jueves, 20 de octubre de 2011

Capitulo IX

IX 
Cuando Encarna se enteró de que Ángel había muerto, le pareció que entraba en otra dimensión, extraña. La tierra ya no era el firme para sus pies; el mundo empezó a faltar. O su cabeza. Despertó entre un corro de comadres que lloraban o fingían que lloraban, ellas también, la pérdida.
Fred se había enterado antes.
Aquella noche apenas si había logrado dormitar un par de horas. A cada cambio de postura, el dolor de los golpes y cortes recibidos lo despertaba entre quejidos; era entonces cuando su mente intentaba dominar al cuerpo dormido, obligándolo a permanecer quieto en una misma posición, sin conseguirlo. Y las pesadillas… Aquellos terribles sueños se sucedían en su mente apenas se cerraban sus ojos: sueños vívidos de catástrofes y muertes, de gigantes de un solo ojo que lo golpeaban hasta matarlo; sueños, de los que el dolor lo liberaba, despertándolo entre sollozos. Y volvía a cerrar los ojos y el cíclope volvía a aparecer, y los golpes que le sacudía dolían como los de aquella noche, y no se podía despertar.
Hasta que sonó el despertador.
Aquel sonido, que no logró reconocer en un principio, lo sobresaltó. Intentó recordar el motivo que lo pudo haber llevado a conectar aquel chisme; cuál era la urgencia que no podía esperar hasta la tarde… No recordaba. El despertador estaba próximo a la puerta del dormitorio, donde solía colocarlo él las veces que lo necesitaba, para así tener que levantarse para apagarlo y que, por la pereza caprichosa del sueño, no lo desconectara inconscientemente para poder seguir durmiendo. Se desperezó un poco, sintiendo de nuevo los músculos cargados de dolor, y se dirigió hacia el aparato, que seguía con su irritante y monótona cantinela, sin haber podido dar todavía con el motivo por el cual...
El despertador estaba encima de un sobre grande, en el que figuraba escrito su nombre en letras mayúsculas. El despertador no lo había puesto él, lo había puesto su padre.
Con un manotazo golpeó el botón que desconectaba el mecanismo de la estridencia. Cogió el sobre y lo abrió, nervioso, asustado. Sabiendo de antemano que aquello no era nada bueno. El método utilizado, el temor de su padre a darle aquel sobre en mano, sólo podía significar una cosa, aquello que Fred sospechaba y que había estado esperando: que su padre los hubiera abandonado.
Y los había abandonado.
Acabó de romper el sobre y extrajo de él unos folios manuscritos y otro sobre más pequeño. Comenzó a leer aquella letra larga y descuidada:

Querido hijo:
Espero que esto no resulte tan doloroso para ti como sin duda lo sería para mí de estar en vuestra situación. Espero que salgáis de ésta lo más enteros posible, que sepáis comprender mi cobardía,  aunque no la perdonéis. No sé cómo resultarán las cosas, pero cuando uno da este paso te puedo asegurar que lo ha sopesado de sobra antes.
Pero supongo que ya da igual. Lo que he hecho, lo he hecho porque lo tenía que hacer. Sí, es verdad, quizá podría haber intentado ser más fuerte. Pero es algo terriblemente pesado para mí, una terrible losa en mi espalda y un pozo sin fondo a mis pies. Un agujero negro, muy negro. Y ese miedo, ese miedo a todo lo que iba a perder, mi pelo, mi peso, poder andar... Saber que la muerte está ahí esperando darte el zarpazo y que por detrás haya algo o alguien empujándote si piedad, castigando aquello que una vez hiciste.
De forma implacable te consumes por una enfermedad vergonzosa e indisimulable. El mundo que has conocido te da la espalda; un poco por el modo de vida que te ha matado y un mucho por no ver esa decrepitud que da miedo. Son jueces de tu pecado, y aunque no crean en Dios si que creen en el pecado.
La verdad es que ni yo mismo sé cuándo me contagiaron el SIDA ni tampoco quién lo hizo, pero no importa. El haber descubierto tan tarde el mal ha perjudicado la eficacia del tratamiento. Desgraciadamente, hace ya algún tiempo que comencé a desarrollar la enfermedad. Todo llega tarde… Tampoco sé en qué medida he propagado yo los anticuerpos, y eso sí que me importa. Este es otro de los motivos que me impulsaron a tomar esta decisión, esta huida hacia delante. El terrible sentimiento de culpa me hunde aún más en el pozo y me señala que éste es el único camino de mi única presunta redención. Es adelantar lo inevitable y suprimir la agonía (hasta en esto, como en tantas otras cosas, he sido un egoísta y un cobarde). Perdóname por no querer que se me vea viejo, morirme viejo; por no querer quedarme calvo, ciego y no poder andar; por no querer que me miren con lástima. “Con lo que él ha sido…”, dirían… Perdóname los errores que cometí contigo y con tu madre. Perdóname por no querer morir siendo un esqueleto, aunque se tenga una sonrisa en los labios, que es como dicen que se mueren algunos; por no querer mirarme cada día al espejo y descubrir una costra más, una mancha, un cardenal… Hasta acabar no reconociéndome. Volviéndome loco.
Compréndelo, es la única forma de evitaros el sufrimiento de mi agonía y evitarme yo a mí mismo mi propia degradación.
Y mi sufrimiento.
Os quiero mucho.
De verdad.

La firma estaba emborronada por una lágrima antigua. ¿Hacía cuánto tiempo que se había escrito esa carta? ¿Cuánto tiempo llevaba su padre planeando esa actuación? ¿Cómo no se había dado cuenta? ¿Cómo podría perdonárselo él mismo? Los ojos se le fueron llenando de lágrimas, como el ojo de buey del submarino señala el descenso a las profundidades en su limitado perímetro. Uno de ellos se desbordó y una lágrima gorda cayó sobre la ya seca de su padre, uniéndose a ella a través de la tinta de la firma, haciéndola una.
Cogió el segundo sobre, el que llevaba escrito DOS en su anverso y, debajo, la palabra “INSTRUCCIONES”; así, entre comillas; como si fuera una palabra, y en realidad lo era, que desentonara en aquel testamento.
Rompió el sobre aprisa, deseando saber y obedecer lo último que su padre esperaba de él. Comenzó a leer:
Hijo, ahora estaré en la habitación azul del piso de arriba. Y estaré muerto (eso espero)...
Al leer esto, Fred soltó la carta y subió corriendo las escaleras. Regresó a los pocos minutos, llorando sonoramente y con el rostro desencajado. Recogió la carta del suelo temblándole las manos, la cara roja y húmeda de llanto, un terrible rictus de impotencia y una expresión que inspiraba una honda y amarga tristeza. Como la mirada triste de un niño.
...No te molestes en ir a salvarme. Hace más de dos horas que ha pasado todo.
He muerto a causa de unas pastillas tranquilizantes de las que toma tu madre; ella, a estas alturas, no echará en falta un frasco que hace más de un mes que le desapareció. La dosis que me ha matado ha sido grande, por eso no sé si me hará vomitar o echaré espuma por la boca o yo qué sé. He puesto plástico por el suelo para que, si se diera el caso, puedas recogerlo todo sin dejar rastro, y, por el mismo motivo, me he desnudado. Límpialo todo bien, borra todos los indicios de que alguien haya estado en esa habitación. Límpiame la boca y lávame por si me he cagado o me he meado, por favor. Después bájame a mi dormitorio, y ponme el pijama que te he dejado preparado encima de la cama (quizá te cueste un poco); después me acuestas. Así me dejó tu madre esta mañana y así me encontrará. Casi seguro que el médico diagnosticará ataque cardiaco y no decretará autopsia; si no fuese así, inténtalo con dinero. Quema todo esto que has estado leyendo y hasta luego. Lo siento. Lo siento mucho.
Hasta luego, hijo mío. Siento el haber estado tan poco y el haberme ido así.
Fred fue cumpliendo paso por paso todo lo que su padre había previsto que hiciera por él. Entre sollozos y siempre al borde del desmayo, limpió a su padre con toallas y le intentó recomponer sin éxito el rostro, al que la muerte había dado una apariencia como de máscara de tragedia griega; cargó con él por el pasillo, aferrándolo por debajo de las axilas, cayéndose a causa de esa torpeza que da la desolación; su padre se le venía encima, y a él le costaba levantarse, pero más por el contacto de aquel frío cuerpo tan familiar que por falta de fuerzas. Lo bajó por las escaleras, y cada golpe que el cuerpo de su padre daba con los talones al culminar cada escalón, le retumbaba en la cabeza haciéndosele insoportable. Consiguió, al fin, hacer llegar aquello que había sido su padre hasta el dormitorio. Tal y como indicaba la carta, allí estaba todo preparado como él lo dejó. Lo amortajó con su pijama de color azul celeste, que, extrañamente, encontró muy apropiado y lo volvió a llorar.
“Papá, esto no es justo para nadie. No es justo para mamá, porque la matarás. Aunque no le hicieras ni puto caso, te necesitaba, necesitaba tenerte ahí, necesitaba tu protección. Aquella mujer que me hablaba así de ti y por la que te idealicé te necesitaba más que a nadie en el mundo. Cada vez que me contaba cómo le salvaste la vida... Y ¿para qué? Ahora tú haces lo mismo, ¡pero ella sólo era una cría! Ella te ha necesitado siempre. ¡A ti! ¡Y yo, joder, yo también te necesito! ¿No ves que no estoy preparado para que se me muera nadie? ¿No ves que... que jamás podré levantarme de esto? ¡No papá, no! ¡Nos merecíamos una despedida justa! ¡Nos merecíamos...!”
Llegado a este punto, Fred se derrumbó y rompió en un llanto desgarrador. Ahogándose.
“¡...nos merecíamos haber intentado al menos ayudarte!-prosiguió-. Y no nos has dado ni una puta opción. Nos has descargado tu muerte y tu muerte nos va ha dejar baldados, sin saber si podremos quitarnos este peso de encima en nuestra puta vida. No nos has dejado sentirnos útiles, que intentáramos superar juntos la enfermedad. ¡Por lo menos intentarlo! Curándote, cuidándote… No nos has dejado ni que nos compadezcamos de nosotros mismos. Ni de ti.
»No has sido justo ni contigo mismo, no te has dado ni una sola oportunidad. Te has negado poder irte sabiendo cómo te quiere de verdad tu poca familia, papá...
»Porque te queríamos mucho...”
Fred se levantó abatido. Sus ojos azules reflejaban el tremendo dolor que sentía. Tambaleándose consiguió llegar hasta el teléfono. Llamó a una ambulancia tratando de poner la mayor urgencia en la voz. Miró por última vez a su padre, y se desmayó a los pies de su cama.
*
Aída se sentía otra vez feliz. Había logrado que Fred volviera a ella. Lo que les ocurrió aquella noche los había vuelto a unir y había alejado a aquellos amigos que le daban tanto miedo. Ahora sólo la tenía a ella, y se lo demostraba viéndola y amándola todos los días. Tampoco había vuelto a tener noticias de Iván, cosa que, al menos de momento, también la liberaba de ese problema. “Tiempo al tiempo”, se decía Aída; pues sabía que éste era un asunto grave al que tendría que plantarle cara muy pronto. Pues lo que ella sentía ahora por Fred era amor, y lo sabía. Por eso también supo que a Iván jamás lo había amado así. La amistad con Iván era lo único cuerdo y razonable de esta nueva andadura que parecía haber tomado su vida, no podía perderla. “Pero él no sabrá comprender este amor –pensó -. Es demasiado caótico para sus ideas, demasiado rebelde. Pero, por otra parte, ¿no me decía él siempre que el amor todo lo puede?… Pero no. Lo que dijo es que “NUESTRO” amor todo lo podía, no el de otro; no aceptará nunca que sea el de otro… ¿O quizá sí? Iván deberá rendirse ante el amor que yo siento y desearme que sea feliz como yo se lo deseo a él. Porque la verdad es que lo quiero mucho, mucho, y siempre ha sido tan bueno conmigo sin esperar nada de mí que...” Pero no era amor, nunca fue amor. Ahora que al fin había conocido la realidad de ese sentimiento, Aída se daba cuenta de que había querido a Iván con un cariño y una ternura motivados por el remordimiento nostálgico, como el que se le puede profesar a una persona muerta o a alguien que sabes que nunca te perdonará, que tiene buenas razones para no hacerlo, pero a la que comprendes y no le puedes desear ningún mal.
*
La ambulancia llegó bastante tarde, y aun así todavía se encontraron a Fred tirado a los pies del lecho de su padre. Lo sacaron al pasillo, empezaron a reanimarlo y Fred supo desde un principio que no, que aquello no había sido un sueño. Cuando logró enfocar la vista y distinguir a aquel enfermero que le daba suaves bofetadas en la mejilla, no le cupo la menor duda de su desgracia.
Un sordo rumor de gentío se filtraba a través de las rendijas de las ventanas y las puertas, un rumor in crescendo de gente que atraída por el reclamo de la ambulancia se habían acercado a las puertas de la casa “para ver qué pasaba”.
-¿Y mi padre? –consiguió articular Fred en un susurro.
-Está en la casa. No podemos tocarlo hasta que venga el forense.
-¿Han avisado ya a mi madre?
-Todavía no hemos podido localizarla.
Fred seguía oyendo a la gente, cada vez más fuerte. Aquel rumor lo agobiaba y se convertía en una presencia casi física dentro de la casa. Como si estuvieran todos mirándolos, a él y a su padre. Y juzgándolos.
-No se preocupe, no tardarán en encontrarla ellos –dijo Fred, refiriéndose a aquella gente  de fuera como si le tuviera miedo.
Y la localizaron…

…Cuando Encarna se enteró de que Ángel había muerto, le pareció que entraba en otra dimensión, extraña. La tierra ya no era el firme para sus pies; el mundo empezó a faltar. O su cabeza. Despertó entre un corro de comadres que lloraban o fingían que lloraban, ellas también, la pérdida.

La noticia corrió de boca en boca entre todos los habitantes del pueblo. Ángel Jeremías, el hombre más rico del lugar, había muerto de un infarto según dictaminó el forense. “¡Hay que ver! ¡Con lo joven que era!”. Que se lo encontró su hijo por la mañana. “Se veía venir, no se puede estar toda la vida de juerga a esa edad”. Que su mujer se enteró en la plaza del mercado y se desmayó. “¡La pobre!... Por lo menos los deja bien situados”. Que cuando el médico ha llegado, él llevaba ya varias horas muerto. “Ya ha descansado... el pobre”. Que su hijo, poco más y se muere él también del susto al encontrarlo. “¡El pobre!...
Y el parte de sucesos fue recorriendo el pueblo con aquella efectividad habitual con la que todas las malas noticias recorren todas las calles de todos los pueblos. El doblar de las campanas fue el pistoletazo de salida para que la gente empezara a salir a los balcones y preguntara al primero que pasara que quién había muerto. A los dos minutos de ese tañer a difunto, Aída se había enterado del hecho, y otros dos minutos después dejó su casa y fue a reunirse con Fred en su dolor.
El encuentro fue emotivo, tanto para ellos que se abrazaron en una descarga de dolor incontenible, como lo fue para la gente que rodeaba a Fred, acompañándolo en su sentimiento. Convertido él en el anfitrión del sepelio, Encarna permaneció sedada y vigilada por una anciana en una habitación. No lo había podido resistir.
*
Iván también se enteró de que la muerte había visitado la casa de aquel-hijo-de-puta, y, al saberlo, había dado tal grito de júbilo que parecía que su equipo hubiese ganado la liga. Sí, se alegro por ello, pero también se dolió por haberse alegrado, por no haber podido controlar la alegría que le había proporcionado la muerte de una persona que sólo era culpable de haber sido el donante de un espermatozoide defectuoso en un óvulo más defectuoso aún. ¿Se estaría convirtiendo en una mala persona? No lo creía, así; simplemente se alegró, no por la muerte en sí, sino porque ahora aquel-hijo-de-puta estaría probando su propia medicina y sufriendo tal como él hacía sufrir a la gente; su enemigo estaría ahora debilitado, y un enemigo así es mucho más fácil de vencer; sería más fácil reconquistar aquello que había perdido.
*
- Anda, hijo, levántate –dijo Encarna sin alzar la voz.
Fred abrió los ojos. El paso por el sueño no se le apreciaba en la cara. Se había despertado como si no se hubiera llegado a dormir, pero tampoco con esa cara de zombi que se les queda a los insomnes cuando pasan toda la noche sin conseguir la paz del sueño. Nada.
A su madre no le extrañó. Desde aquel día, siempre se despertaba así. Sin sueño.
Se vistió con movimientos cuidados y lentos, al mismo ritmo con el que se movía su madre para salir de la habitación. Era una escena que parecía rodada a cámara lenta, o mejor, en cámara cadenciosa. Desde que su padre murió, toda la casa parecía estar ralentizada. Con dos seres a los que la pena impedía moverse a un ritmo normal. Con aquella fatiga del que está cargado de pensamientos. Sintiendo el peso de éstos...
Pero en contra de lo que hubiera podido pensar Fred, Encarna aparentaba superar el duelo con una entereza admirable; lloraba cada noche en su dormitorio, sí, pero nadie la vio jamás verter una lágrima en público. Después de aquel ataque de nervios que siguió a la muerte y del copioso llanto de mujer-que-no-creía-lo-que-le-estaba-pasando-ni-el-porqué-a-ella, Encarna tomó las riendas de su emotividad y se resignó a su suerte. Envuelta todo el día en aquellos horribles vestidos de luto riguroso, Encarna Soto se marchitaba.
-Se te está poniendo cara de amargada, mamá –le dijo aquella mañana Fred.
Encarna no contestó
Fred guardó silencio un momento, intentando encontrar un motivo, un detonante que iniciara la conversación sobre la muerte de su padre. Esta conversación que se debían.
- Estas cosas... pasan. Y hay que tomarlas tal como vienen dadas...
- Sí, por eso tú no haces otra cosa que estar llorando todo el día –le interrumpió -. Sin querer salir, durmiendo mal, comiendo peor, hablando solo por las noches... No pasa nada, te comprendo perfectamente.
- Es que esto ha sido muy duro para todos.
- Y va a seguir siéndolo hijo, va ha seguir siéndolo. ¿Sabes cuanto tiempo tendrá que pasar para que superemos esto? ¿Sabes si lo podremos superar alguna vez? Tú, que eres joven, lo tendrías más fácil en teoría; pero, siendo como eres, te costará mucho. Yo, por quien más lo siento, es por ti.
- ¿Y tú?
- A mí me da igual superarlo o no. Yo creo que lo que quiero es no superarlo nunca, no olvidarlo nunca –decía con una profunda tristeza.
Fred se exasperaba cuando su madre hablaba así, con esa resignación; con esa conformidad como de madre a la que le han matado un hijo en el frente, como si todo se debiera a un designio divino incuestionable.
-¡Pero mamá, joder! ¡Papá te traicionó mil veces! –exclamó Fred con una ira que intentaba contener -. ¡Despierta y deja de compadecerte a ti misma, que parece que te gusta sufrir de esta forma!
- A mí, tu padre no me traicionó nunca –dijo con firmeza y mirándolo fija y fríamente a los ojos-. Que se acostara con alguien de vez en cuando no significa que me traicionara. Jamás dejó de quererme, jamás, eso yo lo sé muy bien. Lo demás no importa –aquí se detuvo un momento Encarna -. Tú eres el que debes recuperarte… No estés todo el día como estás, viendo películas en el salón con aquella chica, casi sin hablar. Ella viene aquí a ayudarte, a compartir tu dolor y tú casi ni le diriges la palabra. ¿Sabes lo largas que se le deben hacer las tardes junto a ti? No debes descuidar lo que tienes ahora, que lo que se perdió ya me ocuparé yo de que no lo olvidemos jamás.
- Sí, y, mientras, tú, en tu recuerdo, te vas matando. ¿Es eso lo que quieres? Morirte tú también –dijo Fred con una mueca que se esforzaba en ser una sonrisa. Una mueca rabiosa -. ¿Y yo qué?... Que me den por el culo, ¿no?... Tú ahí, apagándote, con esa cara amargada de Bernarda Alba… ¿Es que recordar a papá significa esto? ¿No volver a reír jamás? ¿Estar moviéndonos como zombis por esta puta casa que me está empezando a dar asco? ¿No hablar nada más que lo imprescindible? Esta es la primera vez, ¡LA PRIMERA!, que nos sentamos a hablar de lo que ha pasado. Así se superan las cosas, ¡ASÍ!, plantándoles cara. Dices de que me va a costar superarlo, y quiero intentarlo; pero no sé cómo hacerlo si tú no me ayudas, porque me contagias tu pena. Yo quiero coger este toro por los cuernos, y tú debes estar conmigo. Papá lo querría así. Ya que lo perdí a él no quiero también perder a aquella madre que siempre tuve, sustituida por esta mujer que no sabe ni para qué está en este mundo, que no puede ni llorar ni dejar de hacerlo. No quiero cambiar a mi madre por una especie de autómata idiota –Fred le cogió las manos a su madre y la miró a los ojos -. Vamos a superarlo, mamá.
- Y lo superaremos, no te preocupes –contestó Encarna con parsimonia -. De estas cosas, uno se cura casi siempre. No se olvida, pero se aprende a vivir con el recuerdo. No te preocupes. Yo no quiero actuar así, no quiero parecer una amargada, y a lo mejor puedo evitarlo; pero es que me he olvidado de cómo era antes. No puedo acordarme. Quizá con el paso del tiempo empezaré a actuar como he sido siempre, como de verdad soy, pero ahora no sé... No te preocupes. Esto es muy común, la gente se muere de infartos...
(¡Que no mamá! ¡Que no, joder! Que tu marido no murió de un infarto. Que tu marido se tragó cincuenta pastillas tranquilizantes y se fue cagándose encima. Que tu marido no se quiso ver comido por dentro y por fuera por un SIDA que le pegó una de esas guarras con las que dices que no te engañó. Que a tu marido no se lo llevo nadie, que se fue él por su propio pie. Y que tu marido, mi padre, nos dejó aquí sabiendo que nos íbamos a quedar jodidos y sin embargo lo hizo. Cuantas ganas tengo de decírtelo, decírselo a alguien. Mi padre se suicido, ¡SE SUICIDÓ! Y no era un cobarde, simplemente un chulo que se quiso morir sin dejar de ser guapo. Y eso está de puta madre, ¡qué coño!, pero a nosotros nos ha destrozado. Cuantas ganas tengo de decírtelo, de decírselo a alguien...)
...y deja mujer e hijos –continuó Encarna -. Y estos salen adelante; les cuesta pero lo superan. No te preocupes. Nosotros también saldremos adelante.
-¿Y cómo?
-De momento, tú –exclamó Encarna como impulsada por un resorte y recobrando otra vez la viveza en la mirada -, cuando venga Aída esta tarde, la sacas a pasear. Hoy es viernes ¿no? Pues no te quiero ver por aquí hasta bien tarde, a ver si empezamos de una vez a recobrar la normalidad. Lo dicho: la sacas por ahí, la invitas a la discoteca, os dais cuatro besitos y a casa..., ¿vale?
- No sé... –contestó Fred como única respuesta.
- Si que lo sabes –le contestó Encarna con energía-. Y es lo que harás.


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2 comentarios:

  1. Hola Braulio:
    A ver si se aviva de una vez ese p.....y hace algo útil de su vida...
    Etel

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  2. Tremendamente emotiva toda la primera parte (me has hecho llorar "viviendo" la escena junto a Fred, cachocabrón... -dicho esto con todo el cariño del mundo, lo sabes-)

    La descripción de cómo se propagan las noticias por un pequeño pueblo está muy bien lograda, y toda la dinámica madre-hijo está muy bien estructurada, sin sensiblerías pero con emociones muy fuertes.

    Un capítulo muy, muy bueno. Gracias por él.

    PD. Sólo hay un detalle que me dejó extrañado cuando lo releí en busca de esos matices que siempre te señalo cual Pepito Grillo: ¿cómo es que nadie hace ningún comentario relativo al estado maltrecho que tiene Fred cuando lo encuentran desmayado? Supuestamente se acaba de levantar esa misma mañana de una paliza soberana e imagino que tendrá moratones visibles. También cuando se viste después delante de su madre me lo preguntaba, pero bueno, la línea temporal no está clara respecto a si han pasado unos pocos días o unas semanas hasta ese momento, y podría estar ya recuperado. No sé, es una tontería, vale, pero es lo único que no me encajaba. Por lo demás está fantástico, repito, de los mejores capítulos hasta el momento, si no el mejor.

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