IV
Aida se levantó temprano aquella mañana de domingo. No había podido dormir y prefirió dejar la cama e intentar hacer algo para distraerse, antes que permanecer acostada atormentándose y haciéndose, una y otra vez, la inútil pregunta de qué era lo que debía hacer. Porque sólo había una solución posible, un camino, una única opción; y ésa era la de no hacer absolutamente nada. No denunciaría a su agresor: era inútil enfrentarse contra alguien así, era demasiado poderoso; el pueblo estaba por completo sometido a el, pues la mayoría de familias trabajaban para su padre. Si lo denunciaba, todo el pueblo se le echaría encima, y ella ya se sentía excesivamente incomprendida en aquel lugar que no era el suyo, con aquella gente que nada tenía que ver con ella. Si al menos estuvieran sus padres...
No, no era bueno para una niña de ocho años perder a sus padres.
Recordó el día…
Cuando se lo comunicaron, comprendió cuál había sido el hecho y su gravedad, pero ahora se daba cuenta de que no pudo calibrarlo en toda su magnitud hasta que hubo pasado mucho tiempo.
Pensó en todos los cambios que tuvo que asumir sin ningún tipo de transición, cuando tuvo que dejar a todos sus amigos y conocidos e irse a vivir con unos tíos a los que había visto a lo sumo un par de veces durante las vacaciones en el pueblo; cuando tuvo que dejar el barrio donde vivía e irse a un sitio en el que todos la miraban con lástima y al que no se acostumbraba, al que nunca se acostumbraría. Pero sobre todo, tuvo que habituarse a vivir sin sus padres, quienes, en aquella edad tan temprana, constituían la totalidad de su pequeño mundo.
Le vinieron a la cabeza los recuerdos de aquellos tiempos, seguramente como remedio para ahuyentar aquellos otros en los que no podía dejar de pensar.
Recordó el día y…
…Recordó que, aquella mañana, su madre no había ido a recogerla a la escuela como acostumbraba; en su lugar, allí estaba la tía Fanny, que en realidad no era tía suya, sino una buena amiga de su madre bastante excéntrica. Recordó su extrañeza: siempre que su madre se ausentaba o no podía ir a por ella, mandaba a la chica que la cuidaba; pero, aquella tarde, la que estaba allí, con su pelo rojo y sus mallas floreadas, era Fanny, quien mostraba una expresión de congoja que no pasó desapercibida a Aída. Fumaba compulsivamente
- ¿Qué pasa? ¿Y mamá? -recordó haber preguntado Aida.
- Hoy he venido yo a por ti cariño. Tu mami no ha podido -replicó Fanny intentando sonreír sin conseguirlo del todo.
- ¿Por qué? - había preguntado Aida con obstinación infantil.
- Pues porque papi y mami han tenido que salir de viaje de improviso - Fanny seguía intentando esbozar una sonrisa y seguía sin conseguirlo-. Hoy vamos a comer juntitas en una pizzeria o donde tú quieras, y después iremos al cine. Veremos la película que mas te guste. Ya verás qué bien nos lo vamos a pasar las dos juntas.
- Pero, tía Fanny, hoy no puedo, tengo trabajo de la escuela.
- Por un día no pasará nada, tú tranquila.
Fanny le abrió la puerta del coche y Aida subió a él. Antes de montar a su vez, Fanny tiró el cigarrillo, que había apurado hasta el filtro y encendió otro.
- Tía Fanny, ¿puedo poner la radio?
- Claro que si, guapísima -había dicho Fanny acariciándole la cabeza.
El viaje transcurrió sin el menor asomo de conversación. Aída recordó que le había extrañado tanto silencio: tía Fanny podía ser de todo menos silenciosa. Pero aquel día su extraña tía/no-tía mantenía un silencio de tumba.
-¿Nos quedamos aquí? -dijo Fanny señalando un McDdonalds a su izquierda.
-¡Siiii! - había dicho la niña entusiasmada con la idea.
Pidió una hamburguesa. No recordaba de qué clase. Ahora las odiaba.
Pidió también una Coca Cola y patatas fritas. En el paquete, venía un muñequito de alguna película de dibujos animados que le hizo ilusión. Su tía Fanny pidió un sándwich, también con patatas, y, antes de dar el primer bocado, rompió a llorar.
- ¿Qué te pasa, tía Fanny? -había preguntado Aida dejando a un lado la hamburguesa que devoraba con fruición.
- Tengo que hablar contigo, Aída. Ha ocurrido un accidente, pobrecita... -Fanny llorando se abrazó a ella.
A Aida se le formó un nudo en la garganta y se le saltaron las lágrimas. Aunque no sabía el motivo por el que Fanny lloraba, podía recordar lo mucho que le apenó verla así; por eso, ella también la abrazó, aun sin saber a qué se debía todo aquello. Pensando inocentemente que era ella quien consolaba a su tía, que era su tía la que necesitaba aquel abrazo.
- ¿Qué te pasa, tía? -había preguntado Aida con cierto tono de comprensión.
- Tus padres..., Aida, tus padres... -Fanny lloraba a moco tendido-... han tenido un accidente... y... -agarrándola de los hombros-... se han muerto.
La noticia fue un tremendo mazazo. Fue como un flash que te deja de momento atontado. Aida no sabía exactamente qué sentir. Intentó buscar en su mente inexperta un gesto, alguna palabra, alguna reacción que pudiera describir el tremendo dolor que había sentido. Después pensó que no podía ser, era imposible, su mente no aceptó la noticia.
- Vamos tía, no te preocupes. Vamos a casa y verás como todo es un error. Verás como no…
- Pobrecita mi niña..., pobrecita... - Fanny repetía una y otra vez estas palabras.
- Si no puede ser tía, si los padres no se mueren cuando los hijos son pequeños. Es un error -Aida se aferraba fuertemente a esa idea-. ¿No ves que los niños pequeños no podemos vivir sin los padres? ¿Es que no lo ves? -Aida empezó a desvariar-. Seguro que es un error. ¡Vamos a casa que lo vas a ver! ¿No ves que esta mañana estaban en casa, y mamá me ha hecho el desayuno y después me ha traído papá al cole? Y después mamá ha venido a por mí a la escuela. ¿Tú por qué estas aquí? , ¿Y mamá adónde ha ido? Antes estaba aquí… -Aida recordó haber soltado un estertor de llanto-. ¡MAMÁ, MAMÁ, ¿DONDE TE HAS IDO?!
Las voces sobresaltaron a los clientes de la hamburguesería que se volvieron todos a la vez para mirarlas.
Los nervios de Fanny también estallaron y sin saber qué hacía comenzó a sacudir a Aída por los hombros. Ora la sacudía, ora abrazaba su cabeza apretándola fuertemente contra su pecho. Le gritaba que se callara, que no gritara, que se tranquilizara. Le decía "pobrecita mi niña". Después se quedaron allí como estaban, llorando en silencio, exhaustas por la descarga emocional. En los ojos enrojecidos de algunos clientes se veían rastros de llanto.
Todavía ahora había noches en que oía aquellos gritos de su tía Fanny.
Salieron de la hamburguesería y montaron en el coche. Se quedaron sin moverse durante algún tiempo. Después Fanny se sobrepuso un poco y, lentamente, consiguió llegar hasta la casa de Aida.
Aparcaron en doble fila y subieron al ascensor en silencio, como sabiendo que, una vez dejado éste, se enfrentarían a una realidad que no tenía ya vuelta de hoja; ya sería inevitable hacerle frente a esa desgraciada situación.
Salieron del ascensor y oyeron el trasiego de gente que iba y venía dentro del piso. Aida recordaba que el pensamiento que tuvo en esos momentos no fue para sus padres, fue para ella. Quería salir de allí, huir, no tener que dar explicaciones, ni poner una cara de abatimiento que no sabía si sería o no la cara que todos esperaban que pusiera.
-¡Era sólo una niña, joder! -dijo en voz alta Aida desde la distancia del tiempo-. No estaba preparada para eso. Para eso no está preparado nadie.
Fanny llamó a la puerta y ésta se abrió apareciendo en ella una figura descompuesta y llorosa que resultó ser su tío Luis, quien se arrodilló junto a ella y la abrazó con fuerza, soltándose a llorar a raudales, con rabia. Preguntándose el porqué.
Entró en el piso con pasos inseguros. Su tío Luis y Fanny la seguían. Empezó a ser vagamente consciente de la magnitud de la situación, y, ralentizando sus pasos, realizó pequeñas paradas como para retrasar en todo lo posible lo inminente de la tragedia. Lo primero que sintió al pasar al salón fue una serie de abrazos de gente a la que no había visto nunca o que en ese momento no recordaba. Esos abrazos fueron el detonante de la explosión de llanto que ya no pararía hasta pasados varios días.
Recordó que la estancia no estaba ni mucho menos sombría, sino que, por el contrario, se hallaba muy iluminada, debido a que todas las ventanas estaban abiertas de par en par; el aire que penetraba a través de ellas hacia revolotear las cortinas proyectando sombras fugaces y movedizas sobre las paredes del cuarto.
El tiempo se detuvo un momento.
Todavía se percibía un ligero aroma del gas que mató a sus padres.
Ella no los vio. No estaban allí, se los habían llevado para practicarles la autopsia; ni el velatorio, al que ella no asistió, se celebró en la casa en donde había vivido.
Fanny la acogió en la casa que compartía con su novio, y, a pesar de las atenciones que ambos le prestaban, ella se mantuvo ausente. En un estado de autismo absoluto, en el que se negaba a la vida. Un duro luto interior. Un dolor demasiado maduro, increíble para una niña.
Pero ya estaba lejos el dolor, la herida había cicatrizado. Y ahora, después de lo ocurrido la noche anterior, los recuerdos se le agolpaban tan vívidamente que le fue difícil contener las lágrimas. Con lo que había pasado, parecía como si le hubieran quitado la costra de la melancolía.
Su tío Luis y su tía Lucía la recogieron al cabo de dos días y la metieron en el coche que la conduciría a su destino definitivo. En el coche Aida pensó con esperanza en su nueva situación. Tenía nuevos padres, nuevo colegio, nuevos amigos que la ayudarían a superar y olvidar la ausencia de los suyos.
Pero, transcurrido un mes, descubrió, desolada, que su nueva situación no era ni mucho menos como la había imaginado en el coche. A pesar de los esfuerzos de sus tíos por ayudarla, ella no se adaptaba. El pueblo era cruel. No conscientemente, quizá, pero sí con su permanente presión sobre la pobre-niña-huérfana: recordándole siempre su desgracia, impidiéndole el olvido. En el colegio era un bicho raro, nadie de allí era huérfano, por lo que sus compañeros no tenían una idea muy clara de lo que eso podía significar; para ellos, era como si tuviese una enfermedad incurable; sabían por sus padres que debían compadecerla, pero no llegaban a entender cuán grande era su desgracia.
Por lo que, desde un principio, ella se negó a todos ellos.
Después conoció a Iván, un vecino dos años mayor que ella, que pronto se convertiría en su inseparable compañero de juegos y aventuras imaginarias, y que, con el tiempo, se pasaría a ser el depositario de todos sus afectos y también el protagonista de sus primeros escarceos amorosos. Pensó en lo mucho que quería a Iván.
Y en lo que le habían hecho.
Iván se convirtió en la única base sólida a la que Aida siempre podía aferrarse. Él también se consideraba un inadaptado. A los diez años ya era un auténtico experto en los fenómenos ovnis. Intrépido, no había peña en el monte que él no hubiera pisado o montaña que no hubiera bautizado con el nombre de cualquier planeta. Imaginativo, cualquier salida al campo en su compañía se convertía fácilmente en una aventura sideral. Después, Iván se convirtió en una bestia de los estudios, aislándose también él y aferrándose más a la amistad, que ya empezaba a ser amor, de Aida. Y, como no podía ser de otra forma, éste llegó con toda su intensidad: un amor sólido, tocado con cierto punto de costumbre que hacía más difícil la vida del uno sin el otro. Cada uno había llenado ese amor con lo mejor de su personalidad: Aída lo dotó de sensibilidad y romanticismo; Iván, de pasión y seguridad.
Iván era calculador, su entusiasmo por las ciencias había dejado de lado lo imaginativo de antaño y era lo lógico lo que ahora primaba en él. Sólo Aida lograba que toda esa parte más cerebral se convirtiera en irrefrenable pasión.
Era tan bueno con ella...
Aída mordisqueaba una tostada con aire ausente, ensimismada en sus pensamientos, cuando la voz de su tía Lucía tronó en el pasillo y llegó hasta la cocina:
- Aida, ¿eres tú?
- Si, tía -contestó ella con desgana.
- Te has levantado muy temprano, ¿no?
- Si... me he desvelado. No podía dormir.
Lucía entró en la cocina y empezó a prepararse un café.
- Bueno, ¿Qué pasó anoche?
Aída se sobresaltó. ¿Que podía saber su tía? Y, sobre todo, ¿cómo se había enterado? La pregunta que le había formulado su tía no era la acostumbrada. ¿O sí?... Tal vez esa pregunta se la había hecho todos los domingos, o acaso todas las mañanas, y ella se había limitado a contestarla de forma automática. Se aventuró a preguntar para aclararse.
- ¿Cómo?...
- Que dónde fuisteis Iván y tú anoche. ¿Qué hicisteis?...
Aída respiró aliviada.
- Pues, a la discoteca... Aquí no hay muchos sitios para elegir.
- ¡Ay, hija, nunca me cuentas nada!...
- No hay mucho que contar.
¡Joder si lo había! Aída sentía una horrible comezón en la boca del estómago. No sabía si iba a ser capaz de aguantar sin decírselo a nadie o por el contrario se iba a derrumbar y a soltarlo todo. Quizá fuera esto último lo que necesitaba para desahogarse; pero esta opción (definitiva) supondría una serie de problemas terribles, tanto para ella como para su familia. Significaría tener que contestar a una interminable serie de preguntas, rememorar aquello una y otra vez. Significaría aguantar las miradas suspicaces de todo un pueblo sometido a los designios de la familia de su agresor.
Eran tantos los sentimientos contradictorios... Por un lado, el querer, el desear con más fuerza de la que tiene uno, que aquel mal nacido se pudriera en la cárcel. O bien que muriera.
(¿Podría hacerlo ella?).
Por otro lado, la impotencia que provoca la batalla que se sabe perdida de antemano. Era tan terrible todo; tanto lo que tenía que pensar... La decisión, fuera la que fuera, tenía que tomarla ya.
Porque la amargura la estaba matando.
- ¿Has hecho ya tu cama? -la voz de su tía volvió a despertarla.
- ¿Qué...? -contestó maquinalmente a esa pregunta inesperada.
- ¡Cómo estás hoy, hija! -recriminó Lucía con una sonrisa-. Que si has hecho tus tareas…
-¡Ah, eso!... Sí, en cuanto me he levantado las he hecho.
(Había tenido que ponerse a hacer algo para olvidarse de sus pensamientos y no volverse loca).
Aida miró a su tía preparar el café para su tío. Iba como una hormiguita ordenando trastos mientras la cafetera estaba en el fuego. Siempre estaba haciendo algo, con esa hiperactividad dicharachera y andaluza: moviéndose, andando, hablando o cantando.
Habían sido tan buenos con ella… Aparte de Iván, ellos lo habían significado todo. Como los mejores padres. Unos padres que, al carecer de hijos propios, habían volcado en ella todo el cariño que estaban necesitados de dar. Unos padres comprensivos y liberales a su modo, alegres. Le habían sabido inculcar una educación crítica no exenta de responsabilidades; cuidadosamente planificada, sin duda, en los tiempos en que todavía tenían esperanzas de recibir un hijo propio. Su tío, maestro de escuela, le había contagiado el amor por la cultura y por el aprendizaje, mientras que su tía le había brindado comprensión y complicidad en aquellos años de confusión en los que todavía se hallaba. E Iván... Iván la había enseñado a amar. Ese amor de un hombre bueno.
Pero no. Ya iba teniendo demasiada suerte. Las desgracias vuelven de forma cíclica, inexorablemente, ¿Qué más le podía pasar? No. Definitivamente, la vida no la había tratado bien. Dos terribles tragedias habían servido de paréntesis, como principio y final de una aparente vida tranquila y feliz. Unas tragedias demasiado atroces y aterradoras como para ocurrirle a una persona en una sola vida. Llegó a creer en un karma anterior por el cual ahora estuviera pagando factura, y volvió a sentir la impotencia, esa impotencia desmedida que nos impide revelarnos contra quien nos hace daño o incluso contra los que dirigen nuestro destino.
En ese momento llegó a odiar a Dios.
Parecía como si los hilos invisibles que iban manejando sus actos y su vida los estuviera manipulando un ser desequilibrado, que en la seguridad de su refugio se regocijara contemplando las cuitas de los pobres mortales, a los que por otro lado llamaba hijos.
Imaginó a Dios en su imagen más típica y tópica: un ser imponente, que en su delirio se había hecho instalar, entre brumas, cientos de monitores de televisión, en los que iba apareciendo toda la vida de las personas. Éste Dios se había olvidado ya de venganzas y catástrofes bíblicas, y había adoptado un método más sutil y efectivo de aniquilación: la destrucción de la voluntad. Y los miraba con el rostro congestionado por la risa, faltándole el aire para respirar, hipando mientras le temblaba la oronda panza debajo de su túnica, con las mejillas húmedas y grasientas a causa de las lágrimas. No pudiendo parar de reír.
O quizá es que Dios había muerto y nadie los protegía ya de su propia suerte.
¿Qué iba a pasar con ella? ¿Qué iba a pasar con Iván? No sabía si iba a ser capaz de verle, de mirarle a la cara y darle una explicación totalmente inventada de lo sucedido. No sabía si iba a poder volver a salir a la calle. Tenía miedo, miedo, mucho miedo. A que lo notaran, a que la señalaran, a que pudiera volver a ocurrir (no, eso no lo permitiría, moriría si fuera preciso)... Tenía que irse del pueblo. No soportaría cruzarse con su agresor, como tantas otras veces, y no poder hacer nada. Quizá llorar... Pero sabía que, cada vez que lo viera, se despertarían todos sus demonios. Debía exorcizar aquellos fantasmas. La venganza fue gestándose poco a poco en su mente… “Venganza”. ¡Que palabra tan enorme! Él era un monstruo que le iba devorando sus pensamientos, un ente que estaba invadiendo su consciencia y su subconsciencia.
Un tumor que había que extirpar.
Sigue en el Capítulo V...
Si no quieres esperar, ya puedes conseguir tu ebook completo tan sólo por 4.40 € aquí:
Braulio (Mr. Williams) , O.K. Ciertamente va teniendo cuerpo, desarrollo y... suspense. Ha "fabricado" y preformado bien un nuevo personaje. Enhebró bien el asunto de los tres "verbenas" con la protagonista de este capítulo, dejándolo a punto de caramelo. Me ha gustado.
ResponderEliminarNo esta en pdf? es que quiero tenerla toda y entonces me la leeré.
ResponderEliminaren mi twitter te la he promo, a ver que tal en mi TL de hoy en @fernandolaot, animo, me parece muy interesante, espero llegar algun dia a poder hacer lo que tu, escribir
ResponderEliminarPablo. Con permiso de Braulio: Con el lado derecho del ratón le das a "seleccionar todo", luego a "copiar" y despues abres el word , le das a "pegar" y ya tienes un word.Y si tienes el capricho de leerlo en PDF, cualquier programa de transformación gratis te lo hace.
ResponderEliminarNo encuentro los enlaces para bajarme el capítulo 4 en formato ePub. ¿Le ha pasado al enlace en "4shared"?
ResponderEliminarNo le veo ningún problema al enlace para el ePub. A mí me sale bien en este link
ResponderEliminarhttp://www.4shared.com/file/VSzHL4k-/Las_coreografias_del_fin_-_Cap.html
Si te persiste el problema, dame un toque...
Yo no veo el enlace para descargarme el capítulo 4 en doc. ¿Me lo puedes poner?.
ResponderEliminarNo me salen los enlaces
ResponderEliminarcomo en los tres anteriores capitulos
¿es un problema solo mio?
Yo no seré una persona conocedora, pero si se lo que me gusta, y este capítulo me resulto bastante bueno, muy emotivo.
ResponderEliminarBuenísimo el capítulo, ¡Queremos más!.
ResponderEliminar¿Serán siempre un capítulo por semana?
Estamos en ascuas...
Estoy de acuerdo con los comentarios anteriores, este capítulo está muy bien estructurado. Es emotivo pero no cae en la sensiblería, y hace una radiografía del personaje muy buena.
ResponderEliminarVenga, otra pieza en el puzzle... a seguir leyendo.
Otro, otro, otro...
ResponderEliminarMe gusta tu relato, enhorabuena.