra, Braulio.

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