jueves, 27 de octubre de 2011

Capitulo X

X

El autobús coronó la loma sin aparente esfuerzo y pareció detenerse allí durante un segundo, suspendido y poderoso, como si fuera el Dios mecánico de aquel lugar dormido en la hondonada. Una niebla metálica y baja envolvía al pueblo como si la tierra hubiera expulsado todos sus humores y éstos se estuvieran esparciendo por la calles, llenándolo todo. Niebla espesa que se volvía más clara según ascendía al cielo despegándose de la tierra; difuminando los contornos de las casas, de las cosas, de la gente.
La niebla, las nubes, el agua, el gris de aquel marzo extraño confería un aspecto surrealista a aquel pueblo al que pronto desbordarían los acontecimientos.
Iván bajó del vehiculo con la desazón del que se encuentra de nuevo enfrentado a todos sus problemas. Con el peso de volver al sitio donde ocurrieron. Con el miedo de tener que solucionarlos (como él se había impuesto). Cada una de sus piernas pesaba cien toneladas cuando la obligaba a dar un paso, y un solo pensamiento ocupaba la totalidad de su cabeza. En realidad eso era lo único que le pesaba.
*
Aída se encaminó aquella tarde, como cada día, a casa de Fred. Él le abriría la puerta como todas las tardes; la acompañaría al salón; le traería una Coca Cola; él se bebería tres cuartos de una botella de wiskhy; verían la tele, no importaba el qué, y callarían.
Como todas las tardes.
Y, como todas las tardes, Aída se sentiría presa de un estado torturante de inutilidad. No sabía, no tenía ni la más remota idea de cómo ayudar a aquel que tanto la había ayudado a ella. Acaso su propia experiencia podría servir, no ya para comprender el sufrimiento de Fred (que lo comprendía), sino para hacérselo más ligero. Y no lo conseguía, no encontraba la forma de entrar en ese mundo atormentado de Fred, del que ella estaba excluida. Pero no quería estarlo, aunque eso significara también sufrir. O precisamente por eso. Porque quería devolverle a Fred lo que había hecho por ella, compartiendo su carga. Porque se encontraba cada vez más feliz consigo misma gracias a él. Aceptaba ya sin restricciones su peculiaridad, y ésta se iba reafirmando más y más a medida que se iban conociendo. Estaba en un punto en el que conocerse a sí misma era como si hubiera conocido a otra persona; una persona extravagante y rica en matices que cautiva con sólo pronunciar una palabra, que nos enriquece con su amistad; que nos hace esperar, ansiosos, el día siguiente, y el otro y el otro, para ver cómo evoluciona ese conocimiento, cómo nos sorprende con esas coincidencias en los puntos de vista que hasta ahora desconocíamos; sintiéndonos capaces de todo. Aquella era ella, la de ahora; pero antes, hasta que lo conoció a él, era otra. Y a esa otra la había dejado en el camino con todo lo que llevaba consigo (incluido Iván); como cuando se rompe con los amigos de la infancia para relacionarnos con personas de mas edad que nosotros, que son las que pensamos que pueden aportarnos el punto de vista más interesante en ese momento crucial de nuestras vidas.
Ella era otra. Sin duda.
Y mientras Aída hervía, Fred se consumía. El alcohol no se dejaba notar en su comportamiento, pues apenas si hablaba. Se movía lento, cansado. Los gestos contados, la falta de expresión, aquella pena contenida eran como un muro que no la dejaba mirar en su interior. Siempre con el cigarrillo encendido y con el wiskhy en el regazo, sujetándolo con los dedos morados por el frío que le transmitía el hielo del vaso, al que nunca le faltaba el licor. Aída seguía de espectadora muda de la autodestrucción de Fred, impotente como casi siempre en la vida. Lo veía irse sin ella, dejándose, y ella no estaba a la altura. Intentó un día, al principio, beber con él, lo que él; pero lo único que consiguió fue una borrachera llorona que puso aún de peor humor a Fred, quien la echó de la casa poco menos que a patadas. Pero al día siguiente volvió, y como si nada hubiera ocurrido volvieron a retomar los mismos roles de todos los días. Como todos los días.
A partir ese momento, Aída fue una figura estática agregada a la decoración del salón al que ya pertenecía Fred desde que se levantaba. Ya no intentaba hablarle, ni animarlo como hacía antes sin recibir respuesta. Y fue en estos silencios cuando llegó a comprender el silencio que tan presente había estado en su propia vida. Y empezó a comprender a Fred y a comprenderse ella misma abriendo otro camino en su autoconocimiento de persona recien-estrenada. Y así, simplemente así, con su silencio, con su comprensión, con su solidaridad de coincidentes en la desgracia, quería demostrarle todo su amor. Porque ella sabía mejor que nadie, que sólo el que sufre decide si quiere acallar los gritos de su corazón o quiere que suenen aún más. Y que sólo purgando aquel dolor con más dolor, podría liberarse de él. Y que toda forma de estar, que no fuera ésa, podría verla como una traición al padre. Todo esto acabaría cuando él creyera que ya había pagado.
-¡Vamos! –exclamó él de pronto.
-¿Adónde? –preguntó Aída, desconcertada.
-A la cabaña.
Salieron a la calle. La tenue luz de la media tarde pintaba el aire con tonos marrones y rojizos. Incluso esta débil luz le obligó a Fred a entornar los ojos para negarla, dosificándola hasta acostumbrar sus pupilas a ella. No obstante, Fred había recuperado cierta agilidad de   movimiento, y el rostro, aunque demacrado, mostraba  de nuevo decisión en la mirada. Aída se dejaba conducir por él sin osar tocarlo, siguiendo el ritmo de sus pasos que se apresuraban cada vez más. Sorprendida por la reacción de Fred y, a la vez, conmovida y expectante.
Todavía Fred, a pesar de las dos semanas que habían transcurrido desde la muerte de su padre, tuvo que recibir tres sentidos-pésames de los transeúntes, que agradeció con un simple asentimiento de cabeza.
Se encontraron la casa como la dejaron aquella noche en la que los agredieron. Los vasos tirados en la mesa, aquel vómito negro, seco ahora, que aquella vez corrió por las sayas de la mesa-camilla buscando el suelo…, y la sangre. Sangre salpicada en la pared en pequeñísimas gotas, como cuando en las películas le vuelan la cabeza a alguien. Sangre de latigazos, de flagelación, de penitencia. Sangre penitente de terribles pecados purgados por adelantado.
Fred no se inmutó, ni flaqueó en la decisión que lo había llevado hasta allí. Quizá aquello no fuera nada comparado con lo que vendría después. Se dirigió a la estantería y cogió dos vasos, wiskhy, Coca Cola. Levantó una silla del suelo, se sentó en el sofá, y, mostrándole la silla a Aída, le dijo, mirándola a los ojos con aquella mirada de cordero degollado que se les pone a los que van a echarse a llorar de un momento a otro:
-Bebe conmigo.
Y Aída rompió a llorar. Había intentado contenerse desde que entraron en la casa; pero aquella escena, aquel ofrecimiento que le hacía Fred, le pareció lo más tierno que había visto en su vida. Veía a Fred como el ser más desvalido del mundo, el más indefenso. Allí, con la mano tendida hacía la silla que quería que ocupara y con aquellas dos lágrimas largas surcando su cara.
-No llores tonta, que vas a hacerme llorar a mí también –dijo Fred con un esforzado tono de broma.
Aída también sonrió, sorbiéndose los mocos del llanto, y se sentó donde el le indicaba.
Y bebieron juntos. Mucho. Y, en un momento dado, surgió un beso que les hizo estremecerse a ambos.
-Hace tiempo que no te besaba –dijo Fred en un susurro-. Es que no he estado en mi mejor momento, ¿sabes?
- Te he estado esperando –contestó Aída, sollozando.
- Pues ya estoy aquí – Fred la miró fijamente a los ojos.-Eres la chica más guapa que he visto en mi puta vida.
A Aída le recorrió un escalofrío por todo el cuerpo, y notó como el calor del rubor le calentaba las mejillas. Bajó la mirada, no la podía aguantar. Se lo iba a comer allí mismo.
Fred continuó:
-Eres lo mejor que me ha pasado en mi puta vida.
Le levantó la cabeza, obligándola a mirarlo de nuevo a los ojos.
-¿Por qué no escapas de mi puta vida? ¿Por qué no huyes de mi puta suerte?
Aída no lo dejó terminar. Le cerró primero la boca con un dedo, y después con un beso. Un beso al que se entregaron los dos.
Y ese beso fue dando paso a una serie de suaves y pensadas caricias que sirvieron de preludio al momento en el que se volvieron a encontrar.
Hicieron el amor como dos amantes antiguos que volvieran a encontrarse después de mucho tiempo; sin aquella urgencia del deseo que podían haber tenido en la juventud; prudentes y acobardados ante los cambios que pudieran haberse producido en todos los años transcurridos; pero expertos en el tacto y en el trato, sabedores de lo que tenían entre manos y conocedores de los ritmos y de los latidos del otro.
Hicieron el amor como dos amantes antiguos.
Lo único que podía ver Aída en aquella oscuridad total era la cara de Fred iluminándose con luminiscencia de fuego a cada calada que propinaba al cigarrillo. Los cuerpos yacían desnudos sobre aquel raído colchón, en la habitación de la afrenta; convertidos para ellos, por el recuerdo, en la mejor estancia y en el mejor lecho. Disfrutando de aquel momento que se les hacía mágico.
-¿Te gusta el tango? –preguntó Aída.
-¿Qué?
-Que si te gusta la música de tango –repitió ella.
-Bueno... no sé. He oído poco. Lo típico: “Volveeeer, con la frente marchita...” y todo eso... –Fred apagó el cigarrillo en un improvisado cenicero que estaba a un lado del colchón-. A mi madre sí. Gardel creo... ¿Por qué?
-No nada, por nada. Porque en mi casa de Madrid, antes de venirme para acá, siempre había música de tango sonando. O quizá es que así es como lo recuerdo ahora, como en esas películas en las que una escena se nos queda en la memoria con música y todo. En fin, que tanto mi padre como mi madre eran unos auténticos apasionados del tango; y se ponían a bailar en medio de la cena sin venir a cuento, se achuchaban las caras y se decían cosas tiernas con deje argentino, cosas que yo todavía no entendía –Aída sonrió con pena-. Recuerdo como si fuera ayer el tango que sonaba la última noche que los ví. Era de Gardel:
 
Acaricia mi ensueño
El suave murmullo de tu suspirar.
Cómo ríe la vida
Si tus ojos negros me quieren mirar.
Y si es mío el amparo
De tu risa leve que es como un cantar,
Ella aquieta mi herida,
Todo todo se olvida.
El día que me quieras...

Incluso cuando los encontraron, aquel disco seguía girando y girando sin fin. Con el único sonido de la aguja golpeando el borde del último surco. Que bonita la forma en que murieron mis padres...
-¿Te contaron cómo fue? –preguntó Fred con la precaución de quien no quiere herir demasiado.
-Cuando tenía trece años, mi tío me explicó algo. No sé..., se sentiría obligado, porque lo pasó fatal. Desde aquel día no he hecho sino que hilvanar las explicaciones que mi tío me dio con otras de mi invención, para intentar comprender como pasó todo, cuáles fueron los últimos movimientos que dieron lugar al fin.
»Mis padres eran maestros los dos, como mi tío. Y en ese momento preparaban una tesis conjunta sobre no sé que tema de pedagogía por lo que tenían concedida una excedencia.
»Aquella mañana me llevó mi padre a la escuela, como todas las mañanas. Era marzo, como ahora. Un marzo frío en Madrid.
»Supongo que mi padre volvió a casa y que mi madre seguiría durmiendo, buscando el calor reciente que había dejado el cuerpo de mi padre al marcharse. Súbitamente libre al encontrarse la cama sola.
»Quiero creer que mi padre llegó de nuevo a casa y que el clima era propicio para abandonarse un ratito más a la pereza con su mujer. Así que metió la estufa de butano en el dormitorio, puso el disco de Gardel, se metió en la cama y abrazó a su mujer. Mi madre.
»Y supongo que aquella mañana hicieron el amor a ritmo de tango.

…La rosa que engalana
Se vestirá de fiesta
Con su mejor color.
Y al viento las campanas
Dirán que eres mía,
Y locas las fontanas
Se contarán su amor.
La noche que me quieras...

»Y la llama de la estufa se apagó para matarlos.
»Y el gas siguió saliendo por aquella espita asesina para asfixiarlos.
»Supongo yo, que después de hacer el amor, se unió aquella relajación placentera del sexo con aquella otra laxitud apacible que da la inhalación del gas. Y que se fueron abandonando a aquel sopor, flotando entre nubes, juntos, abrazados. Para llegar así adonde fueran.
»El disco de Gardel terminó, pero a ellos no les importó. En aquellos momentos no les importaba nada; ni Gardel, ni el tango, ni la tesis.
»Ni yo.
»Y se fueron así, cobijándose. Con una sonrisa en los labios.
»Sin darse cuenta de que se estaban muriendo.
»Que es así como se debe de morir la gente.
»Sin darse cuenta.
»¡Qué bonita, la forma en que murieron mis padres!
»Por eso, si tuviera que ponerle una música, una banda sonora, a aquella etapa de mi vida, ésta sería sin duda un tango. Aquel último tango que oyeron mis padres.
Fred se mordía el labio de abajo intentando contener las lágrimas. Aquella historia, por muy distinta que fuera, era, en el fondo, exactamente igual que la suya. Aquellas muertes. Aquella muerte. También su padre había coreografiado su propio final. Ni siquiera le dejó eso, poder inventarse una historia romántica que lo redimiera. No le dejó ni siquiera una maldita canción de tango.
-¡Sálvate! –susurró Fred suavemente, acercando su boca a la de Aída-. ¡Escapa! ¡Rompe el maleficio de tu suerte, y de la mía! ¡Piérdeme! Por tu bien ¡Piérdeme! ¡Huye!. ¡No te quedes hasta el fin! ¿No comprendes que es allí adonde vamos? ¡Escapa de esta suerte mía! Todavía puedes, niña. Tú la tuviste, pero te abandonó. Tu mala suerte estaba ahí, esperándote, acechando, preparada para cuando llegara el momento de tu encuentro conmigo. ¿No comprendes que yo soy parte de tu mala suerte? Este Dios loco se divierte haciéndonos sufrir. Nos lleva como pelotas de pinball, de desgracia en desgracia, golpeándonos contra una para salir inmediatamente rebotados hacía otra.
»Este Dios loco, que me ha hecho incapaz de ser feliz aunque tuviera todos los motivos del mundo para serlo. Con esta angustia vital que tengo desde que me conozco...
»...Esta jodida amargura.”
Fred calló un momento, la voz se le entrecortaba y no podía. Pero tenía que poder. Necesitaba hablar con alguien, lamentarse de su desgracia con quien la hubiera padecido en carne propia.
-No sabe... –continuó-. No sabe, este Dios loco, el frío que hace aquí abajo. ¿Y a ti, mi niña?...  ¿Qué experimento está haciendo contigo?
“»Mata a tus padres, aunque fuera con un tango, y después hace de que me conozcas a mí. ¡A mí –gritó-, que seré tu desgracia! ¡Pero huye! No dejes que se salga con la suya, que termine lo que se ha propuesto. Rompe tus cartas del tarot. Este no tiene por qué ser tu destino. ¡Escapa! No dejes que te lleve al fin, conmigo.
»Ahora nos parece que somos los únicos supervivientes de un naufragio y que estamos en una isla fuera de todo peligro, viendo cómo los tiburones devoran los cadáveres de los demás. Sin poder hacer nada. Pero estos tiburones tienen patas, ya lo sabes, y de vez en cuando suben a la isla y nos dan una dentellada llevándose un trozo con ellos.
»Hasta que nos quedemos en nada.
Fred paró un momento, sintiendo en la oscuridad la mirada de Aída. Que lo miraba sin verlo.
-Así que vuelve –continuó-. Vuelve con tu novio. Puedes olvidarme. Puedes odiarme por todo lo que te he hecho. Puedes denunciarme. No negaré nada. Vuelve con tu novio, que con él no te lloverán estas nubes negras.
-Tu no sabes lo que yo quiero –Aída adoptó un dulce tono de voz casi maternal-. Yo no quiero escapar de esto. No puedo. Y no sé adónde llegaremos, pero no me importa. En este último mes he vivido más intensamente que en cincuenta vidas que hubiera pasado sin ti.
-Eres muy joven Aída. Eres una cría –replicó Fred-. Luego no pensarás ni mucho menos lo que estás pensando ahora. Te reirás de aquel amor eterno que tuviste con diecisiete años. Te reirás, si logras salvarte.
-Puede, pero los únicos pensamientos que me importan son los que tengo ahora. El futuro me es lejano, incierto, aunque fuera pasado mañana. Mira, hace un mes no era ni mucho menos como soy ahora; no se puede planificar un futuro cuando un simple golpe de viento te puede destrozar todo.
Aída le puso a Fred una mano en la cara para continuar:
-¡Mírame, Fred, aunque no me veas! Tú y yo somos iguales. La mala suertes es compartida, quizá te la haya dado yo. Y la misma angustia vital que has sentido tú la he estado yo sintiendo desde que puedo recordar. Desde que murieron mis padres he sabido que estaba predestinada para la fatalidad, que no hago otra cosa que prepararme para ella. Y es esta fatalidad la que creo que me ha hecho madurar a marchas forzadas.
-Todos los diecisiete años son trágicos –Fred esbozó una sonrisa-. Pero no te preocupes, que casi siempre se pasa. Lo jodido es cuando no lo hace.
-O cuando una no quiere que se pase –dijo resueltamente Aída-. Yo, sin estas desgracias por las que he pasado, sería igual que todas las chicas de diecisiete años, y ten por seguro que no lo soy. Nunca lo he sido.
-Te creo –contestó Fred-. Pero esto es más serio de lo que parece. Esto no es una novela romántica ni Lo que el viento se llevó. Esto es la vida real, la puta vida. Por eso precisamente te digo que te vuelvas por donde has venido. Por que esto no tiene ni pies ni cabeza. Te violo y te enamoras de mí. Te dejo, pero he aquí que mis amigos (otra contradicción) nos pegan una paliza y ya no me separo más de ti. Y, entretanto, dejas a tu novio, que desaparece sospechosamente de tu vida sin pedirte una explicación; se muere mi padre; mi madre puede que esté enferma, y no se cómo decirle que se haga las pruebas...
-¡Uf! Fuerte, ¿no?....
-...Y tu creyéndote Madame Bovary.
-No has comprendido nada –Aída volvió a sonreír melancólicamente-. Yo no me creo nada. Sólo sé que no podría vivir sin ti. Venga lo que venga y como venga.
-Y yo sólo sé que, de llegar, no quiero que mueras conmigo.
-No puedo vivir sin ti, tonto.
Y lo besó.

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 Sigue en el Capítulo XI...

4 comentarios:

  1. Hay algunos momentos que son sencillamente fantásticos:
    - La ternura que provoca a Aida ese simple "Bebe conmigo"
    - La descripción que él hace de lo que ha sido ella "en su puta vida", para que a continuación le de la vuelta a la expresión pidiéndola que huya "de esa puta vida"
    - La descripción de la muerte de los padres de Aida.
    - La necesidad de Fred de soltar una pista (respecto a la necesidad de revisión médica de su madre). No sabe cómo decírselo a Aida, y necesita hacerlo.
    - Qué gran frase al final: "de llegar, no quiero que mueras conmigo". Cuánto amor y ternura recogen esas pocas palabras.

    En fin, otro capítulo muy bien trabajado.

    Ooops, ojo con un "dequeismo" que se te escapó: "y después hace DE que me conozcas a mí."

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  2. Jorge Alberto Fernández29 de octubre de 2011, 5:16

    Continúo leyendo tu novela y la verdad que hasta ahora no me ha defraudado en lo más mínimo. Me pasa que termino enredado en la trama y con ganas de saber qué sigue,
    Un abrazo y mis sinceras felicitaciones.
    Jorge.

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  3. Qué te pasa Mr. Williams que no dices nada hace tantos días? no has publicado tampoco el nuevo capítulo de tu novela. esperamos tus noticias!!

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