miércoles, 12 de octubre de 2011

Capitulo VIII

VIII


Aída había pasado toda aquella mañana en un estado semiautista, que ni el jolgorio de su tía, ni los intentos de conversación de su tío habían podido despejar. No había dormido, ni siquiera se había acostado. Simplemente se dejó caer en el sillón, medio congelada por el tiempo que había pasado en la calle, llorando. Había llorado todas las lágrimas que le quedaban, y una vez con el lacrimal seco, seguía llorando por dentro; pero sin un gesto, sin una señal que pudiera demostrar tanto sufrimiento.
Tantísimo sufrimiento.
Sus tíos se levantaron, y se toparon con la  visión de Aída sentada en el sillón, la espalda recta, las manos metidas entre las rodillas y los ojos enrojecidos por el llanto. Su tía supuso acertadamente que sufría mal de amores, y aleccionó a su marido para que fuera prudente. Éste lo fue, como lo era siempre, pero no consiguió de ella ni una sola palabra, ni siquiera un gesto. Frustrado, cogió un libro y aparentó leer, pero toda su atención iba hacía la chica. Empezaba a preocuparle.
Por dentro, Aída seguía llorando. Pensando en qué había podido fallar, en cómo podría volver a recuperar lo perdido. En por qué eran tan pesados sus tíos. ¿Qué les importaba? Ni siquiera eran sus padres. La idea del suicidio que cíclicamente le venía a la mente como solución para todos sus problemas, esta vez ni tan siquiera la sopesó. Porque había conocido la felicidad plena y no estaba dispuesta a que nada ni nadie, ni siquiera la muerte, la hiciera desistir de vivirla otra vez. Tenía que luchar por aquello. Y pensaba hacerlo. Aquella misma noche.
*
Iván se levantó incomprensiblemente sin resaca, con una lucidez extraña. Se creía capaz de todo. “Era” capaz de todo. Todo este asunto lo había desbordado de tal forma que ya no le importaba nada lo que pudiera suceder. Lo ocurrido la noche anterior había roto los esquemas de su cuadriculada mente, y le había hecho comprender que no era ni mucho menos como él creía ser; que, en realidad, no se conocía en absoluto y que, de un día para otro, había perdido por entero su identidad. (Pero ¿era el único?).
También se había dado cuenta de lo mucho que quería a Aída. Y de que podía perderla. De que la había perdido en realidad. Y había comprendido asimismo que en esto del amor no valían ataduras infantiles ni el haber pasado media vida juntos para perpetuarlo… Ahora la quería más que nunca.
Y haría todo lo posible para que volviera a él.
*
Fred creyó oír sonar el teléfono: una vez, dos veces, tres, cuatro... Pensó que se encontraba solo en la casa y que no tendría otro remedio que cogerlo. Se levantó con cuidado, temiendo el reventón de dolor en su cabeza, pero éste no se produjo. Teniendo en cuenta que se había bebido una botella de whisky hacía apenas cuatro horas, se encontraba excepcionalmente bien. Oyó cómo su madre cogía el teléfono. Así pues, no estaba solo.
-¿Diga?
-...............
-Está durmiendo, si quieres puedo dejarle algún mensaje, o, si es importante, lo llamo.
-................
-Como quieras ¿Y quién le digo que ha llamado?
-.................
-Vale, adiós.
Dedujo que habrían preguntado por él, seguro que Toni o Tomás. Ya los llamaría.
Fred abandonó su habitación extrañamente radiante, como si hubiera dormido tres días enteros. Acordándose de todo.
Acordándose de Aída.
Llegó al salón y encontró a su madre pedaleando sobre una bicicleta estática.
-Mamá, ¿han preguntado por mí?
-Sí, un amigo.
-¿Quién?
-Se lo he preguntado y eso es lo que me ha contestado –respondió entre jadeos-. Que era un amigo.
-Habrá sido Toni o bien Tomás.
-Pues habrá sido...
Fred se dirigió al cuarto de baño sin darle la menor importancia.
*
Iván ya había ideado una especie de plan y se disponía a ejecutar la primera fase del mismo. Ésta consistía en colarse en el viejo caserón e investigar cada recoveco, cada rincón, cada entrada y cada salida. Para eso debía asegurarse de que no hubiera nadie dentro. Buscó en la guía telefónica. Sabía como se llamaba aquel cabrón y el padre de aquel cabrón. No le resultó difícil encontrar el número que marcó.
-¿Diga?
-¡Hola! ¿Está… Fred?
-Bueno, está durmiendo, si quieres puedo dejarle algún mensaje, o, si es importante, lo llamo.
-No, no, si no es nada importante... Ya llamaré más tarde, no se preocupe.
-Como quieras. ¿Y quién le digo que ha llamado?
-Un amigo. Adiós.
-Vale, adiós.
Y colgó el auricular evitándose así preguntas incomodas. Él estaba en casa. Bien… Aquel simple hecho le daba un margen de tiempo considerable para explorar el territorio y planificar su venganza. Todo calculado, ningún cabo suelto, nada podía fallar.
Y Aída volvería a él.
Salió de casa en mangas de camisa, enfebrecido por el ideal que ocupaba su mente, dando mil vueltas y giros a la misma idea y a la forma de llevarla a cabo. Pero lo que en un determinado momento le parecía absolutamente válido, se le malograba al siguiente con algún inconveniente impensado, y aquella idea que le había parecido la solución definitiva se tornaba absurda de improviso. No encontraba plan al que no se le pudiera poner algún reparo, y esto lo contrariaba. Jamás imaginó que tuviera que planear el matar a alguien. Pero, aunque no consiguiera dar con ese plan perfecto, daba igual: lo haría del mismo modo, aunque fuera esa su única misión en aquel mundo que poco a poco se iba hundiendo bajo sus pies; ese mundo que lo había dejado K.O. y que sin esta motivación no se molestaría ni siquiera en levantarse.
Llegó al caserón casi sin darse cuenta y entró. La puerta chirrió como siempre, pero él, en una extraña percepción de las cosas, creyó que lo delataba, que daba la voz de alarma ante aquel intrusismo. El corazón le latió más deprisa, pero se sobrepuso echando a andar sigilosamente. La luz que entraba por la puerta se proyectaba en la pared haciendo visibles las partículas de polvo que parecían despertar en aquel preciso momento flotando por el aire. Miró hacia la habitación de la izquierda y vio el colchón. Sintió cómo una garra cruel y despiadada le estrujaba con todas sus fuerzas el mondongo de entrañas que van desde el corazón hasta la boca del estómago, haciéndole sentir un dolor insoportable, que le cortaba la respiración. Era el dolor de la culpa. Pero también se sobrepuso a él, con la idea fija de que aquella culpa sería purgada, y que en aquella redención encontraría solución a todos sus problemas. Siguió andando, cuidando cada paso en aquel terreno que no le era del todo desconocido, hasta llegar hasta aquella especie de comedor, cuya puerta se encontraba abierta.
Pensó que había sido demasiado exagerado con aquello de idear un plan, la realidad podía resultar mucho más sencilla que inventar una maquinación policíaca para arreglar aquello.
“Demasiado fácil. Entraría, mataría al malo y rescataría a su chica.
Pero rescatarla, ¿de quién, de qué?
Pues del malo, ¿de quién va a ser?
A ella no le parecía tan malo.
Lo es, y me agradecerá lo que haga.
¿Y si no te lo agradece? ¿Y si te odia?
¿Cómo se puede pensar eso de Aída? Estoy seguro de que él la debe estar obligando de algún modo.
Pues no parecía demasiado obligada…
¡CÁLLATE!
Se estaba volviendo loco. Su buena y su mala conciencia se disputaban la verdad sin que pudiese hacer nada por evitarlo, puesto que las dos le pertenecían. Él era las dos. Él era quien pensaba de las dos formas.
Entró en aquella especie de salón destartalado. Olía a alcohol y a rancio, a sitio cerrado. Todo estaba sucio y desastrado. Una botella de whisky yacía tirada en la mesa sin una sola gota en su interior; a su lado, un vaso contenía los residuos de algo oscuro. Vio el sofá y el sillón, los lugares en donde la noche anterior se cometió la peor afrenta de la historia. Y esta vez sintió asco, un asco profundo, asco de Aída ¿Por qué? Porque quizá ni siquiera ella se mereciera el perdón.
 ¿Y si lo olvidaba todo? Después de todo, si decidía olvidar, no se comportaría de distinto modo que la mayoría de la gente. Encontraría a otra mujer, y Aída sería sólo una parcela más de su memoria, sólo eso. ¿Y se dedicaría toda su vida a odiar en silencio a aquel que le arrebató todo? ¿Se tragaría la hiel cada vez que los viera juntos o por separado?  Si Aída había sido capaz de hacerle eso, ¿de quién podría estar seguro en adelante?... Tal vez lo hubieran convertido en un celoso patológico de por vida; también de aquello tendrían ellos la culpa. Y aunque lo superara, su futuro tendría que aguantarlo como una losa. Por otra parte, ¿cómo se podía sustituir a Aída? ¿Dónde existía una mujer igual? ¿Cómo olvidar?... No, era imposible. Por tanto, lo único que podía hacer era recuperarla, y hacerle ver su error. La perdonaría, ¿cómo no? Serían de nuevo lo que habían sido, porque el amor no se había ido. Eso, él lo sabía.
Su buena y su mala conciencia seguían disputándose la verdad.
Pero estaba más que decidido.
*
Tomás llamó aquella tarde a Toni. Era muy extraño que Fred no hubiera reclamado la presencia de ambos durante tantos días. Después de lo de aquella tía, parecía como si los rehuyera en cierta forma. Tenía que hablar de esto con Toni, no quería perder la gallina de los huevos de oro. Era ya demasiado el tiempo que habían mantenido ese nivel y ya no podría acostumbrarse a uno más bajo. No perderían a su mejor amigo por una tía. Ya casi estuvieron a punto una vez.
Toni y Tomás quedaron en la cafetería Molina, en donde gozaban de la confianza del camarero y en donde Fred tenía cuenta abierta. Aquella tarde estaba todo tranquilo, pronto llegaría la chiquillería y empezarían a formar escándalo con el futbolín y con las máquinas de pinball. Los dos ya habían pedido sendas cervezas, que habían apuntado a la cuenta de Fred (como siempre), y ahora se disponían a discutir lo que les había llevado allí. Toni adoptaba una actitud de gravedad que no se creía ni él mismo; Tomás le seguía las elucubraciones con la cara de lelo que siempre tenía.
-No creo que sea para tanto. Se cansará de ella igual que se ha cansado de todas, si no lo ha hecho ya pronto lo hará –afirmaba Toni muy seguro-. En realidad, Fred es un puritano, jamás se enamoraría de una zorra así. Yo creo que lo que él busca de verdad es una virgen; no creo que pueda soportar la idea de que otro haya tenido lo que él desea tanto.
-Según lo que oímos detrás de la puerta, ella era virgen...
-Sí, sí…, pero no. Era virgen si, pero ahí no está la cuestión. El problema para Fred no es  la virginidad en sí. Lo que él quiere es una mujer recatada y discreta, una persona normal que no haga demasiados alardes de su sexualidad –explicaba Toni sin estar totalmente seguro de si su amigo lo entendía o no-. No quiere una mujer que sea sexualmente muy activa, para eso está él. Lo que realmente quiere es alguien en quien poder confiar. No quiere que las mujeres sean viciosas ni siquiera con él mismo,  pues eso podría significar que también podrían serlo con otros, que lo fueron o que podrían llegar a serlo en un futuro. A una tía a la que Fred haya considerado suya alguna vez, seguirá siendo suya para siempre. ¿O no te acuerdas de aquella otra? Todavía sigue recordándola como si estuvieran saliendo. Evita verla, encontrarse con ella. Menos mal que se fue a vivir fuera, que, si no, estaríamos peleándonos con todos los ligues que le salieran. Él confió en ella, y ella traicionó esa confianza. Por eso, ahora sólo nos tiene a nosotros; somos los únicos en quienes puede confiar –Toni echó un trago a la cerveza y continuó-. No le queda otra, somos sus únicos amigos. Él por sí mismo no es nadie, lo único que tiene es dinero, pero quien mantiene el miedo somos nosotros. ¿Quién le rompió el vaso en la jeta al tío aquel que intentó pegarle?
-Tú –contestó Tomás.
-¿Y quién le puso la cara irreconocible a patadas a aquel otro con el que también se metió?
-¡Ah sí, ese fui yo! –respondió Tomás con cierto orgullo.
-¡Pues eso! ¿Quién le salva siempre de todos los fregaos en los que se mete? Nosotros. Y ten por seguro que él no puede vivir sin fregaos. Lo único que tiene es dinero y el poder que le damos nosotros.
-No sé, no suele estar tanto tiempo sin dar señales de vida. Y la tía ésta está demasiado buena...
-Pues por eso… ¿No ves que lo que quiere es follársela? No debemos preocuparnos por que esté una semana sin llamarnos. Además, tenemos “La Cabaña”, ¿no?
-Sí pero no vamos a estar en “La Cabaña” siempre. Yo también quiero salir, ir de discotecas, ver tías..., pero no tenemos ni un puto duro, dependemos de él. Y se nos está escapando, que te lo digo yo.
-¡Déjate de gilipolleces! Te apuesto lo que tú quieras a que, antes de una semana, la ha dejado. Ya te lo he dicho: Fred nunca se enamoraría de una zorra.
-Ojalá que tengas razón.
-La tengo –contestó Toni terminante-. Y, venga, levántate que nos vamos a “La Cabaña”.
Tomás se levantó haciéndole al camarero el gesto de que apuntara; éste le respondió afirmativamente haciendo un signo con la cabeza.
-Toni, una pregunta más –comentó Tomás parándose frente a su amigo-. ¿Qué pasaría si Fred se enamora de ella? ¿Si nos cambiara por ella?
-Entonces no nos quedaría más remedio que obligarla a ella a que lo dejara, pero sin llegar a involucrarnos directamente.
-Eso era lo que estaba esperando oírte toda la tarde.
*
Un cuchillo. Iván había visto un cuchillo, caído detrás el sofá. Era una señal. Alguien o algo. Dios, quizá, había puesto allí aquella arma para hacerle saber que aprobaba lo que tenía pensado hacer. Cada vez estaba más convencido de que aquel era un caso de justicia divina, algo que sólo él podía juzgar y ejecutar, puesto que él era la principal víctima. Cogió el cuchillo y lo escondió debajo de un tiesto al lado de la puerta donde había sido testigo de la terrible  escena. Con aquel cuchillo de carnicero encontraría la muerte aquel cabrón. Como un cerdo. Salió corriendo de la casa. No debía descuidarse más de lo conveniente, ya encontraría el día apropiado para ejecutar su venganza. Sólo debía estar decidido. Y lo estaba, vaya si lo estaba. El día estaba cercano.
*
Aída no podía olvidar. Lo que menos le dolía era la supuesta humillación del abandono, o haberse comportado como lo había hecho para nada. No, era todo lo contrario, era que ya no se iba a poder comportar así nunca más, con nadie más. Por eso sentía dolor, eso era lo que le escocía. Ya nadie nunca podría saber quién era ella realmente, lo que sentía de verdad. La clase de persona que en realidad era y de la que ya no se avergonzaba en absoluto. Y también sabía que, en la mirada de Fred en el momento de dejarla, parecía haber amor; que no era tarde, que aún era posible recuperarlo. También notó una dureza autoimpuesta, como si se estuviera castigando por algo, como si no se permitiera a sí misma ser feliz. Ella era la única que le podía levantar aquella penitencia. Sentía que, en aquel entramado cósmico que resultaba ser la existencia, ellos dos eran las dos únicas piezas que de verdad encajaban a la perfección. No se iba a dar por vencida, era preciso abrirle los ojos y que descubriera que en la vida, sin ella, iba a ser totalmente desgraciado; igual que lo sería ella sin él.
Pensó en cómo hacerlo. Una llamada de teléfono sería inútil: sólo con la voz jamás podría hacerle comprender sus verdaderos sentimientos. Debía decírselo cara a cara; su rostro debía hacérselo comprender, sus gestos, su mirada... Y, para hacerlo, no había otro remedio que ir al sitio en donde estaba segura que él iba a estar; allí donde siempre que lo buscó estuvo: en “La Cabaña”.
*
Fred, en el lavabo, sintió un amago de arcada. Pensó que debía empezar a cuidarse, y salió respirando con ansia el aire puro para intentar pasar el mal rato de estar allí dentro oliendo su propia miseria. Fuera tampoco olía muy bien, o quizá era que aquel hedor le había impregnado hasta tal punto la pituitaria que ahora iba a necesitar algún tiempo para sanearla.
Su madre entró poco después, y salió al momento tapándose con una mano la nariz y la boca y con el grito de “GUARRO” saliéndole a pleno pulmón de la garganta.
“Tengo que empezar a cuidarme”, pensó de nuevo Fred con una sonrisa en la boca.
Fred se dirigió al teléfono y marcó el número de Toni, pero no contestó nadie. Probó con el de Tomás, en el que su hermano pequeño, con un habla algo pasota le dijo que su amigo faltaba desde la tarde. Algunas veces salían juntos cuando Fred no los reclamaba para nada, pero era raro. Casi nunca tenían dinero para pagar algo más caro que un par de chicles, salvo que fueran a algún sitio en donde él tuviera cuenta abierta… ¡El Molina, claro! Llamó al bar preguntando por ellos. Sí, habían estado allí, le dijeron, pero hacía media hora que se habían marchado. No habían hecho un gran gasto, así que seguirían teniendo sed y, seguramente, habrían ido a saciarla en “La Cabaña”. Además, los había dejado abandonados durante algún tiempo, y eso tampoco estaba bien. Esta noche pensaba comportarse con ellos especialmente bien. Esta noche sería legendaria. Necesitaba emborracharse, follar y drogarse para así poder olvidarla.
Iría a buscarlos a “La Cabaña
*
Iván subió la cuesta deprisa. Venganza, venganza, venganza, esta palabra se le iluminaba en su mente una y otra vez como si de un letrero de club de carretera se tratara. Ésa era la palabra, ése el sentimiento. Era tan grande lo que pensaba hacer que el miedo no tenía cabida en su espíritu; ni los escrúpulos, ni siquiera la prudencia. Ella entendería que aquello era el acto de amor más puro que cualquier persona podía hacer por otra: matar o morir por ella. Parecía una frase de tragedia barata, pero no había otra forma de expresarlo o por lo menos él no la encontraba ni la necesitaba, él sólo lo sentía. Qué podían importar las palabras que pudieran quizá justificarlo; qué importaba siquiera la misma justificación. Sentimientos de una pureza increíble, amor a la máxima potencia… Amor, eso era. Lo que había sentido hasta aquel momento era ridículo comparado con lo que sentía ahora, cuando la había perdido. E iba a ganar, y ella se daría cuenta de quién la quería de verdad. Y, si no lo hacía, después de matarlo a él, se mataría.
Voces en el camino. Iván se escondió detrás de unas zarzas y pudo ver cómo los secuaces de aquel bastardo descendían la cuesta. Como se interpusieran, ellos también irían p’alante.
*
Toni y Tomás llegaron al caserón y entraron. No vieron nada extraño, salvo que había una botella de whisky vacía con un vaso, y Tomás estaba seguro de que el último día que estuvieron allí habían dejado la mesa limpia.
-Aquí ha estado Fred –comentó -. Y seguramente que con la zorra esa.
-Déjalo –le contestó Toni extendiendo las manos en actitud de calma -. Tú tranquilo, ya te he dicho que el problema es mínimo, deja ya de preocuparte por algo que tiene una solución tan sencilla.
-Yo no sé si esa solución que tu propones es de verdad tan sencilla –exclamó Tomás haciendo un puchero -. Yo creo que sencillo sería decírselo a su novio; sencillo sería cogerla y asustarla; sencillo sería darle por el culo igual que hizo él. Eso es sencillo. Pero esperar que Fred se canse de follar con una tía así no es sencillo, es imbécil.
-Todo se verá, Tomás. Vamos a esperar y los acontecimientos vendrán por sí solos, y nos lo darán todo solucionado –decía Toni sin perder la compostura-. Y nadie le pide que deje de follársela, lo único que se le exige es que no nos deje fuera. Y será cuestión de tiempo que empiece a andar con otras, si no lo ha hecho ya.
-¡Que sí, que sí!..., pero, mientras tanto, nosotros nos morimos de asco y tenemos que estar un sábado por la noche aquí metidos.
-Nos emborracharemos y saldremos...
-¡Si hombre, sin un duro!
-No te preocupes que ya habrá quién pague –dijo Toni con una sonrisa maliciosa-. ¿Qué? ¿Un cubata?
-Seis.
-¿Qué?
-Que quiero seis cubatas, todos aquí en fila. Uno detrás de otro. Sin hielo.
-Estás chalao –carcajeó Toni empezando a escanciar el whisky en los vasos -. ¡Hala! Pues, yo seis no, pero cuatro sí me voy a echar.
      Y preparó los diez cubatas dejándolos en la mesa: una fila de seis y otra de cuatro. Tomás cogió un tenedor sucio que había por allí y comenzó a moverlos para quitarles el gas y que no le hiciera daño en la garganta. Y después, el primero de un trago grande; se llenó la boca entera y tragó apenas dos veces para vaciar el vaso. El segundo, igual. Tres, cuatro, cinco... En el sexto, tuvo que hacer un pequeño esfuerzo, pero también consiguió trincárselo con facilidad. Lo dejó con un golpe en la mesa y miró a Toni dándole la alternativa. A Toni le costó algo más, pero no defraudó: consiguió beberse los cuatro sin despegar ni una sola vez los labios de cada uno de los vasos.
-¡Joder! –exclamó Toni mirando a Tomás y percibiendo como se le ponía cara de borrego por momentos -. ¡Qué pedo vamos a pillarnos!
Pero Tomás sólo pudo soltar un eructo y seguir con la mirada ida de subnormal profundo. Sentía unas enormes ganas de vomitar y luchaba consigo mismo por no hacerlo. El mareo había sido instantáneo, pero eso era lo de menos. Lo peor es que lo vomitara todo y tuviera que volver a beber, porque aquella noche se tenía que emborrachar bien. Tragó saliva y la burbuja líquida que tenía ya en la faringe comenzó a bajar. El peligro había pasado.
-¿Sabes lo que te digo? –preguntó Tomás.
-¿Qué? –contestó, algo gangoso, Toni.
-Que, ahora, tú dos y yo tres. ¿Hace?
-¡Venga!
La operación se repitió otras cinco veces. Mover el cubata y beber de un trago. El alcohol les había cambiado el rostro dejándoles un aire de ausentismo severo.
-Y ahora vamos a buscar a la zorra esa y vamos a darle una paliza. Así aprenderá a no quitarnos el amigo –exclamó Tomás a voces.
-Déjate de cachondeo... –rió Toni.
-No es cachondeo –contestó Tomás mirándole a los ojos.
Toni lo miró a su vez y prefirió dejarlo estar.  Aquella era la primera vez en la vida que había visto un destello de lucidez en la mirada de Tomás.
*
Aída bajaba el camino despacio, pero segura de sí misma. Se había puesto guapa para él. Botas de tacón, pantalón vaquero corto y estrechito, pantys negros que estilizaban sus largas y torneadas piernas, jersey apretado, insinuando cada contorno de su figura, y una chaquetilla negra que se acababa antes de llegar a la cintura. Iba radiante, se había maquillado discretamente, resaltando sus grandes ojos negros y sus labios jugosos. El pelo suelto, brillante, negro, ondeaba con el viento cálido que se había levantado aquel día. Especialmente para ella, para su pelo. Todo era para ella: el viento, el campo con los colores de marzo, el rojo sol que se ocultaba ya en el horizonte… Y sólo ella distinguía lo hermoso que estaba el mundo aquel día.
Ya veía la casa. Allí estaría su amor, presintiendo su llegada. Estaría y le pediría una explicación, pero no haría falta darla porque con mirarse quedaría todo hablado.
Entró.
Al asomarse al pasillo y ver la luz del fondo encendida, sintió cómo se le disparaban los nervios. Estaba allí. Nerviosa, pero decidida se recolocó la ropa y atravesó el pasillo que terminaba en el cuarto en el que se encontraban Tomás y Toni, borrachos perdidos.
*
Iván estaba ya casi en el pueblo y la noche se había cerrado. En su mente aun seguía insistiendo el mismo pensamiento, cuando, en su campo de visión, apareció una silueta que se recortaba por las luces del alumbrado. Se escondió otra vez, y, desde su escondite, pudo ver que aquel en quien había estado pensando toda la tarde pasaba ante sus narices. Sería tan fácil, pensó… Aquí y ahora. Coger una piedra grande y abrirle la cabeza, cobardemente, por la espalda. ¡Qué más daba! Nadie jamás se enteraría de que había sido él, y el pueblo, el mundo entero, marcharían mejor sin aquel parásito. Y Aída volvería a él. Pero, no, era necesario que Aída supiera que había sido él; que supiera lo que había estado dispuesto a hacer por ella. El asesinato y el silencio de ella serían las dos máximas pruebas de amor que pudieran hacerse dos enamorados nunca. La tentación de matarle allí, como un perro, era grande. Pero ella debía verlo. Debía verlo morir como el cerdo que era.
*
-Perdonad, ¿no está Fred? –dijo Aída, cohibida. Se asustó al ver a aquello dos solos. Se asustó al ver como la miraban.
-¡Oh, sí! –contestó Tomás con una amabilidad fingida que más que dar confianza daba miedo-. Ahora viene, guapa. Siéntate y espérale, seguro que no tarda nada.
Aída se sentó, había ido allí para eso. Para verlo y decirle a la cara cuánto lo quería. Si tenía que esperar, esperaría. Aunque maldita la gracia que le hacía estar allí con aquellos dos que parecían acabado de escapar de un psiquiátrico especializado en asesinos en serie.
-¡Mira! –continuó Tomás-. Estamos jugando a un juego muy divertido. Consiste en beberse una cantidad determinada de cubatas de un solo trago. La participación en el juego es obligatoria para todos los asistentes a esta “puta” casa. Y como tú estás asistiendo, pues tienes que participar.
-No, mejor que no –contestó Aída-. Yo espero a Fred y cuando éste venga, ya me tomaré algo; pero ahora no me apetece nada, gracias.
Tomás se levantó y puso su asquerosa cara frente a la de Aída; el aliento le apestaba a whisky.
-No has entendido nada ¿verdad, tía? Me importa muy poco lo que te apetezca a ti. Nosotros estábamos aquí antes que tú. Nosotros estábamos con Fred antes que tú. Y los que estábamos antes dictamos las normas, y tú vas a beber.
-Yo no voy a beber –replicó Aída con firmeza, mirándole a los ojos e intentando no aparentar el miedo que sentía.
-¡TÚ VAS A BEBER! –gritó Tomás tirando un vaso al suelo con fuerza.
Ahora sí que sintió miedo Aída. El tipo que tenía enfrente estaba completamente enajenado, y sus ojos delataban un odio tremendo hacía ella. Un tío como aquel, en el estado en el que estaba, podía matarla con sólo apretar una mano.
-Está bien, tranquilo. Me beberé un cubata.
-No, no, no, no, no. Te beberás seis –volvió a decir un Tomás tranquilo-. Toni, seis.
Éste se levantó y empezó a prepararlos, sorprendido del cambio experimentado por Tomás en tan poco tiempo. Y, de inmediato, también comprendió cuál era su nuevo lugar en el escalafón de mando. El último.
Aída asintió, azorada. Seis cubatas los podía hacer durar hasta que llegara Fred, y, si no, al tercero, diría que se encontraba mal. Porque él no podía tardar, siempre había estado allí. Aun sin conocerle, cuando lo había necesitado, había estado allí. Incluso aquella primera vez.
 Dios escribe recto con renglones torcidos.
Los seis cubatas le fueron colocados, uno tras otro, en fila frente a ella. La sola visión de tanta cantidad de líquido le hizo tener una arcada psicológica. Despacito –pensó-, despacio, y no habrá problema; tragando saliva los conseguiré hacer tragar...
-¡Venga, el primero de un trago! –ordenó Tomás-. Nosotros los hemos bebido así, y tú no pretenderás ser menos, ¿verdad?
-No pienso beberme ni uno de esos vasos de un trago –dijo Aída con un nuevo tono de superioridad.
-Te lo beberás.
Aída comprendió que en aquel horrible rostro no había ni pizca de comprensión, ni de sentimientos, ni de nada de lo que distingue a un hombre del animal más sanguinario. La mirada, lo único. A un felino no se le podía culpar de sus crímenes, pero ni siquiera un felino tenía aquella mirada. No, no iba en broma. Esto era el resurgir de otra pesadilla, otra prueba más que le mandaba el destino. ¡Joder!
Cogió el vaso y se lo llevó a la boca sin titubeos. Comenzó a tragar. El gas de la Coca Cola le quemaba la garganta y el alcohol del whisky parecía llegarle al estómago antes incluso de tragarlo. Rogó que sólo le hicieran beber aquel vaso; otro más así no lo aguantaría. Terminó el vaso jadeando, controlándose para no soltarlo todo. Apretando los labios y tragando saliva con fuerza…. ¡Ya! Parecía que el peligro había pasado. Por ahora.
-Muy bien, te estás comportando como una autentica zorrita –dijo Tomás aplaudiendo -. Siguiente... ¡De otro trago!
-¡Oh, no! –exclamó Aída, alarmada.
-¡Oh, sí! –replicó Tomás con un rictus que pretendía ser una sonrisa.
*
Fred no vio defraudadas sus sospechas cuando divisó desde lo alto de la loma luces en las ventanas de “La Cabaña”. No se había equivocado, estaban allí.  Hizo un rápido inventario palpándose los objetos que tenía en sus bolsillos: papel de fumar, cocaína, hachís, pastillas, tabaco, condones, chicles.
Bajó la loma silbando. Ya había cerrado el día completamente y la noche extendía su sombra por el lugar. El paso firme de Fred delataba las cientos o miles de ocasiones que había bajado y subido ese camino. Y la mayoría de las veces con el sentido del equilibrio más perjudicado que en aquel momento. La casa se encontraba ya a un paso. Sacó un cigarrillo del bolsillo y lo encendió aspirando profundamente.     
*
-¡Bebe! –volvió a decir Tomás como si se le estuviera agotando la paciencia.
-¡Por favor,...!
- ¡Es la última vez que te lo digo! –por el tono empleado, era la última vez que se lo iba a decir.
Ella obedeció, no se podía desobedecer una orden ordenada así. Se le veía en sus ojos que no tenía nada que perder, o que no le importaba. Y eso la asustaba. Si Fred no aparecía pronto, tendría que pensar en una salida para aquello. “Haz tiempo, haz tiempo, Fred acudirá”.
Se apoyó el vaso en el labio inferior y comenzó a volcar el contenido en su boca. El trasiego era lento. Cada vez, tragar le costaba mayor esfuerzo. Cada vez más. Las burbujas del refresco le seguían quemando la garganta, y el acre sabor del whisky le provocaba unas arcadas que no sabía por cuánto tiempo iba a poder contener.
No fue mucho. Lo último que había bebido salió expulsado de golpe, sin haberle dado ni siquiera tiempo para despegar los labios del vaso. Tiró el vaso al suelo, y la segunda arcada fue aún más violenta que la primera: todo su cuerpo se convulsionó para facilitar el tránsito interior de aquella pasta que salió disparada hacia la jeta de Tomás; la tercera se repartió entre la mesa camilla, el suelo y sus propios zapatos y medias. Un vómito negro, humeante, asqueroso, compuesto por algo que había comido y que no conseguía recordar, tintado con la Coca Cola de los cubalibres. Se sintió morir, no tuvo miedo de la reacción que pudiera tener el gorila. Se iba a desmayar, se dejaba ir, si la dejaran ir...
Pero no la dejaron.
-¡Mecagüenlaputa, pero mira cómo me ha puesto! –Tomás estalló rojo de ira, con una parte del vómito deslizándosele por la cara, formando una nauseabunda lágrima negra-. Te he dicho que te bebieras el cubata, ¡no que me lo escupieras! Y eso es lo que quiero que hagas, que te lo bebas. ¡Y TE LO VAS A BEBER!
Aída oía voces pero no podía relacionarlas con nada en concreto. Era incapaz de levantar la cabeza de encima de la mesa. La tenía paralizada, como si le pesase cien kilos. Sin embargo, algo o alguien la ayudó a levantarla tirándole de los pelos. Era curioso: no le dolía demasiado.
-¡Claro que te lo vas a beber, PUTA, PUTA, PUTA, PUTA, PUTA, PUTA, PUTA, PUTA!...
Y a cada “puta”, Tomás iba cogiéndose un puñado de vómito de la ropa, o de la cara, o de la mesa, o del suelo lleno de tierra, y se lo iba introduciendo en la boca, por la fuerza, como a la oca que se la ceba para hacer el foie. Aída no podía respirar. Lo intentaba, pero cada vez que abría la boca, entraba más papilla en ella. Ella, en un principio la soplaba para expulsarla; pero volvía a entrar más, y gastaba el poco aire que le iba quedando en los pulmones. Era más fácil tragar, tragar aquello que había salido de ella y que había sido contaminado por el aire, y la tierra y las manos de aquel gañán que se lo restregaba por la cara, que le metía los dedos llenos de tierra en la boca, llenos de mierda. Que con la otra mano la sujetaba por el pelo y la obligaba a mirarlo, en un contrapicado en el que le veía aún más temible, más demonio o más Dios, rojo, loco. Gritando PUTA, PUTA, PUTA,  a ella que sin duda lo era, que sin duda se había comportado como tal. Pero había sido por amor. Lo juro que había sido por amor.
*
Fred abrió la puerta de “La Cabaña”, que volvió a chirriar como siempre, y aquel chirrido le hizo sentirse de nuevo en casa. Aquella ruina destartalada y sucia, su verdadera casa. Él era como ella, desordenado, caótico, brutal y rotundo. Oscuro y complejo, y a la vez simple y ya viejo. Las luces estaban encendidas, se felicitó por creer conocer a sus compinches mejor que ellos mismos y que no hubieran defraudado sus suposiciones. Pero algo iba mal. Con el simple ruido de la puerta, debían haber salido a ver quién era. A no ser que estuvieran demasiado borrachos para oírlo, o hubieran puesto música. Sí, siempre que venían ellos dos solos ponían música, ya que casi nunca tenían nada de que hablar. Pero no se oía música, lo que pudo percibir era un extraño gorjeo, como si se estuviese estrangulando a alguien. Los recientes acontecimientos ya le hacían desconfiar de todo, era un ruido extraño, violento y sobrecogedor: aajjjjjjjjjajjjjajjjj. Buscó algo con lo que poder defenderse de aquello que desconocía, o atacar. Encendió el mechero y encontró una goma naranja, de las que se utilizan con las bombonas de butano. Aquello podría servir. Se acercó a la puerta y miró a través de las rendijas, pero no pudo ver lo que pasaba; solo veía la inmensa espalda de Tomás, y a éste hacer unos fuertes movimientos con un brazo; también vio la cara blanca de Toni, asustado y a punto de llorar, pero sin atreverse a hablar. Un estremecimiento recorrió la espina dorsal de Fred, porque en aquel momento supo quién estaba detrás de Tomás.
Abrió la puerta de un golpe:
-¡¿Qué coño es lo que pasa aquí?! –gritó Fred irrumpiendo con fuerza.
Tomás volvió la cabeza lentamente, desconcertado ante la interrupción, con los ojos viciosos, con sobredosis de perversión.
-Nada Fred, nos estamos divirtiendo con tu zorra. Sólo eso –contestó un Tomás demasiado tranquilo -.También tenemos derecho ¿no?
Y en ese momento se la enseñó a Fred alzándola del pelo casi en vilo, con la cara morada,  el cuerpo flácido y un reguero de sangre y vómito recorriendo la comisura de su boca, fallándole las piernas pero sin atreverse a desmayarse por completo, como aquel que cabecea de sueño.
-Freeed...  –dijo dulcemente Aída, alegrándose de verlo. Con la grotesca máscara que era su cara sonriendo, con los dientes cubiertos de una pasta rojiza. Pero con una inmensa alegría reflejada en sus ojos.
A Fred se le rompió el alma. Un gran nudo le atoró la garganta y las lágrimas pugnaron por salir cuanto antes de sus ojos. Un gran sentimiento de piedad se apoderó de él.
-Pero, ¡Dios mío!, ¿qué le habéis hecho? –quiso haberlo dicho con firmeza, pero no le salió así; lo dijo con la voz entrecortada por el llanto.
-Pues, hasta el momento, ni las tres cuartas partes de lo que le hiciste tú. Todavía nos queda algo por hacer... –contestó un Tomás rebosante de sí, sujetándola todavía del pelo como a una marioneta de tamaño natural.
-Suéltala por favor.
-Bueno, si es por favor...
Tomás cambió la posición de su mano en la cabeza de Aída, dejó de sujetarla por el pelo y extendió la zarpa por su nuca cubriéndola casi en su totalidad. Después empujó con fuerza. El cuerpo de Aída se encontraba desprevenido para tan tremenda sacudida, cayó hacia delante pegando con la frente en la mesa y estableciendo un arco con el cuerpo rebotó hasta quedar tendida boca arriba, gimiendo y llorando, pero sin poderse levantar. La habían abandonado las fuerzas, pero no estaba asustada, porque él había llegado, su príncipe, y así lo vio. En ese momento, estaba frente a ella, empuñando una goma de butano y dispuesto a batirse por ella, lo supo, lo vio con una especie de aura rodeándolo, un ente azul que le difuminaba las líneas del cuerpo. Iba a batirse con el dragón.
-...ya está, soltada –dijo Tomás con una mirada de suficiencia.
Y éste fue el detonante. Fred, al ver cómo la chica se golpeaba en la cabeza y salía despedida para atrás, se llenó de cólera. Se le inyectaron los ojos de sangre y se cegó. Blandió el improvisado látigo y lo descargó contra Tomás dándole entre el cuello y el hombro. Éste dio un grito al sentir como la goma se le pegaba a la piel. Fred la volvió a descargar contra el cuerpo de Tomás, pero esta vez no llegó a su destino; con un rápido movimiento, Tomás consiguió interceptar la goma y afianzarla con la mano; después, de un fuerte tirón se la arrebató.
El primer latigazo que recibió Fred fue en la ceja. Sintió cómo se le rajaba y broba un manantial de sangre sobre su ojo. Asustado se echó la mano a la herida. Estaba indefenso.
-Mira, hijoputa, esto es lo que he querido hacer desde que te conocí –dijo Tomás con los dientes apretados -. Ahora vas a pagar de verdad, no como antes, con dinero sino como se debe pagar la humillación. Ya no me volveré a hacer más el tonto para conseguir de ti unos cubatas. Ahora los pagarás y no mandarás. Ahora quien manda soy yo, mando en ti...
Descargó la goma y le rasgo la ropa junto con la carne a la altura de la tetilla.
-... mando en tu vida, en tu muerte, me la suda matarte ¿entiendes?
…Al sentir el segundo latigazo, soltó un grito tremendo. Aída lo miraba y no podía hacer nada. Ahora sí la vio llorar. El tercer latigazo le dio en las costillas y le hizo doblarse hacia delante; el cuarto, en la cabeza, lo arrojó al suelo, al lado de Aída. Se cubrió la cara con los brazos y se dejó llevar.
-...ahora mando yo. Y si no te mato te dejaré marcado el cuerpo. ¿No quieres ir de bohemio, de mártir, de maldito?... Ahora sí que vas a tener heridas de guerra de las que poder presumir. Ahora no tienes a nadie que te defienda. Es gracioso ¿no? El guardaespaldas  es ahora el verdugo. Cómo cambia el mundo...
El siguiente latigazo le rajó el antebrazo.
-...éste por mí.
El siguiente le rajó el cuero cabelludo.
-... y éste por Toni.
La ropa y el tríceps.
-...y éste por todas las tías que me han gustado y que tú te has follado.
El pecho.
-...y éste por tratarnos como a mierda.
El pecho,
las manos,
las costillas,
el pecho,
la cabeza,
la cabeza,
los brazos...
La batería de golpes iba destrozando el cuerpo de Fred que los aguantaba ya sin gritos; el propio dolor lo había anestesiado, y ahora sólo esperaba que todo acabara de una vez.
Tomás paró el recital, resoplando. Fred aún seguía encogiendo el cuerpo acostumbrado al ritmo regular de los golpes. Tomás se volvió hacia Toni, colorado y temible. Éste lo miró con ojos asustados.
-Me voy de aquí ¿vienes? –preguntó Tomás.
Toni, temeroso, asintió.
Tanto Fred como Aída los oyeron marcharse y se quedaron inmóviles durante un largo periodo de tiempo. A Fred, el dolor se le estaba haciendo ahora  insoportable, y Aída sólo quería estar junto a él.
-¿Cómo estás? –preguntó Aída con voz tenue.
-Jodido –contestó Fred doliéndose -. Por lo menos parece que he dejado de sangrar.
-No te preocupes yo te curaré.
Aída se movió hasta quedar frente a él. Y le lamió la herida de la ceja, y la de los brazos, y cada pasada de su lengua por cada nueva herida iba seguida de una contracción muscular. Y a Fred le dolía, pero era un dolor excitante; le escocía, pero no quería dejar de sentirlo, porque era eso lo que estaba haciendo en aquel momento, sentir. Y Aída le quitó la camisa y le lamió las heridas del torso; a lo largo de la herida, en toda su longitud, muy despacio; y después le lamió la piel donde estaba la sangre casi seca, limpiándosela, dejando un rastro rojizo difuminado, del mismo color con el que se iban tiñendo sus labios y su lengua. Cuando hubo acabado este ritual, se dirigió a la cara y le lamió la sangre que había brotado de su cabeza, y, al llegar a la boca, ambos se besaron con pasión.
Y los dos olvidaron todo dolor.






 Sigue en el Capítulo IX...


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7 comentarios:

  1. Sin animo de ofender pero esto mas que un libro parece uno de aquellos folletines por entregas para adolescentes que se publicaban en revistas como super pop ó clan.

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  2. Me ha encantado,emocionado y sobrecogido este capítulo.

    Enhorabuena

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  3. Muy, pero que muy duro...

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  4. En este capítulo vuelve a dar la vuelta todo. Nos tienes en ascuas, al final tendré que comprar el libro para leerme el final.

    Muchas graccias por tu generosidad

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  5. Duro pero hermoso. Sigue así.

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  6. I-m-p-r-e-s-i-o-n-a-n-t-e...

    Muy bueno este capítulo, la verdad. Todo el cruce de sentimientos y sensaciones entre los distintos personajes, el hilo temporal, las reacciones tan intensas...

    Me gustó, de verdad. Sobre todo el análisis acerca de Fred que hacen Toni y Tomás en el bar. Qué certero, y cómo evoluciona eso hacia la lucha por la posición de "macho alfa" de la manada.

    Pues nada, a esperar al siguiente capítulo (o a comprarlo en bubok, claro).

    PD. Me ha hecho mucha gracia lo de "el mondongo de entrañas que van desde el corazón hasta la boca del estómago". Hacía mucho que no veía escrita esa palabra, aunque creo que somos bastantes los que la usamos a menudo en el lenguaje verbal, jaja.

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