martes, 8 de noviembre de 2011

Capitulo XI

XI

La habitación parecía un mercadillo de baratijas arrasado por un huracán. Montones de ropa sucia ocupaban las pocas sillas existentes, que se encontraban desperdigadas sin el más mínimo orden por la estancia. El suelo aparecía repleto de hojas de papel pintarrajeadas y rotas; de rotuladores, de cómics destrozados, de lápices de colores mordidos; un estuche escolar desvencijado, revistas, llaves, tijeras, mecheros u objetos que en una mejor vida fueron mecheros; pesetas, bolsas de plástico, un destornillador, una calculadora diseccionada, una radio con el plástico del altavoz derretido... Y obrando toda aquella labor destructiva, sentada en el suelo, formando parte de aquel collage, se encontraba una niña de unos seis años que, mordiéndose la lengua, apretaba con fuerza un rotulador contra un papel. La débil punta de aquel rotulador naranja había muerto hacía tiempo en acto de servicio; sin embargo, el ímpetu y la determinación de de la niña aún conseguían sacar de él débiles trazos de color.
-Es más mala que un demonio, la hijaputa –dijo Tomás señalando a la niña. Orgulloso.
Contra la pared de aquel salón, víctima de la niña-artista, estaban Tomás y Toni, sentados en un sofá por el que también habían pasado tiempos mejores. Tomás sujetaba en su regazo un bebé de unos seis meses, al que esporádicamente hacía alguna carantoña.
Toni permanecía casi inmóvil en su asiento, temeroso, sin duda, de contaminarse con la mugre que era parte consustancial de aquella casa. Le daba asco. Invariablemente, siempre que entraba allí era recibido por una pestilente vaharada a coliflor hervida, y él ya no sabía si aquella peste era debida a la hortaliza o a los habitantes que pululaban entre aquellas cuatro paredes. Todos en esta familia pertenecían al grupo de personas con-sobrepeso-manifiesto. A saber:
La madre. Mujer/hombre de casi ciento cincuenta kilos repartidos en un metro ochenta de altura. Voz atronadora; andar lento pero decidido, con el que conseguía que se cimbreara cada centímetro de su gelatinoso cuerpo en un movimiento ondulante; cada pierna eran dos cochinillos surcados por varices; los brazos y la papada demostraban su flacidez descolgándose como pesadas cortinas de teatro antiguo.
La madre había tenido tres hijos. A todos consiguió sacarlos adelante, y a todos los pudo educar con muchos sacrificios y, también, por qué no decirlo, con la ayuda de unas cuantas  hostias bien dadas con la mano abierta, que hacían retemblar y tambalearse el mundo de quien las recibía (una de estas hostias le rompió el tímpano al hermano pequeño de Tomás, añadiendo una tara más a su ya de por sí deficiente naturaleza). Pero aquella madre seguía siendo una entusiasta convencida del “método”, y no tenía reparos en seguir practicándolo también con sus nietos, bebé incluido, al que no dudaba en abofetear con la misma saña que a los demás; el pequeñín, por su parte, condicionado ya en su tierno conocimiento y haciendo gala de ese extraño instinto que lleva algunos animales a hacerse los muertos cuando sienten el peligro, dejaba de inmediato de llorar y hasta de moverse cada vez que oía a su abuela o la sentía avanzar por el pasillo. El único que se libraba de aquellas tremendas pavanas era Tomás, quien se había ganado por derecho propio su exención de los castigos, gracias a un tremendo combate, a una verdadera lucha de titanes, escrita para siempre en los anales de aquella familia, en la cual, tanto la madre como el hijo, acabaron con los rostros como un Ecce Homo.
También vivía allí la hija de su madre, hermana de Tomás: veinte años de vacaburra y uno de los coños más activos de la región. Actividad en la que, dos inoportunos despistes provocaron la venida al mundo de sendas preciosas criaturas; pues cuando, entre toda aquella adiposidad, ella se percataba de su embarazo, ya era tarde para abortar. Casi nunca estaba en casa, por lo que dejaba a los niños a cargo de quien allí estuviera, si es que había alguien; si no, los dejaba solos. Puta vocacional, que no interesada, se conformaba con la voluntad que tuvieran hacia ella aquellos hombres viejos y casados que no podían aspirar a tirarse nada más que a aquello. Ninfomaníaca de andar por casa,  vagina de una voracidad inusitada, que la había conducido en varias ocasiones a urgencias a causa de botellas u otros objetos, que bien ella o alguien que no era ella habían tenido a bien introducirle, y que se habían adentrado tanto en las profundidades de su anatomía, que resultaba imposible extraerlos sin ayuda. Esta hija de su madre sabía y permitía los malos tratos a los que eran sometidos sus propios hijos. No le importaba, no los sentía como nada suyo (jamás sintió nada suyo). Eran sólo un accidente.
Luego estaba el hijo menor, conocido por todos como “el subnormal”, pues, si bien su incapacidad no tenía un diagnostico clínico claro, el niño era visiblemente retardado. Bobalicón de doce años, dejó de ir a la escuela sin que nadie notara su falta, y, desde entonces, se pasaba los días enteros en el monte. De obesidad sin duda heredada, puesto que su dieta estaba compuesta casi en su totalidad por moras de zarza, hinojos, raíces, patatas macucas y demás productos silvestres que el monte le brindaba. Últimamente, incluso iba cada vez menos a casa (donde tampoco se le echaba mucho de menos), pernoctando en alguna angosta cueva o bien al raso cuando hacía buen tiempo, porque cada vez que llegaba al hogar-dulce-hogar se ganaba la inevitable somanta de palos, seguida de una rapada al cero que le dejaba el cráneo mondo y lirondo. Aquel niño, debido al tímpano roto que le producía una sordera parcial así como una audición distorsionada, hablaba con un tono de voz gangoso y alto, salpicado de onomatopeyas y sonidos guturales, lo que, no se sabe bien si por remordimiento o rencor, hacía enfadar aún más a su madre, por lo cual casi siembre andaba silencioso por la casa.  No obstante, y por muy asilvestrado que estuviera, el niño nunca perdió aquella dulce mirada color de miel: mirada tierna de aquel muchacho sensible y vulnerable que podría haber sido y que permanecía enterrado y aterrado en el fondo de su alma.
Y luego estaban los sobrinos de Tomás, nietos de la madre e hijos de la hermana que los parió. Dos preciosidades que, por suerte para ellas, no heredaron rasgo alguno de la familia materna. Hembra y macho. Conocidos cariñosamente por Tomás como “el hijoputa” y “la hijaputa”. No obstante, y a pesar de estos apelativos, Tomás sentía estima por ellos. Y más ahora, en que, sin Fred y sin un duro, tenía que quedarse más tiempo en casa y, por ende, cuidándolos. La niña, que como bien dijo Tomás era más mala que un demonio, era la principal causante de la inhabitabilidad de la casa; en cuanto al niño, que era un solete, ya hemos dicho que no se atrevía ni a llorar.
Del padre de Tomás se dice que tuvo la genial idea de morirse y que les dieran por culo a todos, o que se lo cargaron a hostias, ya que también recibió lo suyo, incluso estando ya muy enfermo... ¿Quién sabe? Eso sí, todos decían de él que había sido un buen hombre.
Mala cosa ser bueno y formar parte de una familia así; una familia en la que sólo cabía el exilio en el monte o bien la muerte.
*
Toni hacía ya tiempo que había decidido cambiar de amistades. O de amistad. Tomás había cambiado, y distaba mucho de aquel borrachuzo brutote y tontón de hacía sólo tres semanas. Tentado había estado de plantarle cara, de hacer valer ante él sus derechos de escalafón en la anterior jerarquía.
Pero era un cobarde.
El recuerdo de aquella noche en la que la emprendió a golpes con Fred y con la chica le hizo desistir de esta idea.
Además, Tomás lo tenía cogido por los huevos, ya que, que a raíz de la “separación” de Fred, Tomás lo había obligado a participar en algunos pequeños robos a tiendas y bares del pueblo. Por las noches, armados con un gato de coche y con una palanca, penetraban en los establecimientos  con fuerza, nocturnidad y alevosía, para robar; la vez que más, cincuenta euros en calderilla y unas cuantas botellas de whisky. Pero estos robos eran magnificados por los propietarios de cara al seguro; por lo que, según sus cuentas, entre los apenas trescientos euros que habían robado realmente y los veinticuatro mil que los dueños juraban que les habían sustraído, existía una diferencia que se traducía en muchos meses de cárcel.  Y bien que se encargaba Tomás de recordárselo: “Como me dejes tirado voy y lo cuento todo, ¿eh? Que en el talego te dan todos los días de comer, te lavan la ropa y sales con el paro, y aquí en mi casa no tengo nada de eso”.
Y Toni creía ciegamente en aquella amenaza. Lo tenía bien cogido por los huevos Tomás, sí señor; y él era un cobarde y lo sabía.
Pero eso no era todo, no era eso lo único que le asustaba de Tomás. Un día en que habían perpetrado uno de sus fabulosos robos en la casa de un borracho local, el botín consistió en cinco tetrabricks de vino malo, que fueron a beberse, mano a mano, a casa de Tomás. Allí todos dormían, y cuando acabaron con el vino, Toni cerró los ojos y entró en una especie de trance etílico, en el cual era consciente de todo lo que sucedía a su alrededor si bien era incapaz de moverse. De repente, oyó cómo Tomás lo llamaba por su nombre, pero a él le fue imposible contestar; a continuación, vio que Tomás se levantaba, y, por la pestilente ráfaga de aire que pasó por su lado, supo que éste había echado a andar. Oyó cómo se alejaban sus pasos, y, dibujando en su mente un mapa de la casa, supo que se había metido en una de las habitaciones. Al cabo de un momento oyó la voz de la hermana de Tomás, entre enfadada y somnolienta, que exclamaba:
-¡Deja en paz a la niña, joder!
Y a continuación la borracha voz de Tomás respondía:
-Pues entonces chúpamela tú.
Toni no supo nunca si la hermana se la chupó o no; pero el silencio más absoluto se adueño de la casa durante los cinco minutos que tardó Tomás en volver a la habitación.
Toni prefirió fingirse el dormido pensando que, definitivamente, tenía que cambiar de amistades.
Pero ahora estaba allí otra vez, sentado al lado de aquel gordo cabrón que parecía estar amamantando al niño con su enorme teta. Intentando prestarle atención mientras soñaba con liberarse de las cadenas. ¡Romper el yugo!... ¡Muerte al dictador!
-Estamos en las mismas, ¡joder! –exclamó Tomás-. En todos los sitios han puesto alarmas. ¡Si nos tendrían que dar comisión, las empresas esas de las putas alarmas! Y en donde no las han puesto, se queda el dueño a dormir dentro. Si por desgracia un día  llegamos a encontramos a uno, no quiero ni pensar en lo que tendríamos que hacerle –hizo una pausa con gesto resignado-. Y míranos aquí a los dos, muertos de asco: sin un duro, sin un cubata, sin porros, sin rayas... ¡Ah, una raya!... –exclamó Tomás evocando el recuerdo-. ¡Cuanto tiempo!... ¡Puto Fred!
-Pues vamos a hablar con él –propuso Toni ingenuamente-. A lo mejor...
-No seas gilipollas, ¿quieres? –contestó Tomás con aquel desprecio con el que ahora se dirigía  siempre a Toni-. ¿Qué le decimos? Mira Fred, sentimos lo de tu padre y también el haberte dado una paliza con la que casi te mato. ¿Tienes unas rayitas?... Y más ahora, que no sabemos ni dónde para. En el pueblo no se le ha vuelto a ver desde el entierro: o no sale de casa, o se ha ido a pasar todo esto fuera, no sé... Claro que a su puta sí que la he visto viniendo de clase. Podríamos preguntárselo... Por las buenas, claro –dijo mostrando una maléfica sonrisa.
-O podríamos ir a su casa. Con la excusa de lo del padre,...no sé... A lo mejor le gusta el detalle y se ablanda.
-¡Joder, cojonudo! Y, si no está, violamos a su madre, ¿vale? ¡No seas capullo!
-Vale, déjalo.
Y se hizo el silencio. Silencio roto tan sólo por aquel escalofriante sonido del rotulador, que con la fuerza de un estibador pasaba y repasaba la niña sobre el papel.
Treinta segundos en silencio... Un minuto… Toni se mantenía tenso.
Ras, Ras, Ras, Ras, Ras, Ras, Ras…
Ese ruido lo estaba volviendo loco.
Ras, Ras, Ras, Ras, Ras, Ras, Ras…
Los trazos cada vez más rápidos. La niña empleaba cada vez mas fuerza, más rabia. El sonido...
Ras, Ras, Ras, Ras, Ras, Ras, Ras…
El vello de los brazos se le erizaba. ¡SI YA NO QUEDA PUNTA!... ¡DÉJALO ESTAR, NIÑA, JODER!
Ras, Ras, Ras, Ras, Ras, Ras, Ras…
Un minuto y medio…, dos minutos. Ni una palabra, pero la hija de puta no se estaba quieta. Le entraron ganas de matarla...
Ras, Ras, Ras, Ras, Ras, Ras, Ras…
-¡Ya lo tengo!
Toni se sobresaltó y dio un respingo al oír a Tomás, que lo miraba enfebrecido.
-¡Joder! ¡¿Cómo no se me había ocurrido antes?! –Tomás se levantó dando una carcajada, y tirando al niño tal-y-como-cayera encima del sofá, se encaró con Toni-. ¡Ah, Toni...Toni! –riendo-. ¿Para qué coño te tengo a ti? Para que pienses ¿no? –le soltó un pescozón-. ¿Es que lo tengo yo que hacer todo? ¿A que no sabes qué es lo que vamos a hacer?
A Toni, un escalofrío le recorrió la columna vertebral. No quería ni imaginárselo.
-Pues lo hemos tenido todo el tiempo ahí, en nuestras narices –continuó Tomás entusiasmado-. ¿Dónde sabemos seguro que hay whisky?
-¿En los bares...? –contestó con precaución Toni.
Pescozón.
-No imbécil. Aparte de en los bares.
-No lo sé...
Pescozón.
-¡Pues en “La Cabaña”, tonto! Lo hemos descargado nosotros mismos. ¡Cajas y cajas de whisky! ¡Comprad, comprad, que el whisky no caduca! –dijo, parafraseando a Fred-. Y compramos, ¡vaya que si compramos!... ¡Y Coca Cola! ¡Y ginebra! ¡Y vodka! –decía entusiasmado como un niño-. Y sin riesgos. Conocemos la casa ¿no? Sabemos dónde está todo. Sabemos cómo entrar por la ventana. Mira, el pijo ese no sale de casa o está pasando el trago de la muerte de su padre fuera del pueblo, ¡pobrecito!... –fingiendo un gesto de compunción-. Por el momento, no pisa “La Cabaña”, no puede pillarnos. Riesgos, cero.
- ¿Y cómo...?         
Pescozón. (No por la pregunta, sino porque ya le había cogido el gusto al asunto).
- Muy fácil, tonto. Verás... –Tomás agachó la enorme mole que era su cuerpo hasta ponerse en cuclillas; juntándosele la barriga con las tetas, como un gorila -. Cogemos la furgoneta del borracho al que le robamos el vino, que siempre deja las llaves puestas. Después vamos a “La Cabaña”. Tú te metes por la ventana y me abres la puerta desde dentro. Cargamos el whisky en la furgoneta y lo traemos hasta aquí; lo metemos en mi habitación (aunque aquí lo descubran, nadie hará ninguna pregunta); por último, devolvemos la furgoneta y ya está... ¡A saborear el whisky! ¡Días y días de borrachera! –Tomás se ilusionaba-. ¡Si es que soy un genio, joder!
Se levantó, dando otro pescozón gratuito a Toni.
-Iremos el jueves, así tendremos alcohol para el fin de semana –dijo con la gravedad de un capo que da una orden terrible a sus esbirros.
-¿Y si Fred está en “La Cabaña”?
A Tomás le pasó una sombra despiadada, maligna,  por los ojos. Se puso serio. Muy serio.
  -Entonces sí que no quiero ni pensar en lo que tendríamos que hacer.
Toni volvió a sentir aquel escalofrío en la espalda.
*
-Iván ¡ven aquí! –la enérgica voz de su padre lo reclamó desde su taller de electrónica.
Malditas las ganas que tenía Iván en ese momento de escuchar cualquier chorrada (que lo sería) de su padre. Pero iría, claro que iría, él no acostumbraba a repetir las cosas. Cerró el libro del que intentaba sacar alguna enseñanza, y encaminó sus pasos hacia donde se encontraba su padre. Al principio, Iván había creído que aquel asunto de Aída afectaría seriamente a sus estudios, pero resultó ser todo lo contrario. Su mente se dividió en dos prodigiosamente, como si tal cosa, como si perteneciese a distintas personas; y mientras que con una seguía atesorando conocimientos, la otra se desplegaba, infinita, para planear su venganza. Sin que ninguna de las dos se resintiera. Ni siquiera el alcohol, al que ahora se entregaba cada vez más a menudo, lograba poner brumas en ninguna de ellas.
Y con otra pequeña parte de su mente, intentaba comprenderse a sí mismo. Y esta parte sí que estaba resentida.
-¡Siéntate! –ordenó el padre sin apartar la vista de las entrañas de un televisor.
Iván obedeció.
-A ver, ¿qué ha pasado entre la Aída y tú? –el padre lo miró con el mismo gesto de cirujano con el que trajinaba en el aparato-. Porque todo el pueblo comenta que va todos los días a ver al hijo del Jeremías ¿Os juntabais con el golfo ese?
-No.
-¿Entonces?...
-Pues no lo sé ni yo, papá.
-Porque tu ya no la ves, ¿no? –continuó el padre-. Por lo menos aquí ya no viene. ¿Le has hecho algo?
-Creo que no –contestó Iván-. Si lo hemos dejado, a mí no me ha dicho nada, ni me ha dado una explicación, ni nada de nada.
-¡Joder, con la niñita! Toda la vida metida aquí contigo (“¿puede salir Iván?”, “ande, déjele salir a tomar algo”) para que ahora venga ese ricacho de mierda y te la robe ¡Unas putas! –soltó con vehemencia el tópico -. Eso es lo que son todas: ¡unas putas!
-No hables así de ella papá –le pidió Iván con la cabeza agachada.
-Pero ¿la sigues queriendo? –preguntó, esta vez más comprensivo.
-Pues claro.
Entonces el padre estalló:
-¡Entonces, qué coño haces aquí metido, estudiando como una rata! ¡Haz lo que tienes que hacer! ¡Sal a buscarla! ¡Pídele una explicación! ¡Recupera lo que es tuyo, joder! Que estamos hasta los huevos de que los ricos nos quiten hasta a nuestras mujeres. ¡Demuéstrale que vales cien veces más que aquel drogadicto! ¡Sé un hombre! ¡Haz lo que tienes que hacer!
Haz lo que tienes que hacer. Había oído bien. Haz lo que tienes que hacer… Parecía una señal que le mandara aquel Dios en el que ya no creía. Haz lo que tienes que hacer... ¡Claro que lo haría! Ya estaba convencido incluso antes de que nadie se lo dijera; pero estas palabras oídas en boca de su padre le habían recargado el ánimo. Haz lo que tienes que hacer. ¡Qué bien dicho!
¡Haré lo que tengo que hacer!
Aquellas palabras resonarían en su cabeza hasta el fin de sus días.
-De momento... –continuó el padre sin darse cuenta de que Iván ya no lo escuchaba -, esta semana olvídate de los estudios. Te quedas aquí en le pueblo y lo arreglas, ¿vale?
Y otro “vale” lleno de convencimiento llenó la boca de Iván.
“¿Cuándo se empezaron a torcer las cosas? –se preguntó Iván-. Fue aquella noche. Y mira que íbamos ilusionados, joder…, y nerviosos. Yo iba hecho un flan. Lo habíamos planeado todo. Ella estaba deseándolo desde mucho antes; pero yo quería que creciera, que estuviera preparada para disfrutarlo. Supe esperar, joder, pero ¿para qué? Yo que entré sin dudar en aquella farmacia donde compré los preservativos, orgulloso, como un adolescente que fuma en la calle sus primeros cigarrillos, desafiante con el mundo. ¡Qué tonto! Y ella, que se vistió para mí, que andaba de la mano conmigo, temblando; que me sonreía tímidamente cada vez que me miraba, que me fue a dar sus sabores... ¡Que me quería, coño!...
»...Que me quería.
»Y fuimos los dos hacía aquella casa, puros como vírgenes vestales, con el temor del momento. Y ella estaba más tranquila que yo, porque de ella había partido la idea de no esperar más. Estuve de acuerdo. Yo busqué la casa...
(Sollozó)
»...yo encontré esa casa.
»Pero creí que estaba abandonada. Yo no soy culpable. Si acaso, lo soy sólo de no haber pasado de la primera habitación cuando fui a examinarla. Pero por el aspecto externo era una ruina. ¿Cómo podría haberlo sabido? Y de aquella noche poco más recuerdo... Sólo que me levanté con un chichón en la nuca.
»Sí, todo comenzó aquella noche.
»Aquella noche lo conoció. Después de eso sólo hablamos una vez más, al día siguiente. Por eso ella estaba tan en contra de denunciar, porque fue él quien me estrelló la botella en la cabeza y se había enamorado de él. Pero, ¡no! ¡Me niego a utilizar esa palabra! Y recuerdo la noche en que la seguí, no sé por qué. Quizá guiado por la mano mágica e invisible del instinto y de la curiosidad. Quizá sabiendo, sin saber, que algo se iba a torcer. Y entonces la vi chupársela, y vi también cómo él bebió de ella. Y cuando lo único que tenía que hacer era matarlo, o matarlos, no pude. ¿Por qué salió aquello de mí? ¿Qué tipo de fascinación perversa me produjo el ver al ser que más amaba entregándose a otro hombre?
»Me aborrezco hasta los tuétanos por aquello. ¿Cuántas cosas quedan en mí que no conozco? Pero si soy el tío más normal del mundo: alguna revista guarra, alguna pajilla... lo normal. Podría aceptar incluso el hecho de ser un voyeur, pero... ¡Era Aída, por Dios, era Aída!... Pero qué cansado estoy, Dios mío... ¡No me hagas esto, Dios mío! ¡Deja de atormentarme con mis propios pensamientos! Por Dios...
(Llorando ya)
»...Yo tengo que hacer lo que tengo que hacer, tú me lo has dicho por boca de mi padre. Pero cuando estuve a punto de hacerlo me lo impediste convirtiéndome en el ser más abyecto del universo...
(Llanto)
»..., el más pervertido ¡Yo no soy así! ¡Yo no quiero ser así! Dame fuerzas, sólo te pido eso, dame la fuerza necesaria para cuando llegue el momento. Ésta es mi plegaria. Por favor...”
Iván se levantó de su mesa de estudio limpiándose las lágrimas con el dorso de la mano. A él, que tan bien se le daba lo lógico, ¿por qué se le resistiría tanto lo humano? –pensó.
-Aída tiene que estar a punto de venir de clase –dijo en voz alta para nadie-. Voy a hablar con ella.
*
Tal como esperaba, la vio bajar la calle con unas amigas. Estaba preciosa. En su vida la había vista tan guapa.
Los rubores le arrebolaban las mejillas contrastando con su mirada, que por los ojos negros la hacía más negra aun. Brillaba. La risa con la que departía con sus amigas le hacía asomar aquellas perlas blancas que tantas veces habían acariciado su lengua. Los labios, rojos, rectos, duros, tersos, luminosos, parecían henchidos de orgullo por pertenecer a quien pertenecían. Estaba algo más delgada, pero más maciza. (“Será por los polvos”, pensó en un arrebato de cinismo rabioso).
Y la vio radiante, bellísima; se diría que inocente de todo mal, cuando, por el contrario, él sabía que estaba así precisamente por haber caído en el mal. Su cabello volaba, libre, en el viento, como a cámara lenta, dejando al descubierto aquella parte del cuello que tantos besos suyos acunó. Y aquella sonrisa.
Aquella sonrisa que desapareció cuando lo vio.
Aída hizo un gesto a sus amigas para que continuaran sin ella y se dirigió hacía Iván, que la esperaba nervioso, preparando mentalmente el discurso, la explicación, la súplica.
-¡Hola! –dijo ella con una media sonrisa forzada también por los nervios.
Templanza, serenidad, tranquilo Iván tranquilo, se decía. Suéltate.
-¡Hola!
-Cuanto tiempo, ¿no?
(Cuánto tiempo, cuánto tiempo... Maldita zorra, el que tú has querido que pasara...
...por mí no hubiera pasado ni un solo minuto...)
- Sí, ¿qué pasó?
Aída reflexionó un momento. ¿Qué pasó? Eso le gustaría saber a ella. ¿Qué fue lo que pasó?
-No lo sé Iván –puso gesto azorado-. Ya habrás oído comentarios.
(Claro que los he oído, y los he visto. He visto como le chupabas la polla a aquel asqueroso. He visto lo puta que eres...
...No podría dejar de quererte nunca.)
-De tu boca, no.
Aída calló de nuevo. No se atrevía a mirarlo a la cara; y no porque pareciera enfadado, que no era así, sino por vergüenza. Era del todo razonable que aquel hombre le estuviera pidiendo una explicación; ella misma había esperado aquel momento como un trago amargo pero inevitable. Porque era mucho lo que le debía a Iván, y lo que más le debía era aquella explicación.
-Bueno... Esto tenía que llegar –dijo con una sonrisa azorada-. ¿Por donde empiezo?
(Empieza, por ejemplo, por cuando te enculó por primera vez. O mejor no. Empieza por cuando te tragaste su semen. ¡Sí, por ahí! ¡Empieza por ahí! ¡Joder, cuánto duele! Cuánto duele tenerte aquí enfrente para oír la explicación de por qué me has dejado… ¡No la quiero oír! ¡Déjame! ¡Jamás lo voy a comprender! ¡Yo no sé vivir sin ti! ¡Estoy vacío, y no me voy a recuperar! No le des razón a algo que no la tiene. Vuelve conmigo...
... ¡Joder, cuanto te quiero...!)
-Empieza por donde quieras.
-Mira Iván, no hay razones. Yo misma las he estado buscando y no las he encontrado. He mirado muy dentro de mí, todo lo dentro que he sabido, y no he encontrado nada que lo justifique. Por eso voy a contarte la historia como pasó. Intentaré describirte parte de mis sentimientos para que los comprendas, aunque no lo hagas. Empezaré por el principio –dijo resueltamente-. Vamos a sentarnos en aquel umbral, estaremos mejor.
Se sentaron.
-Verás –continuó Aída-. Déjame contarte esto de un tirón, no me interrumpas porque es muy difícil para mí ¿sabes? Para ti sé que también lo será oírlo. Después vendrán las preguntas (que las habrá), los reproches (que también los habrá) y los llantos (si los hay); pero, por favor, déjame empezar y terminar, y aunque te cueste, muérdete la lengua porque si me detengo no sé si podré continuar. Y así te prometo que te seré sincera, porque eres la única persona con quien puedo serlo, ¡con la que debo serlo! Tú me conoces desde hace mucho tiempo, y quizá con el tiempo llegues a comprenderme. Inténtalo.
-Empieza por favor –dijo Iván con un tono neutro, académico.
-Pues, mira, ¿recuerdas la noche en que fuimos a aquella casa para hacer el amor y no pudimos?
Iván asintió con la cabeza.
-Pues no pudimos porque mientras estábamos preparándonos, jugando, haciéndolo más fácil, a ti te estrellaron una botella en la cabeza y te desmayaste encima de mí. Después de aquello, me violaron.
A Iván se le cayó la mandíbula al suelo de asombro. ¿Qué coño le estaba contando?
-Al día siguiente, nos encontramos tú y yo y tuvimos una discusión. Tú no sabías nada de lo mío y yo no quería que lo supieras. Aquella tarde te dio la perra de denunciar; pero si denunciabas que te habían roto la cabeza se destaparía también lo otro. Y yo no quería. No quería que lo supiera nadie, bastante avergonzada estaba. Lo único que deseaba con toda mi alma era matar al cabrón que me había hecho eso. –Aída tomó aire en este punto-. Y aquella misma tarde, fui otra vez a aquella casa con un cuchillo. A matarlo o a clavarme yo misma el cuchillo en le corazón. Hazte una idea de lo loca que estaba. Entré por una ventana y me presenté ante él. Lo tuve a huevo. Mira, sin estirar mucho el brazo le hubiera podido cortar el cuello sin esfuerzo. Pero no lo hice.
No lo hice, porque, al verlo allí tan seguro de sí mismo, tan convencido de que nada le haría, tan condescendiente, tan fuerte, el deseo de matarlo se convirtió en un deseo incontenible de tirármelo (perdón, pero ésa es la palabra, aunque sé que te hace daño). Quería que me volviese a hacer lo que me había hecho el día anterior. Quería que me hiciera daño. Que me hiciera disfrutar sin el pánico que tuve la primera vez. Porque aquella primera vez fue un subidón impresionante que me dejó baldada, y cuando acabó, ¡uf!, supongo que así debe de sentirse un yonki...
A Iván se le notaba el asco en la cara.
- No lo maté, porque en aquel momento me convertí para siempre en lo que soy... –Aída no cambió el tono de voz, aquel dulce tono que acompañaba con una mirada franca, sin esconder nada- Su juguete, con el que puede hacer todo lo que desee y que está esperando impacientemente que lo haga. Que me haga servir.
»Pero yo estaba dispuesta a matarlo, no creas, y lo que me llevó allí de verdad fue a eso. Quizá lo que pretendía con aquella idea, la de matarlo, era salvar mi normalidad, y, si lo hubiese hecho, seguramente ahora sería una asesina, pero todo lo normal que puede ser una asesina –sonrió-. Quizá quería convencerme a mí misma de que yo no podía ser así, aunque en aquel momento no supiera conscientemente que yo, en realidad, soy así. En un segundo cambió todo. Ya era suya.
»Y después murió su padre y las cosas volvieron a cambiar. Ya no era aquel tío duro que me ultrajaba. Ahora era un ser vulnerable que necesitaba toda la protección que se le pudiera dar. Toda mi compasión. Si a ti te hubiera mirado con aquellos ojos... Vivía todo el día atormentado, como culpándose de esa inesperada muerte. Y ahí me enamoré aun más de él, del lado tremendamente humano que sacó a relucir y que le faltaba. Y ahora él es todo para mí. Lo siento.
Aquí Aída bajó la mirada y calló mientras le indicaba a Iván con un gesto que había acabado, que era su turno. Con aquel gesto le pidió una palabra, un grito, una hostia. Algo que en ese momento de estupefacción no podía hacer.
- ¡Uf! –resopló Iván-. ¿Eso es todo? O se te ha quedado..., yo que sé..., alguna práctica necrófila con el padre muerto, alguna relación zoofílica...
Aída lo miraba sin hablar.
-Aída no me jodas –continuó -. Pero ¿cómo has podido acabar así? Tan perdida.
-No lo sé Iván. Yo fui la más sorprendida.
-Pero tú sabes cómo acabará todo esto, ¿no? –la interrumpió medio llorando de frustración y de rabia -. El marido llega a casa por la noche borracho perdido, pega cuatro hostias a su mujer, le da por el culo con un palo astillado, le mea en la cara, y ella ¿qué hace?... Pues poniendo cara de enamorada le dice: “Buenas noches cariño, que descanses. Gracias por esta noche maravillosa” –aflautando la voz.
Aída seguía sin hablar, mirándolo con aquiescencia.
-No, en serio –continuó Iván calmándose, con un puntito de ruego en la voz -. Eso tiene que acabar mal por fuerza. Te acabará matando, ¿no te das cuenta? Un tío al que no le importa estrellarle a otro una botella en la cabeza y violar después a una chica es que tiene un problema gordo. Es que es un psicópata, ¿comprendes? Y si la chica a la que viola se enamora de él, esa chica también tiene un problema importante, aunque quizá hasta cierto punto sea más normal, porque, tú, tan joven, puedes sentirte ahora atraída por ese lado oscuro de la vida, pero luego, muy pronto, recordarás este tiempo como una etapa tenebrosa y negra de tu existencia. Si es que llegas a contarlo... Pero intenta comprender, por favor, que no eres tonta, y, aunque tengas diecisiete años, no tienes diecisiete años. Sabes que ésa es una relación peligrosa, equivocada. Ya nació así, enferma. No tiene cura.
-Quizá es que yo tampoco quiera que la tenga –le respondió Aída-. Porque quizá este amor enfermo es el que me hace a mí sentir así como siento ahora. El que me hace VIVIR. Plenamente. Ahora estoy llena de vida, ¿no me ves? Si me sale por cada poro, ¿no lo notas? Tienes que comprenderlo. Tienes que darte cuenta.
-¡Yo que coño voy a comprender! –casi gritó Iván -. ¿Cómo voy a comprender que la única mujer a la que he amado se enamore de otro porque le pegue? –apagándosele la voz -. ¿Cómo cojones quieres que comprenda que tú ya no me quieres por eso? –llorando -. ¡NO!...no lo puedo comprender.
-Pero si yo te quiero, Iván...
-¡CÁLLATE!
La asustó.
-¡TU LO QUE QUIERES ES QUE ESE CABRÓN, ESE PERVERTIDO TE REVIENTE EL CULO! –un Iván exaltado, rojo de ira y de llanto-.  ¡YO! ¡YO HE ESTADO TODA LA VIDA JUNTO A TI! ¡TU NO SABES LO QUE ES QUERER! ¡YO SÍ QUE LO SÉ, PORQUE YO SÍ QUE TE HE QUERIDO Y TE QUIERO! ¡YO SÍ!  ¡TU SÓLO ERES UNA PUTA NINFÓMANA QUE NO LO QUIERES NI A ÉL, SÓLO SU POLLA Y SUS HOSTIAS!...
...Perdóname –le dijo inmediatamente arrepentido de lo que acababa de decir, arrojándose en sus brazos.
Aída le acariciaba el cabello.
-Si no te culpo... –le dijo tiernamente -. Si quizá tengas razón... Quizá sea eso, una puta. Pero no está en mi mano dejar de serlo. Ya te lo he dicho: así me siento viva. Y es muy posible que esto acabe mal, es verdad, tiene todos los ingredientes de un amor fatal. Pero no puedo hacer otra cosa que dejarme llevar. Como en un dulce sueño...
-Pero yo te puedo sacar de ahí. Despertarte del sueño antes de que se convierta en pesadilla. Aunque duela despertar. Siempre duele despertar. Para que todo vuelva a ser como era.
-No me puedes ayudar –seguía hablándole con ternura, como una madre que explica a su hijo los misterios de la vida-. Ya está hecho el sortilegio. Ya ha dado resultado. Y aunque se rompa, jamás volveré a ser la misma de antes, porque así ya no soy yo. Porque ahora soy de otra manera, con él, y así me gusto. Déjame ser feliz. Sigamos viéndonos, contándonos cosas. Si yo no podría dejarte..., si tú has sido para mí mi todo durante tanto tiempo que es imposible que esto se pierda... Pero ahora hemos entrado en planos distintos, y tenemos que establecer unas nuevas pautas.
-¿Y ahora el primer plano es él?
Aída calló, e Iván miró cómo callaba, prolongando el silencio. El gesto se le fue cargando aún más hasta que reventó de nuevo en lágrimas.
-Yo no sé si rompiendo ese sortilegio volverás a mí; pero puedes estar segura de que lo voy a intentar. Voy a luchar por ti con todo... Si es que te quiero, si es que no puedo dejar de quererte… No puedo permitir que te vayas, mi amor. Y no sé qué puedo hacer para que te quedes.
-Pero Iván, piensa también en mí. Compréndeme... –Aída también lloraba -. Yo también daría todo por que me comprendieras. Piensa en mi felicidad, por favor.
Iván se levantó y la miró desde arriba, impotente.
-Eso hago, mi amor –dijo amargamente-. Eso he hecho desde que te conozco: pensar en ti y en tu felicidad. Piénsalo así. Que por eso voy a hacer lo que voy a hacer. Por ti. Lo voy a matar.
Aída miró al suelo abatida, derrumbándose. Como si estas fueran las palabras que se esperara desde el principio. Como se oye al médico pronuncia el fatal diagnostico de la enfermedad que uno, en su fuero interno, ya sabía que padecía.
-Entonces me matarás a mí también –contestó en un susurro.
Pero Iván ya no la oía. Se alejaba con los ojos rojos y los puños apretados contra el cuerpo. Y en el rostro se le reflejaba el dolor del que lleva la cruz, el tremendo cansancio del que sabe que se acerca la hora y que ya no le queda otro remedio que ascender con ella el amargo camino del Gólgota.

Si no quieres esperar, ya puedes conseguir tu ebook completo tan sólo por 4.40 € aquí:





 Sigue en el Capítulo XI...

1 comentario:

  1. Fantástico, fantástico... cómo me está gustando.

    La descripción de la familia de Tomás y sus peculiaridades es muy buena.
    El alcance de la relación entre Iván y su padre te deja con ganas de saber más (o quizá se desarrollará más adelante, no lo sé).
    Muy bueno también el diálogo-oración de Iván, la furia contenida en la conversación con Aida, la explosión final, el anticlímax y la determinación... genial, de verdad.

    Me cuesta quizá un poco comprender cómo alguien con esa rabia contenida, que arrastra tantos pensamientos negativos hacia otra persona puede al mismo tiempo explotar de odio y derrumbarse de amor. O quizá ya no es amor, e Iván necesita tan sólo demostrarse a sí mismo y demostrar que tiene razón, castigar a los demás y castigarse a sí mismo por lo que él considera que es justo.

    Bueno, no me corresponde a mí analizar, y mucho menos cuando todavía falta...

    Gracias por esta nueva entrega, esperaré ansiosamente la siguiente.

    ResponderEliminar