XII
En los últimos días, Encarna había notado que algo estaba cambiando en el comportamiento de Fred. Los encargos de whisky, que en los primeros días después de la tragedia se sucedían a un ritmo considerable, empezaron a espaciarse claramente. Ahora que Fred se veía con aquella-amiga-tan-maja-que-se-había-echado-aunque-un-poco-joven-para-él, por fin se le volvía a ver sonreír.
Al llegar la tarde, Aída llamaba al timbre y Fred abría. Se besaban en los labios en la misma puerta y pasaban. Ella tomaba una Coca Cola, y él ya no se bebía casi una botella de whisky, pero algún cubata sí que caía. Ya no permanecían horas y horas sin hablar, rumiando la pena; ahora Fred desplegaba el tablero del Monopoly y empezaba a repartir aquel dinero más falso que la madre que lo parió; o bien sacaba las fichas del dominó y jugaban partida tras partida. Así pasaban las tardes. Y a Encarna le gustaba aquello; porque a pesar de notar (como sólo puede notarlo una madre) que su hijo seguía todavía envuelto en sombras, veía también que, ahora, por lo menos, hacía todo lo posible por desembarazarse de ellas.
Y todo era gracias a aquella chica. De eso no le cabía la menor duda.
Aunque también en esto había un pero. Aquel sentimiento pesimista que acompañaba siempre a la tragedia hacía que Encarna no viera mucho futuro ni en el cambio de Fred ni en la continuidad de aquella chica con él.
“No sé…, la veo demasiado distinta –pensó -. La edad, sí..., pero sobre todo el carácter. No creo que dure, y lo siento. Ojalá que lo haga, por lo menos, hasta que él esté totalmente recuperado… ¡Si seré egoísta! –se recriminaba-. Pero es que ella es tan distinta, parece tan débil... Se ve a una legua que le falta el carácter suficiente para domar a alguien como Alfredo (tampoco yo lo tuve). Quizá se vea obligada a hacer lo que yo hice: defenderme de habladurías ciertas y falsas, encerrarme en una burbuja aun a sabiendas de la certeza de las sospechas, refugiarme en mis libros, en mis pastillas, en mis películas; si una sabe que la quieren, ¿qué importa lo demás?”
Encarna había dicho a su hijo que su marido nunca le había sido infiel. Y así era, porque, si de algo estaba segura es de que a quien amaba Ángel de verdad era a ella. Y para ella la fidelidad era eso; lo otro sólo era cuerpo y saliva. Comprendió siempre el comportamiento de su marido; no podía ser de otro modo teniendo en cuenta que, a raíz del nacimiento de Fred, las penetraciones se le hicieron imposibles por dolorosas; Ángel, que comprendió lo que le sucedía, ni le hizo reproches ni la humilló, ni pretendió obligarla nunca.
“Pero la chica le esta haciendo mucho bien –retomando el camino perdido de sus pensamientos-. ¡Hay que ver cómo la mira! –los miraba-. Yo creo que la quiere de verdad.
El timbre del teléfono arrancó violentamente a Encarna Soto de sus pensamientos. Se levantó, estirando su enlutada y todavía imponente figura, y, despacio, con pasos que aún no habían recuperado el ritmo del mundo, se dirigió hacia el aparato, en tanto volvía a escuchar de labios de Fred la consigna con la que, de un tiempo a esta parte, su hijo ponía coto a las llamadas telefónicas:
-¡Si es para mí, no estoy!
-¿Diga...?
*
Fred ganaba casi todas las partidas. Con el gesto de concentración de un mecánico diagnosticando un motor, no se decidía entre cerrar y contar puntos, o colocar el tres doble para así quitarse una ficha de encima; de cualquiera de las dos formas ganaría la partida, pero quería hacer tiempo para hacerla más valiosa, como si así la prestigiara. Aída lo dejaba hacer, no tenía cabeza para el dominó. Aquella conversación que mantuviera con Iván la mantenía alejada de allí. No albergaba ninguna duda sobre lo que sentía, pero ¿cómo evitar sentirse mal con respecto a Iván? Él, que lo había sido todo para ella durante tanto tiempo; él, que había estado presente en sus rabietas, en sus dudas, en sus complejos de adolescente, en sus efervescencias y en sus depresiones; incluso en su primera regla estuvo él. Y ahora se lo pagaba así: no solo siéndole infiel, sino quitándole todo el amor y todas las esperanzas de amor, sus ilusiones; siendo extremadamente cruel, por la sinceridad con la que creía tener derecho a expresar aquellos sentimientos tan fuertes. Sinceridad a la que creía que también él tenía derecho.
“Estaba dolido. ¿No lo estaría yo en su caso? No puedo culparlo de nada; ni siquiera por sus insultos, pues esas mismas palabras me las llevo repitiendo yo a mí misma desde que me ocurrió esto. Él tiene razón y yo no. Pero aun sabiendo esto, no puedo hacer otra cosa que lo que hago, algo me lo impide; yo misma me lo impido, aun sabiéndolo. Pero no, no es como él dice, no soy ninguna puta. Lo que pasa es que amo a Fred y haría cualquier cosa por él, sería todo lo que él quisiera que fuese. No puedo evitar estar enamorada así de él. También esto se lo dije a Iván. Pero quizá él tampoco pueda evitar estar enamorado de mí de esa forma. ¡Qué complicado es todo! El amor nos hace injustos y siempre lleva el sufrimiento a alguien. En este caso a todos. Todos estamos sufriendo. ¡Qué complicado es todo!”
*
-Era para ti Fred –dijo Encarna, asomando tímidamente la cabeza por la puerta.
-¿Quién? –preguntó Fred que con la ficha del tres doble se preparaba a rematar la partida.
-Rosaura –contestó Encarna con fastidio - ¿No estaba en Madrid?
Fred se quedó petrificado, con la ficha en lo alto.
-Sí que estaba, sí –replicó, distraídamente, como queriendo borrar su inicial gesto de sorpresa -. ¿Y que querrá ésta ahora?
-Me ha dicho que estará en el Molina –siguió contestando Encarna-. A eso de las cinco. Que quiere hablar contigo. Te querrá dar el pésame, digo yo, a mí me lo ha dado.
Fred se quedó mirando a Aída como un niño pillado en una travesura.
-¿Sabes quién es esa Rosaura? –le preguntó.
-Una de tus ex... –replicó tímida -. Estamos en un pueblo, Fred.
-Es mi única ex. Las otras no fueron nada.
-¡Ah!
-¿Te importa que vaya?
-No, ¿por qué iba a importarme?
-Porque a lo mejor quiere algo más que darme el pésame.
-Tu sabrás –dijo Aída, bajando humildemente la mirada.
-Voy a ir, pero puedes estar segura de que no va a pasar nada.
Aída no contestó.
Mientras se dirigía hacia El Molina, Fred pensaba en las últimas palabras que le había dicho a Aída. Pero, ahora, ni él mismo se sentía plenamente seguro de ellas.
Fred no se paró siquiera a mirar por las cristaleras para ver si Rosaura estaba o no; entró, decidido, y la vio allí sentada, guapísima, jugueteando con la ceniza caída del cigarrillo que fumaba. Ella levantó la vista, lo vio y sonrió con aquella sonrisa de las que están seguras de saber hacer un buen uso de ella. Fred se sentó frente a ella, mirándola directamente a los ojos.
-¿Querías algo?
A Rosaura le pillo por sorpresa este ir tan al grano de Fred; esperaba tal vez un “¿qué tal...?”, “cuánto tiempo...”; en fin, las fórmulas corteses comunes. Pero es que Fred no era muy común, y ella debería haberlo sabido.
-Nada..., decirte..., ya sabes..., que siento mucho lo de tu padre –con rostro y voz afligidos-. No sabes qué golpe tan tremendo fue para mí cuando me enteré.
-Ya...
-No, de verdad, tú sabes lo mucho que admiraba yo a tu padre...
-¡Pollo, tráeme un cubata! –la interrumpió en pleno responso-. Cargado, ya sabes. Y a ésta, lo que quiera.
-Ésta no quiere nada –contestó Rosaura, dolida.
El Pollo asintió desde la barra y comenzó a preparar el combinado.
-...le admiraba de verdad –continuó -. Para mí era un ejemplo...
-¡Venga, vamos a dejarnos de gilipolleces! –volviendo a interrumpirla-. Tú admiras, y no de forma siempre sana, a cualquier tío que tenga una cantidad de varios ceros en su cuenta corriente. Que nos conocemos Rosa...
-Bueno, no empecemos, ¿vale?
-Vale. ¿Para qué querías verme?
-En serio que era para eso, y...para contarnos qué es de nuestras vidas. Al fin y al cabo vivimos algo juntos hace tiempo, ¿no? –Rosaura expuso una hilera de blancos dientes en una sonrisa abierta-. Pues nada, eso: saber cómo nos iba, cómo te iba a ti después de esto. Es que es una pena que hayamos perdido el contacto así...
-Pues ya me ves. Estoy hecho un figurín –dijo Fred exhibiéndose con sorna.
-La verdad es que estás bastante estropeado –apenada-. Comprendo lo que has debido pasar.
-Tú no estás nada estropeada, Rosa. Tú estás guapísima –recobrando una seriedad aplastante -. Siempre lo has estado, incluso recién levantada. Pero eso, supongo que ya lo sabes.
-Gracias –contestó Rosaura algo turbada por el inesperado halago.
El Pollo le trajo el cubata a Fred. También le dio –este sí- un sincero pésame, que Fred aceptó con una inclinación de cabeza. ¡Qué buen tío era el Pollo!
-No hay de qué. Lo que me asombra es ese inesperado interés tuyo por mi vida –a Fred le volvía a asomar el sarcasmo en la voz-. Teniendo en cuenta que ya te importaba una mierda cuando estábamos juntos, o que has estado casi dos años sin dirigirme la palabra... ¿Cuándo volverás a interesarte por ella, cuando se muera mi madre?
-¡Eh, eh...! Que te he dicho que vengo en son de paz –dijo, acompañando sus palabras con un ademán hecho con las palmas de las manos abiertas.
-Perdona.
Volvió la dentífrica sonrisa.
-¿Y qué me han dicho? –Rosaura adoptó su tono más cotilla- ¿Que sales con alguien?
-Te han dicho bien –respondió Fred indiferente.
-Pero ¿no es un poco niña para ti? –inquisitiva-. No sé… ¿Cuántos años tiene? ¿Dieciséis, diecisiete?...
-Exacto. Para que veas lo poco que teníamos en común tú y yo: a ti te dio por los viejos, y a mí me ha dado por las crías. Todo lo contrario.
-Haré como si no hubiera oído eso –contestó Rosaura como si, efectivamente, no lo hubiera oído-. Pero ¿sabes lo que le estás haciendo? ¿Sabe ella lo que la vas a hacer? Seguramente que está enamoradísima de ti, y lo que no sabe es que la vas a destrozar la vida. Porque tú eres incorregible Fred. Piénsalo, eres un cabrón incorregible.
-Pues a ti no te destrocé la vida... –la miró con lástima-. Más bien al revés, tú me la destrozaste a mí. Yo si que estaba enamoradísimo de ti... Si soy un cabrón, tú me hiciste así.
-Es distinto Fred. Lo nuestro, en aquel momento no pudo ser, tú lo sabes. Teníamos objetivos distintos, metas diferentes. Pero esa chica es una cría, no sabe nada, y la destrozarás. Si es que no lo has hecho ya.
-¿Y por qué lo nuestro no podía ser?... No me respondas, que lo sé. Si quieres te lo explico en forma de cuento para que hasta tú lo entiendas. Verás:
»Érase una vez un príncipe de un pequeñísimo reino, que se enamoró perdidamente de la doncella más bella del lugar, la cual era hija del posadero.
»Ella se dejaba galantear por el príncipe hasta que al fin accedió a salir con él al baile, y después de eso se hicieron inseparables. El príncipe estaba cada día más enamorado de ella; no hacía más que pensar en aquella doncella de larga melena rubia, en aquellos ojos color tabaco, en aquel cuerpo que hacía volverse a los ciegos trovadores...
»Y en esto que la hija del posadero, la bella doncella de la melena rubia, se reveló como una virtuosa de su propio cuerpo, descubriendo su camino en la vida, su vocación: ser cortesana...
-Déjalo Fred.
-¡No! ¡Escucha!
»...y con ésta innata pericia amatoria, no consiguió sino engatusar aun más al príncipe, hechizarlo de tal manera, que él hubiese dado cualquier cosa por ella.
»Pero la muchacha se volvió caprichosa, y, aunque el príncipe la colmó de regalos, de joyas, de viajes, de cariño, a ella todo se le quedaba corto; quería más, quería salir de allí; quería escapar de aquel reino lleno de pueblerinos y villanos, conocer gente de la misma clase a la que ella creía pertenecer (sin serlo). Quería que el padre del príncipe provinciano, o sea, el rey provinciano, les comprara un palacio en aquel reino lejano donde vivía la gente in, y además, que pagase todas las fiestas, los vestidos y las joyas... Total, el nivel de vida que un príncipe y su consorte deben llevar.
»El príncipe estaba cegado, obnubilado, habría seguido a su amada hasta el infierno si hubiera sido menester; por lo que, a fuerza de mucho insistir, consiguió del rey el arrendamiento de un palacete donde poder vivir su amor con la doncella, así como una justa renta para sobrevivir sin ninguna dificultad. Pero ésta le pareció ridícula a la que ya se consideraba (sin serlo) una gran dama, y, por lo tanto, siguió presionando cada día al príncipe para que apretara más al rey. Pero he aquí que de ese pozo no podía brotar más agua.
»Total, que un día apareció en el villorrio una condesa, o duquesa, o lo que sea más importante..., a la que acompañaba su marido, el consorte. Y este consorte quedó prendado de la belleza de aquella que había sido la hija del posadero; le prometió fantásticas riquezas, trajes de ensueño, fiestas de fábula..., en un reino donde, en realidad, él no era nadie. Pero ella se creyó todas sus patrañas, y vio en él la salida que la conduciría a su anhelado futuro. Y un día, esta hija de posadero, convertida ya definitivamente en cortesana, abandonó el pequeño reino, dejándole al príncipe el corazón destrozado.
»Pero he aquí que lo vivido fue muy distinto a lo prometido: el palacete que iba a alquilar para ella el consorte era en realidad una choza de labriegos; los trajes fueron comprados en el mercado de domingo, y aquellas fiestas de fábula quedaron pronto limitadas a las ocasiones en que el consorte, día sí día no, la visitaba en su choza y se descargaba dentro de ella.
»Hasta que, un día, la condesa descubrió los tejemanejes de su marido, y lo expulsó de palacio. Y este consorte, triste, desvalido, exiliado, fue a parar a la choza de su cortesana. Pero, ¡ay!, este hombre ya no era lo que era, ni, sobre todo, tenía lo que antes tenía; por todo lo cual, la bella cortesana, harta ya de barriga, de quistes sebáceos en el cuello, de papadas y de resuellos acompasados en su nuca, lo expulsó también de su choza.
»Esta choza, era legalmente propiedad de ella, por lo que se encontró con un problema inmediato: la falta de fondos para costearla. Así que la puta pensó...
-Por favor... –suplicó Rosaura.
-¡Escucha, que ya acabo!
»...la puta pensó que el príncipe pueblerino la podía ayudar. Y aquel príncipe, al que una vez dejó con el corazón roto, tonto de él, la ayudó. Y la fue a ver muchas veces. Y, cada vez que iba, le dejaba pagado un mes de alquiler como recompensa a los servicios prestados. Para él era amor, para ella supervivencia.
»Pero la cortesana no había ido ahí para eso; ella era más, se merecía más. Y como era plenamente consciente del poder que encerraban su cuerpo y su belleza, comenzó a alternar con reyezuelos del tres al cuarto, descubriendo que el pan de coño también quitaba el hambre, y que no estaba tan malo. Comenzó a comprarse vestidos, joyas, drogas, a malgastar..., y el príncipe no volvió a saber de ella hasta que murió el rey... Y queda el final, que es lo mejor, pero aún está por escribir.
-Muy bonito –dijo Rosaura dolida-. Pero de infantil tiene poco, ¿no?
-Ya, pero la moraleja es lo que importa.
Rosaura agachó la cabeza, y Fred pensó que se iba a echar llorar; de hecho, le hubiera gustado que lo hiciera. Pero no lo hizo.
-Eres muy injusto Fred. Yo no soy ninguna puta. Yo trabajo ¿sabes?
-Ya... ¿Qué hacías? ¿Azafata de congresos?... ¿O era zorra de congresos? –contestó amargamente Fred -. No, perdona, tú no eres ninguna puta, tú eres tonta. Tú te ibas con un tío de esos que conocías en algún congreso y te quedabas deslumbrada por él; por sus formas, por su inteligencia, por su savoir faire, por su dinero. Y cuando el tío veía en ti el hambre, te pedía una cita. Te llevaba al bar de un hotel de cinco estrellas (que no pagaba él), y allí te invitaba a un Bloody Mary de treinta euros. A ti se te hacía el coño un charco. Pero ¿qué sacabas tú de todo aquello? Un magreo, un polvo, y una promesa, a la postre vacía, de volveros a ver. ¡Ah!, y un Bloody Mary... Porque aquellos tíos, por mucha carrera, muchas formas, por mucha inteligencia que tuvieran, sólo buscaban en ti lo que buscan todos... Tú no eres puta, Rosaura, tú eres una paleta tonta que no escarmienta.
Rosaura intentaba contener las lágrimas que ya empezaban a aflorar en las puntitas de sus ojos verdes.
-¿Por qué eres así, Fred? –dijo, mordiéndose el labio inferior-. Tú sabes que no fue así. ¿No sabes que me fui con Anselmo para escapar de aquí?...
- Quizá.
- ¿Que no sabía lo que hacía cuando te dejé? ¿Que te quería?...
- Es lo que más siento.
- ¿Que este pueblo siempre me ha quedado pequeño?...
- También.
- Pero no andaba buscando lujos, sino libertad.
- Mis padres...
- ¿No sabes que quizá me dejé deslumbrar fácilmente?... ¿Que me ilusioné?... ¿Que me han hecho muchas promesas de amor eterno, muchos regalos?...
- Sí, eso también lo sé.
- Pero no andaba buscando eso, sino experiencias.
-¡Qué cinismo...! –exclamó Fred en una carcajada -. ¿A quién pretendes engañar?
-Cree lo que quieras –contestó Rosaura, revolviéndose-. Yo tengo mi trabajo, azafata de congresos, sí, y me mato yendo de feria en feria para ganarme la vida sin depender de nadie. Y me la gano bastante bien, ¿sabes?
-Pues vale, pues me alegro –contestó Fred con una sonrisa sardónica-. Si lo que querías eran experiencias, estoy seguro de que las habrás tenido, ¡toneladas de ellas! Pero lo de no depender de nadie... Entonces, ¿por qué me obligaste a pedirle a mi padre un sueldo y te pareció tan ridículo el que nos daba?
-Porque quería un desahogo, no tener que preocuparme de trabajar; quería estudiar una carrera, conocer gente interesante, ir a exposiciones, a fiestas, en fin, realizarme.
-Muchas aspiraciones intelectuales tenías tú –contestó Fred sin dejar el tono como-de-cachondeo-. Curioso, ¿no? Teniendo en cuenta de que aquí no lograste pasar de segundo de administrativo y de que la única realización que tuviste fue la de dejarte esa preciosa melena y teñírtela de rubio... No sé, a lo mejor el aire de Madrid también lleva eso... Pero, mira, en eso también te has equivocado…, en el método. No por acostarte con muchos médicos vas a ser más inteligente ni vas a llegar a ser una eminencia rebanando prepucios. Por mimetismo y cercanía puede que se transmitan las formas pero no los conocimientos. Vamos, creo yo...
-Eres un capullo.
-Es posible...
-Ya veo que la imagen que tienes de mí no es muy buena –dijo una Rosaura resignada.
Fred se puso serio, la miraba a los ojos con rabia.
-Comprende que tenía que inventar algo. Tenía que hacer una fábula con la que derribar el mito. Igual que al católico le queda el consuelo de de saber que el que le ha causado mal arderá algún día en las entrañas del infierno, yo tenía que crear una historia que me hiciera justicia por todo el daño que me hiciste; que no quedaras impune. Exageraba los retazos que de tu vida me iban llegando para desearte con ello todo el mal que pudieras soportar; por lo menos, igual que el que me estabas infligiendo tú a mí. Para deshacerte. ¡Quería que te dieras cuenta –dijo Fred vehementemente- de que sin mí no ibas a ninguna parte, de que serías infeliz, (¡quería que lo fueras!), de que te habías equivocado dejándome, pues sólo yo te podía dar algo más que dinero! Que te dieras cuenta de ello.
»Para que volvieras...
»Y cuando ya no me llamabas, cuando ya no necesitaste que te siguiera pagando aquel pisucho en Villaverde, cuando no volví a saber por ti más de ti... me di por vencido. Pero me seguí inventando tu vida (era el consuelo que me quedaba, mi pequeña venganza). Para mí, para derribar el mito. Pero ¿a que no ando muy descaminado? –Fred dijo esto último con una sonrisa de angustia-. ¿A que no?
Rosaura no contestó. Extendió las manos por encima de la mesa y cogió las de Fred.
-¿Qué nos ha pasado, Fred? –dijo dulcemente-. ¿Por qué me quieres tan mal? Yo no creo que sea demasiado tarde para volver a intentarlo. Yo sé que sigues enamorado de mí, y yo no he podido olvidarte. Piénsalo Fred. Deja vivir a esa chica su vida, no le convienes. Mírame a los ojos, Fred –le ordenó en aquel tono de voz dulce e hipnótico-. Mírame... –la miró-. Déjala vivir su vida con su novio, son muy jóvenes. Y tú vente conmigo. Ya no hay nada que te ate. O yo me puedo venir aquí. Como antes. Todo con tal de estar junto a ti. Ahora podríamos vivir como siempre habíamos soñado. Puesta a cero. Ya no hay nada que te ate. Ya no hay barreras...
-¡Ja!... ¡SUÉLTAME ZORRA! –gritó Fred-. ¿Qué?... El rey ha muerto, ¡viva el rey!, ¿no? Ahora el rey soy yo, ¿verdad? ¿Pero a quién pretendes engañar? Ese diálogo de culebrón venezolano ¿qué es...? ¿El que les dices a los viejos que cuando tienen-las-pollas-bien-folladas te dejan tirada por otra putita no usada? ¿Aquellos que iban a dejar a sus mujeres por ti...? ¡¿Y QUÉ ERA LO QUE ANTES NOS ATABA?! ¡¿CUÁLES ERAN LAS BARRERAS?!… ¡¿MI PADRE?!
Rosaura estaba asustada ante el violento estallido verbal de Fred, creía que le iba a pegar. Y no por que estuviera gritando, sino por aquella furia rabiosa contenida en su mirada. Mirada sobrenatural de animal herido. No sabía lo que hacer. Se levantó con precaución por si caía algún golpe. Evitando mirarlo. Evitando desafiarlo. Jamás vio tanto dolor, ni tanto odio, ni tanta rabia en una mirada. Qué tecla de aquella alma habría tocado para desencadenar aquello. Y lo que más miedo le daba no eran los gritos de la voz, sino los de la mirada, que eran ensordecedores.
Cogió su bolso y su chaqueta, despacio.
-Eso... ¡Vete! ¡Vete antes de que haga algo de lo que no me arrepentiría! ¡Y no vuelvas a pensar en la cría esa, como tu la llamas! Que la ensucias. Puta de mierda.
Rosaura salió sin mirar atrás, con la cabeza gacha. Baldada por todo aquel pesado reproche con el que Fred la había cargado. En un momento. Con cuatro palabras. Con una terrible mirada.
Mirada que se fue transfigurando hasta convertirse en tierna y aliviada al descubrir que había estado enfrente de la mujer a la que más había amado en toda su vida y había conseguido hacer lo inimaginable, aquello que se juró tantas veces pero que ninguna se creyó por completo. La había despreciado. Más aún: no había sentido nada de nada al tenerla enfrente. Ni cuando le cogió las manos. Ni cuando le dijo que la mirara a los ojos. Ni tampoco había sentido el temido vuelco en el corazón cuando ella le pidió que volvieran. Nada de nada. Estaba contentísimo. Eufórico.
-¡Pollo, otro cubata!
Y aquel estado se tornó en el más propicio para pensar en Aída. Ahora creía saber más de él. Ahora creía saber porqué había sido inmune a Rosaura.
-Menudo rapapolvo, ¿eh? –la voz del Pollo, que traía el cubata, lo sacó de la ensoñación.
-¿Te has quedao? –preguntó ufano Fred.
-¡Vaya!...
Claro que el Pollo se había quedado; era un camarero como debe ser un camarero: de los que están en todo. Era un buen tío este Pollo.
Fred entró eufórico en su casa, exultante, embriagado de entusiasmo y de ganas. Hacía ya demasiado tiempo que aquella mirada no asomaba a sus ojos.
Su madre, en la cocina, maniobraba con unas cacerolas, dejando claro, para quien la pudiera ver, que aquello tampoco era lo suyo.
-¡Hola, mamá! –gritó asustándola.
-¡Uy!... ¡Hola! ¿Qué te pasa?
-Nada, que simplemente he dejado algunas cosas donde estaban –comentó risueño mientras le apretaba un beso a su madre en la mejilla.
-A ver, cuéntame eso –exigió la madre entre intrigada y contagiada de la exaltación de su hijo -. ¡Desembucha!.
-¡Déjame en paz! –contestó éste con un mal fingido puchero, y, tras darle otro beso, salió de la cocina -. Tus discos están en el armario del salón, ¿no? –gritó mientras avanzaba por el pasillo.
-¡Déjame en paz! –rió la madre vengándose.
Los discos de Encarna eran un resumen de la historia de la música melódica desde prácticamente su protohistoria. Allí estaban ordenados sin ningún criterio discos, cintas y compactos de Adamo, Manzanita, Bolero, Tocci, Serrat, Víctor Manuel, Alejandro Sanz y tantos y tantos otros...; entre ellos, el que Fred buscaba: Carlos Gardel.
Subió hacía la habitación llevando el CD en las manos, acariciando con el pulgar la carcasa de plástico que lo contenía, mimándolo como si del tesoro más preciado se tratara.
Porque quería oír las mismas palabras que le cantó Aída al oído con aquella vocecita que lo volvía loco. Porque quería recordarla así, abriendo para él la caja de los truenos que fuera la tremenda muerte de sus padres. Quería recordarla cantándole aquel tango con el que se fueron, susurrándole la música con trémula y afectada voz. Contagiándole su pena.
Se sentó en la cama estilo jefe indio. Por los títulos de las canciones buscó aquella que pudiera ser y acertó. Empezó a oír el sonido sucio y nostálgico de grabación antigua, en el que la música del bandoneón se oía lejana, dilatando el instante en que la voz fina y chulesca de Carlos Gardel aparecía para estremecer a un Fred entregado, emocionado, al escuchar las mismas estrofas que Aída le repitiera aquella tarde.
Hasta llegar a aquellas en que ella no pudo seguir porque se le iba rompiendo la voz.
Desde el azul del cielo
Las estrellas celosas
Nos mirarán pasar.
Y un rayo misterioso
Hará nido en tu pelo,
Luciérnaga curiosa que verá
Que eres mi consuelo.
La noche que me quieras...
Una sonrisilla casi beatifica se le fue dibujando en el rostro. Se sintió, quizás por primera vez en su vida, feliz, pleno. ¡Fred feliz!, que raras sonaban estas palabras una detrás de la otra. Pero sí, era indudable, todo se vislumbraba con una contundencia que dejaba ciego. Ahora sí que estaba seguro de que iba a salir adelante. Ahora sí que veía la orilla después de atravesar aquel mar encabronado y caníbal. Ahora sí que se sentía ligero, libre de lastre, vacío de tormentos. Y ahora, sentado en su cama, así, pudo imaginarse a sí mismo.
Con ella.
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Aunque estos dos capitulos dan muestra de un poco mas de madurez, sigue siendo un estilo literario demasiado plano y previsible. Aun asi espero seguir leyendo los proximos capitulos.
ResponderEliminarUn saludo.
Pepequemasda.