V
Fred dio un respingo de sobresalto cuando su madre entró gritando en la habitación. Era como si se acabara el mundo. En ese momento, le pareció que algo así tendría que ser el preámbulo del Apocalipsis, con su madre entrando como una loca en su habitación, los ojos desorbitados y, en las manos, unos pantalones manchados de sangre.
-¡Fred, despierta! ¿Qué es esta sangre? -gritaba Encarna.
Y mientras gritaba, le retiró las mantas y comenzó a examinar el cuerpo de su hijo para encontrar el origen de las manchas.
-¿Estás herido?... ¿Qué te ha pasado?... -Encarna miraba aprensivamente el cuerpo de Fred-. Tienes sangre en los pantalones y, mira, también aquí, en los calzoncillos.
Fred miró hacia abajo y, sí, le pareció ver una mancha roja sobre el fondo blanco de los calzoncillos; pero antes de que pudiera detenerse en ella, su madre ya se los había bajado y le miraba los genitales buscando la posible lesión. Fred creyó que estaba soñando o que todavía seguía bajo los efectos del tripi de la noche anterior.
-¡Quita, joder! -exclamó violentamente Fred mientras recuperaba la figura y la dignidad subiéndose los calzoncillos.
-¡Pero, ¿qué es ésta sangre?! -volvió ella a preguntar, obstinada.
-¡Y yo qué cojones sé! No recuerdo nada; pero, por lo que parece, mía no es.
-Pues de alguien tiene que ser, ¿no? De alguien tiene que ser...
Encarna repetía lo mismo una y otra vez.
Fred empezó a sentir arcadas. Un fuerte mareo provocado por lo violento del despertar y por no haber dormido todo lo que necesitaba se mezcló con el dolor de cabeza habitual de las mañanas de domingo y con la monótona cantinela de su madre. Decidió mentir para quitarse de encima el muerto y que le dejaran potar tranquilo:
-Ayer, en la discoteca, hubo una pelea -Fred hablaba despacio y tranquilo, respirando entre las palabras para no viciar el aire de sus pulmones y no marearse más-. Yo me vi envuelto en ella y me salpicaron de sangre. Nada más. Además, es muy poca, ¿no lo ves? -dijo mientras cogía los pantalones para examinarlos nuevamente.
- Esto es muy raro, hijo. No paras de mentirme, siempre mintiéndome… Así jamás te voy a creer -dijo Encarna apenada-. Así, ¿cómo quieres que te crea?
Fred, que se tenía que enfrentar a situaciones como ésta continuamente, puso en marcha la maquinaria del chico-bueno-y-sincero y se dispuso a actuar.
-Que sí mamá, que es verdad… Simplemente se pelearon -súbitamente, Fred tuvo un ramalazo de recuerdo, algo que había pasado pero que no lograba situar-. Si hasta le rompieron a uno una botella en la cabeza… De ahí la sangre. Créelo.
Encarna estaba empezando a ceder. De hecho, siempre había pensado que, por las noches, en la discoteca, los jóvenes poco menos que se mataban; así que cuándo Fred le dio todos esos detalles, se sintió inclinada a creerlo.
-¡Uy, hijo, cómo está el mundo! - dijo Encarna con una mueca de resignación-. ¿Y a quién le rompieron la botella?
-Ah, pues de eso si que no recuerdo nada. -Fred no tenía cabeza ni cuerpo para inventar nada más, pero es que, encima, era verdad: no conseguía recordar absolutamente nada; sólo sentía un nudo en el estómago que le decía que se tenía que preocupar por algo. Esa depresión que conlleva muchísimas veces la resaca.
-¡Así irías tú!... -dijo con asco Encarna.
-Exacto, mamá, “así” iba yo.
Encarna salió de la habitación.
Fred relajó todo el cuerpo, dejándolo caer nuevamente sobre el colchón. Se sentía agotado. La habitación olía raro, como a tabaco… O tal vez no… Era un olor extraño que brotaba de su propio interior, de su boca, de su nariz (su nariz olía su propia nariz); sus axilas olían fuerte y de manera penetrante, sus genitales desprendían un aroma a corcho húmedo y las manos apestaban a sexo: estaba hipersensible. Los excesos de la noche pasada se cobraban hoy pieza revolviéndole el estómago con sus propios olores, con todo su olor. Intentó recordar algo, pero era imposible; como si un viento implacable hubiera barrido de su vida la noche anterior. Sus recuerdos sólo llegaban hasta el momento en que, en la discoteca, se metieron la primera raya. Después, todo era confuso y, a partir de ahí, la oscuridad.
Se incorporó en la cama. Se sentía mareado y, hasta cierto punto, alegre. Decidió que lo mejor que podía hacer era aprovechar ese mareo y alimentarlo hasta que se convirtiera en una nueva borrachera; después llamaría a sus colegas y pasarían todo el día en La Cabaña. “A ver si entre los tres hacemos uno bueno y podemos recordar algo”, pensó.
Se levantó, y cuando se disponía a salir de la habitación, mientras se daba las rascadas mañaneras de rigor (una, concienzuda, en la raja del culo le alivió la tenue comezón que sentía; después se rascó las axilas y, por último, pasó las uñas por la entrepierna, reparando de nuevo en la sangre), pensó: “¿Qué cojones pasaría anoche?” Nunca le había sucedido nada realmente grave; pero esa mala puta que es la conciencia y que tan devastadoramente actúa los días de resaca no lo dejaba en paz, obligándole a buscar en el recuerdo algo que por el momento no era capaz de traer a su memoria por mucho que se empeñara.
Bajó la cabeza con un gesto entre apenado y avergonzado. Sin saber por qué.
-¿Qué coño haría anoche? -se sorprendió preguntándose en voz alta.
Salió al fin de la habitación rumiando la pastosidad de su boca, y se dirigió al cuarto de baño. Allí se metió los dedos y un líquido negro y viscoso surgió de él a empellones; esto le dio tanto asco que aún le provocó más vómitos. Cuándo acabó, levantó la cabeza y contempló su rostro, púrpura a causa del esfuerzo de evacuar. Con los ojos llorosos, miró dentro de la taza antes de tirar de la cadena y vio aquel vómito tan asqueroso y nauseabundo; era tan repugnante que se convenció en el acto de que le quedaba poco de vida, que pronto moriría: algo no debía de andar bien dentro de él. Pero esa clase de muerte no le importaba demasiado. Se vio a sí mismo sentado en una mesa rodeado de monstruos, formando parte de un fabuloso festín en el que la vianda principal era su alma, que él entregaba con gusto, en una orgía salvaje causada por el delirius tremens. Pensó que aquella muerte tenía mucho de romántico, que así murió Edgar Allan Poe, creyendo ver por todos sitios sus propias creaciones. ¡Ay!... ¡Quién pudiera morir como Poe!
Después de mear salió del cuarto de baño tropezando con cuantos objetos encontraba a su paso. No le importó, estaba muy absorto en recordar.
-¡Mamá, mamá! –gritó, y aguardó respuesta.
El silencio.
-¡De puta madre! - gritó Fred con un gesto.
La noticia de la soledad de la casa pareció darle nuevas alas a un Fred que ya sonreía y se dirigía con cierta agilidad a accionar el equipo musical. El rock duro invadió violentamente la habitación. Poco después, Fred cantaba, bailaba y bebía secundando aquella música.
*
Iván despertó sin saber muy bien en dónde estaba. Un fuerte dolor en la nuca le hizo darse cuenta de que había sido golpeado... ¡Eso era! Había ido con Aída a aquella casucha de campo, y buscaron y encontraron el colchón que ya conocían de las otras veces que había ido a explorar y comprobar si ése era el lugar idóneo para hacer lo que por fin habían ido a hacer. Recordó el nerviosismo con el que entraron a oscuras en la casa. Estaban más nerviosos por la experiencia que iban a vivir por primera vez, que por el miedo que sin duda les habría dado aquel fantasmagórico caserón en otras situaciones. Recordó las dificultades para acomodar y acoplar un cuerpo junto al otro y recordó que estaban empezando a relajarse, a pasarlo bien, que iba a empezar a quitarse la ropa... Y nada, ya no recordaba absolutamente nada. A partir de ahí es cuando le tuvo que venir el golpe. Pensó en una teja, una viga, o una piedra desprendida del techo. Lo que le extrañaba era que no le hubiera caído encima la casa entera, a causa de la puta ruina en que se encontraba aquel lugar. Tanta como la que él arrastraba ahora.
Esforzándose mucho y sólo durante breves ráfagas, lograba llegar a aislar el recuerdo difuso, como de sueño antiguo, de Aida intentando llevarlo casi a rastras de vuelta a casa. Apoyándose él en ella y caminando juntos en la noche, como buenamente podían, por aquel camino de cabras. También, como lo acostó, despacio, sin romper el silencio de su casa dormida. Y creyó recordarla llorando. Pero ¿por qué no llamó a una ambulancia? Le constaba que llevaba el teléfono móvil encima. Supuso que debía estar tan asustada que, cuando él empezó a reaccionar, prefirió evitarse las explicaciones sobre lo que hacían allí y de las que habría acabado por enterarse todo el pueblo.
Intentó enfocar la vista hacía el objeto que se encontraba justo delante de él. Distinguió en la semipenumbra una estantería llena de libros y, arriba, coronándolo todo, el póster de Einstein sacando la lengua. Sin duda estaba en su habitación, pero... ¿cómo había llegado hasta allí? Sí, había bebido un poco para calmar los nervios, pero ni mucho menos tanto como para no acordarse de nada. En aquella casa era donde se perdían todos sus recuerdos.
Decidió llamar a Aída abrumado por la impaciencia de conocer los detalles de aquel hecho tan extraño. “¿Cómo se habría golpeado?”, pensó al sentir la contundencia de un latigazo de dolor en la zona lastimada. Se la palpó y descubrió un enorme chichón que le cubría buena parte de la nuca; lo apretó un poco y lo notó blando, pero desistió de seguir con su exploración tras el aguijonazo de dolor que le provocó este descubrimiento.
Cogió el teléfono y marcó:
- Sí... ¿Quién es? - sonó la encantadora voz de Lucía por el auricular.
- Hola, señora Lucia, soy yo, Iván. ¿Está Aída? -intentó hablar con normalidad, sin que se dejara entrever por la voz el dolor que le martilleaba la nuca.
- Sí, un momento Iván, ahora mismo la llamo.
- Venga...
Esperó unos segundos mientras tamborileaba en el mueble con los dedos. Desistió de esta actividad cuando oyó la voz titubeante de Aída al otro lado.
- ¿...Iván?
- Si cariño, soy yo -sin más preámbulos Iván empezó a largar-. Oye, ¿qué coño pasó ayer? No me acuerdo de nada y me he levantado con un chichón enorme en la cabeza. No sé ni quién me ha traído a casa ni quién me acostó, nada de nada, en blanco... Te llamo para que me expliques. Esto es lo más raro que me ha pasado en mi puta vida...
- Vale, vale, pero no por teléfono -Aída le cortó-. Quedamos en la plaza dentro de media hora y te lo cuento todo.
- Venga, dentro de media hora.
Colgó.
Aída creyó que algo se le había venido encima. Sabía que aquella llamada era inevitable y que tendría que contarle a Iván lo que había pasado (la verdad o bien algo inventado). Ella necesitaba contarle a alguien la verdad, desahogarse con la confesión; pero estaba segura de que, llegado el momento, lo que saldría de su boca sería una evasiva, una verdad a medias o una simple y rotunda trola. Él no se acordaba de nada, eso le ponía más fáciles las cosas; pero temía derrumbarse y acabar por soltarlo todo: la verdad con pelos y señales, la verdad sin paliativos, la verdad dolorosa, a la que seguiría la cascada de llanto tanto tiempo contenida y tan liberadora. Mas la verdad tenía un precio al que Aída sabía que Iván no iba a renunciar: la denuncia. La mentira, por el contrario, carecía de contraindicaciones; como mucho, que Iván quisiera pelearse con el otro; pero, si ella lo hacía bien, quizás ni eso.
Pensó, también, que para acabar con todo aquello no había más que una forma, la única en que de verdad quedaría vengada y satisfecha, y desahogada, y libre, y redimida. Pero eso era una locura, una locura tentadora que no se le iba de la cabeza, una idea que desde que ocurrieron los hechos se había alojado en su mente no dejándola pensar en nada más. Pero no, no podía mezclarlo a él en eso., no podía arruinarle la vida. Había sido tan bueno con ella... Si intentara hacer alguna locura lo haría ella sola.
Como no podía ser de otro modo.
Se quitó el pijama, se puso con mucho cuidado los vaqueros, pues aún estaba dolorida, y se dispuso a salir.
*
Fred estaba de nuevo borracho. Seguía cantando y danzando por todo el salón de la casa con la lata de cerveza que había seguido a las otras cinco cuyos restos inservibles reposaban ahora sobre una mesa. Ahora si que se sentía feliz: ninguna preocupación ocupaba su embotada mente. Pero estaba empezando a sentirse solo y, tal y como había previsto, llamó a sus satélites.
No tardaron en llegar, atraídos no tanto por la tentadora oferta de seguir, como por la anunciada soledad de la casa de Fred, en la que casi siempre robaban algo. Pero en esta ocasión no pudo ser, puesto que cuando aparecieron ya estaba Fred esperándolos en la puerta con los ojos enrojecidos y una sonrisa en el rostro. Sin duda había empezado sin ellos.
- Vamos a "La Cabaña " -dijo Fred adelantándose a las palabras de rechazo que alguno de los dos pudiera pronunciar
- ¿Ya? -preguntó Toni.
- Claro. ¿Dónde si no? - contestó Fred.
- Podríamos ir a tomar café o unos cubatas al "Molina"; los domingos por la tarde se pone bien.
- ¡Nada, nada! -dijo Fred no dejando lugar a dudas-. Vamos a “La Cabaña " y allí bebemos todo lo que nos salga de los huevos.
Toni mostró un gesto de fastidio.
En el camino hablaron sobre lo pronto que Fred había cogido otra borrachera, y éste, orgulloso, soltaba la frase tantas veces dicha por él: "las cosas buenas hay que empezarlas temprano". Y así, entre bromas y casi entrando por la puerta de "La Cabaña ", Fred recordó la sangre.
-Oye, ¿Y esta mañana que me he levantado con manchas de sangre en los calzoncillos? ¿Vosotros os acordáis de algo?
- Yo no -contestó Tomás.
- ¿No te acuerdas tú? -preguntó Toni dirigiéndose a Tomás.
- De nada, macho.
-Pues fue gordo lo que hiciste, Fred.
Éste se puso en guardia.
-¿Qué hice?
- Espera a que entremos -dijo Toni con gravedad-. Sentados estaremos mejor.
- No me asustes -dijo Fred medio en broma.
Toni lo miró de una forma en la que no cabía la broma.
Era el único que se acordaba y les contó toda la historia, con pelos y señales. Parecía haber sido el único al que, tanto el alcohol como los estupefacientes, lo habían mareado, pero sin llegar a nublarle los recuerdos; como si el destino hubiese querido dejar un testigo para que ellos conocieran detalladamente los hechos acontecidos la noche anterior. No dejaba de ser irónico, pues siempre era Toni el primero que se colocaba y el que siempre preguntaba al día siguiente lo que habían hecho la noche anterior. Pero, por lo visto, esta vez no había perdido detalle.
-.... Por eso, cuando me has llamado esta tarde pensé que no íbamos a venir aquí, que era peligroso -continuó Toni-. Porque con lo que hiciste, puede venir en cualquier momento la policía o quién sé yo a por nosotros. ¡La violaste Fred! ¡Machacaste al novio, y a la cría la violaste por detrás!… Estabas como loco.
Fred no se inmutó. Escuchó todo con admirable serenidad. Ahora comprendía muchas cosas: la sangre era de cuando le desgarró el culo a la chica. Lo que más le jodía es que ni siquiera podía acordarse de su cara. Se puso a sopesar las distintas opciones. El alcohol que llevaba en sus venas y que le puso alegre ahora le servía para quitarle gravedad al asunto; algo muy importante si se quería pensar con cierta serenidad.
-Bueno, no os preocupéis -dijo Fred rompiendo el largo silencio y poniendo las manos sobre la mesa como si fuera a dar un discurso-. Estoy seguro de que no nos denunciará.
-¿Y cómo puedes estar tan seguro de eso? -preguntó Tomás, al que la idea de la cárcel lo había puesto malo.
- Lo estoy.
*
Cuando Iván llegó a la plaza, Aída ya estaba allí, sentada en el respaldo de un banco, haciendo, con aire ausente, un ovillo con el chicle en el dedo. Se acercó a ella por detrás y le dio un beso. Aquel roce de piel contra piel, sorpresivo y traicionero, le causó una impresión tal como si hubiese caído un terrible bombazo a su lado. Con un grito dio un salto del banco hasta ponerse en pie; sin mirar atrás, como si con aquel impulso hubiera gastado la totalidad de sus energías y no pudiera conseguir un movimiento más; ni tan siquiera para huir, totalmente paralizada.
-Aída, soy yo -dijo Iván asustado también por la reacción de la chica.
Ella pareció no oír. No hizo siquiera un movimiento que permitiera saber si había identificado la voz o no.
- Aída, soy yo... Iván -insistió-. ¿Te ocurre algo?
El nombre la hizo reaccionar como cuando el hipnotizador les dice a sus víctimas: un, dos, tres, ¡despertad! Cuando oyó la palabra "Iván", a Aída se le empezó a diluir el enorme bolo que le atoraba la garganta, empezó a parpadear, empezó a oír, empezó a ver, empezó a respirar. El susto había hecho que sus sentidos la aislaran o simplemente se bloquearan para defenderse, para no sentir si se producía otra agresión. Pero no, era Iván. Poco a poco fueron disipándose las nieblas del temor. Así que se volvió hacia él.
Iván no podía creer el cambio que se había producido en Aída en apenas unos segundos. Cuando la vio jugando con el chicle, tenía la cara sonrosada y saludable; ahora aparecía en su rostro una expresión de pánico unida a una palidez mortecina y extraña. Con los ojos desorbitados, aterrorizados, abiertos en su totalidad o más aún. No pudo evitar fijarse en el temblor de sus manos, ni en el tenue vello del cuello, debajo de la nuca, totalmente erizado, como si éste también se aprestara a defenderla pese a su fragilidad.
Iván vio esas señales y saltando por encima del banco fue a su encuentro. La abrazó, sintió el fino cuerpo temblando contra el suyo. Le acunó la cabeza en el hombro y oyó en principio un sollozo que más tarde se convirtió en llanto; un llanto silencioso y triste, privado, sin complicidad, ajeno, de desahogo; un llanto torturante para el que lo apoya y liberador para el que lo sufre. Íntimo.
Iván le acariciaba la cabeza.
- Aída, lo siento. Yo no sé...
La chica no escuchaba, sólo quería llorar su pena.
-Aída, ¿ha ocurrido algo? - empezó a preocuparse-. Dime por favor, ¿Qué ha ocurrido?
Ella no contestó.
Iván le sujetó la cabeza con las dos manos y la miró a la cara, a los ojos. Intentó tranquilizarla y tranquilizarse; hasta el dolor de nuca se le había olvidado, ahora sólo pensaba en ella, en su amor. Él mismo no se importaba, sólo ella.
- Aída, ¿ha ocurrido algo? -lo dijo pausadamente, intentando contagiar tranquilidad-. ¿Fue anoche?
La chica asintió con la cabeza.
*
A Fred se le veía tranquilo, seguro de sí mismo frente a los otros, y esa misma tranquilidad era la que le quemaba a Toni, quien no podía comprender cómo coño podía estar su amigo tan calmado tratándose de un asunto tan grave. Lo había visto salir de muchos atolladeros, pero ninguno tan peliagudo y difícil como éste... Mientras tanto, Fred pulía su plan, excusa o coartada. No le importaba lo más mínimo pringar a los otros dos, aquí quien importaba era él, sólo él… Él.
Toni a su vez pensó en distanciarse de Fred -si salían de ésta-, porque él no se consideraba una persona mala. Y lo que había visto la noche anterior le había dado asco; mejor dicho, ahora le daba asco. Aquella noche, en vivo y apartado de la realidad, le había fascinado. Pero, ahora, mientras se lo contaba a los otros dos, no podía sino sentir una gran repugnancia, al tiempo que pena y dolor por aquella chica, a la que ni siquiera le habían salido todavía las tetas. Era una burrada. Al recibir la llamada de Fred para quedar, había inventado mil excusas para zafarse de él, para evitar por todos los medios volver a aquella casa por un tiempo. Pero no lo había podido conseguir: el dominio de Fred sobre él, sobre ellos, era demasiado grande. Y aun sabiendo que se iban a arrepentir de haber vuelto a la casa, no lo pudo evitar. Estos eran los hilos que manejaban su vida. Estos, los cantos de sirena.
A Tomás no le preocupaba demasiado lo sucedido, confiaba ciegamente en Fred. Por supuesto, que acabaría por sacarlos de ésta. Tenía dinero, mucho dinero, y a los tíos con tantos cuartos no podía venir cualquier putilla a acusarlos de nada; además, ¿qué hacían allí esos críos, en el campo, en plena madrugada?
“Si Fred está tranquilo, y es evidente que lo está – pensó Tomás -, no veo razón para preocuparnos. Claro que Toni está preocupado, se le nota: casi no bebe y éste, al primer cuarto de hora, ya está borracho, ¿Y si nos hubiese ocultado algo? Él ha sido el único que recuerda todo lo que pasó. Pero no, ¡qué tontería!, cómo iba Toni a ser capaz de ocultarnos nada a nosotros. Lo que no comprendo es por qué estando Fred tranquilo, él está tan nervioso”.
Fred, por su parte, intentaba no dejar entrever las verdaderas emociones que estaba experimentando. No podía comprender cómo había sido capaz de hacer una cosa así, le preocupaba descubrir en sí mismo ese yo tan salvaje. Pero había ocurrido y eso era todo. No podía darle más vueltas. Ahora sólo podía pensar en él y en cómo reaccionarían aquellos dos desgraciados. Apuró el cubata y le dijo a Tomás que pusiera otra ronda, cosa que éste hizo maquinalmente.
-¿Le pongo otro a Toni? -dijo Tomás-. Es que todavía lo tiene entero.
Toni fue a esbozar una respuesta, pero no llegó a tiempo. Su amigo se le adelantó.
-Pues claro, joder -replicó Fred ufanamente-. Toni, no te preocupes, ¡coño!, que verás cómo todo es más fácil de lo que te piensas.
No se lo creía ni él.
Observó ensimismado cómo Tomás llenaba hasta la mitad del vaso de whisky y después vertía Coca Cola sobre el licor; cuando terminó, dio un sorbo y esto sirvió de detonante para enfrentarse de nuevo con sus pensamientos… Y con su conciencia.
Pensó que quizás Toni tuviera razón: había sido una imprudencia volver allí, era la prueba palpable de que conocían aquel sitio y a juzgar por todo lo que allí había, era indudable que lo visitaban con asiduidad. Pero, por más que se tratara de una posibilidad remota, seguía con la esperanza de que la muchacha no se decidiera a denunciarlos. Pensó en lo que pasaría si vinieran a detenerlos… Él no se resistiría. Imaginó a su padre pagando la fianza con cara de pocos amigos. Pensó en juicios, en términos jurídicos, en atenuantes, eximentes, agravantes, alevosía, nocturnidad, señores con toga y peluca con rulos de corte inglesa –rió, no sin cierta amargura, al pensar esto último-. Intentó ponerse en el lugar de la chica y enumerar los motivos por los que podría no llegar a denunciarlos. No se le ocurrió ninguno.
*
Con el silencio no se explicaban las cosas. Aída se reservaba su tiempo, sopesando con gravedad, una vez más, los pros y los contras de la confesión. Iván respetaba su silencio, pero signos de inquietud empezaban a aflorarle en el rostro, en los gestos nerviosos, en las palpitaciones tremendas de su nuca dolorida. ¿Que habría pasado?
Por fin, Aída habló:
- Anoche ocurrió algo...
-¿Pero qué? ¿Que pasó? ¡Cuéntalo! ¿Te ocurrió algo a ti?
Aquí venía lo peliagudo: la verdad o la mentira. Estaba deseando decirlo, contarle a aquel hombre todo, desahogarse en la confesión para purgar todo su resentimiento. Pero sabía que ese era el camino más fácil y seguro para alcanzar un final trágico, para el fin en sí mismo, para acabar con todo lo que había conocido hasta entonces. Abandonar la inocencia… Pero la inocencia se la habían quitado, se la habían arrebatado ya inmisericordemente. Tenía algo que le hervía en el fondo de las tripas, algo muy difícil de entender. Ahora ya no quedaba nada, ni de ella ni del mundo-de-color-de-rosa en el que había vivido o en el que había creído vivir desde que conoció a Iván.
- Cuando entramos en aquella casa... -comenzó Aída-, y nos tendimos allí, en aquel colchón...
- Sí -afirmó Iván.
- Bueno, pues cuando no estábamos preparando para... ya sabes. Sentí un ruido de cristales rotos y cómo me caían encima de la cara los pedazos. Te habían roto una botella en la cabeza -calló un momento-. Eran tres, te apartaron de mí y te ataron las manos.
Iván estaba atónito.
- ¡Esto es de locos! ¿Quiénes fueron? -preguntó atropelladamente-. Y a ti, ¿te hicieron algo a ti?
Era su última oportunidad: dijera lo que dijera, ya no habría marcha atrás. Se lo pensó un momento en silencio. Un silencio que a Iván le pareció interminable.
-No, no me hicieron nada, sólo me obligaron a fumar porro y me tocaron, pero nada más, nada importante. Y no los conocía, no son de aquí. Fue muy duro, estaba muy asustada, pero no ocurrió nada. De verdad.
-¿Estás segura? No me puedo creer que unos tíos que son capaces de romperme a mí una botella en la cabeza, con la que hasta me hubieran podido matar, te dejaran a ti irte de rositas. No es muy lógico, ¿no?
Aída lo miró con extrañeza, como si fuese la primera vez que lo veía y no le gustara lo que le mostraban sus ojos.
-Tú es que siempre eres demasiado lógico. Siempre guiándote por la jodida lógica -ahora Aída adoptó un tono amargo, como culpándole-. Pero en esta vida no todo es lógico, las personas son de todo menos lógicas. Menos tú, claro. Ni el amor es lógico. Ni la violencia es lógica. Si te paras a pensarlo, nada de lo que verdaderamente importa contiene esa lógica –
Aída había comenzado a llorar mientras hablaba
-Aquí, nada que tenga que ver con las personas tiene lógica – terminó como cansada de defenderse.
- Pero ¿por qué dices eso? ¿Qué nos pasó anoche? Cuéntamelo otra vez desde el principio -dijo Iván, conciliador, aunque asustado por la reacción de Aída.
- ¿Otra vez?... Sólo pasó lo que te he contado. Me cogieron, me dijeron que fumase de un porro, yo les hice caso -Aída hablaba tomando aire, pensándose cada palabra-. Estaba muerta de miedo pero luego parecieron reflexionar o les di pena o yo que sé, y se fueron sin más. No ocurrió nada más. Pero claro, tú no te lo crees, ¿verdad?
- Es que debes de comprender que todo esto no es una historia muy normal. Hay que denunciarlo.
Denunciar. Esta palabra activó los resortes de Aída. Era la palabra que ella hubiese querido evitar a toda costa, incluso sacrificando su dignidad y su rabia. Pero Iván quería denunciar. Se imaginó a la policía en una versión televisiva e implacable, tratándola a ella misma como si fuese la culpable de todo, de su propia violación. No, imposible. No lo permitiría, tenía que disuadir a Iván.
- Mejor no, Iván -intentaba contenerse para no mostrar una reacción que le hiciera a él sospechar de nuevo-. No ocurrió nada...
No la dejó terminar.
- ¡A ti! ¡A ti, no te ocurrió nada! A mí me estrellaron una botella en la cabeza. Eso no lo hacen las personas normales, esa gente es peligrosa y puesto que no los reconociste, eso quiere decir que son forasteros; por eso, con más motivo, no voy a permitir que seamos el coto de caza de cualquier colgao que quiera pasarse por aquí.
- Estas haciendo de todo esto un mundo, Iván. Lo mejor que podemos hacer es olvidarnos, pasar página y seguir como antes. No volveremos a pisar aquella casa y en paz.
- Me asombra tu capacidad para simplificar las cosas -dijo Iván.
- Lo que a mí me asombra es la tuya para complicarlas -replicó ella con un nuevo asomo de irritación.
- Pero es que las cosas no funcionan así -dijo Iván relajando de nuevo la voz pero firmemente-. No podemos dejar que se salgan con la suya quienes agreden.
- Siempre se salen con la suya -susurró Aída casi imperceptiblemente, hablando para ella misma.
- ¿Qué?
- Nada. Que es ganas de marear la perdiz. Mira, Iván, no quiero hacer de esto ahora el centro de mi vida. Estoy de exámenes y no creo que sepa enfrentarme a ello.
- Tú no tienes que enfrentarte a nada, después de todo he sido yo el agredido, yo me ocuparé de todo. No te preocupes...
- ¡NO! ¡QUE NO, JODER! -gritó Aída-. ¿NO VES QUE NO QUIERO?
La chica le dio la espalda y empezó a andar con rapidez. Iván salió tras de ella y pronto la alcanzó. Cogiéndola por los brazos, también le gritó:
- ¡TRANQUILÍZATE! ¿Que coño te pasa hoy? -ella comenzó a sollozar. Él le cogió la cara con las manos y comenzó a darle pequeños besos en la frente y cejas, enjugando sus lágrimas-. De acuerdo, haremos lo que tú quieras, te lo prometo. Todo lo que tú quieras. Ya sabes que lo eres todo para mí...
En ese momento, Aída libero toda la tensión acumulada, convertida en llanto. Una desgarradora carcajada de dolor. Él le apretó la cabeza contra su pecho, haciéndose mil preguntas.
Aída también tenía pensamientos para Iván. También para todos los hechos ocurridos y que su mente trataba por todos los medios de tapar. Pero sobre todo para Iván. Había sido tan bueno con ella...
Sólo pensaba en él.
*
Fred ya había trazado un plan. Ni mucho menos perfecto. Un plan que ni siquiera dependía de él, sino de ella. Un plan dejado a merced de las olas que gobiernan la suerte. Puso su mente en lugar de la de ella, intentó pensar como lo haría la chica y descubrió que lo mejor que ella podía hacer era rendirse, dejarse llevar pasara lo que pasara. No le quedaba otra. Siempre, claro está, que la chica pensara como ya había pensado él por ella. Pero si todo salía mal y al final los denunciaba, siempre se podría utilizar el dinero para intentar convencerla de que retirara la denuncia. Pero este pensamiento le duró sólo unos segundos, pues estaba casi seguro de que ninguna mujer en sus circunstancias y en un pueblo como aquel se atrevería a presentar una denuncia.
Como así fue.
Por lo tanto, el plan era carecer de él. No sabía si eso iba a tranquilizar a los dos números que tenía enfrente. Pero por otro lado, le importaba tres huevos su tranquilidad. Decidió acabar con la incertidumbre que asolaba a sus muchachos.
- Bueno, vamos a ver -Toni y Tomás pingaron las orejas expectantes ante la inminente explicación de su jefe-. Es muy sencillo. No creo que la chica nos denuncie.
- ¿Pero cómo puedes estar tan seguro? -preguntó Toni incrédulo.
- Casi nunca suelen hacerlo. Estamos en un pueblo muy pequeño y yo soy quien soy. Ella no puede demostrar nada, creo, ni tiene testigos. Si denuncia, tendrá que explicar desde qué hacía aquí a estas horas hasta por qué no se defendió; por qué, si es que le hicieron daño, no tiene ninguna señal de lucha; y aquí, en el pueblo, quien no se defiende lo tiene claro, da a entender que casi lo ha permitido. Eso es lo que creerá la gente. Si esa chica nos denuncia, aparte de no conseguir nada llevará siempre una señal escrita en la frente que la identificará como la que intentó embaucar al hijo del rico y no pudo conseguirlo.
- ¿Y si de todas maneras denuncia y le sale bien? -volvió a preguntar Toni.
- En ese caso, nos joderemos todos -contestó Fred con una sonrisa.
Como era de prever, aquella respuesta no tranquilizó mucho a los chicos.
*
Lo tenía que hacer.
Había logrado medio contentar a Iván, acaso por la fuerza; se había desembarazado de él aquella tarde con un beso en los labios y, lo más importante de todo, había logrado que él se conformara con dejar estar el asunto. Sin embargo, no había conseguido que desapareciera ese nudo que le oprimía el pecho y que no la dejaba vivir en paz. Esa desolación rabiosa que acompaña invariablemente al resentimiento descarnado. Esa impotencia…
Era una locura, lo sabía, pero ya no le importaba nada; era como una autómata a la que le hubieran programado una sola consigna que tuviera por fuerza que cumplir. Tenía que hacerlo. Aquella agresión. Aquella casa. Aquel hombre al que ella sólo conocía de vista y de oídas... Aquel colchón. Aquella penumbra. Aquel olor dulzón de su propia sangre... Aquel dolor. Aquella parálisis. Aquel miedo, pánico, terror, que tuvo y que seguía teniendo.
Todos estos pensamientos eran los que la atormentaban, los que, cuando, cerraba los ojos, se le presentaban tan vívidamente, que sentía como si todo estuviera ocurriendo otra vez. Tenía que buscar una solución. Tenía que acabar con todos sus fantasmas. Lo tenía que hacer
Se puso de nuevo la chaqueta que se había quitado poco antes.
Afuera se oía el fuerte viento que golpeaba contra los cristales de los ventanales. El color del cielo estaba dominado por unos tonos rojizos que se perdían en el horizonte y que teñían la luz del día, convirtiendo la escena en algo difuso e irreal. Era el color del fin del mundo, un día extraño en un mes de marzo extraño.
Fue hasta la cocina y tomó un cuchillo del cajón de los cubiertos. Sin elegirlo, agarró uno mediano, que ni miró, y lo introdujo en el bolsillo interior de la chaqueta.
Enfiló la calle con dirección al lugar de sus pesadillas. Tenía la intuición de que aquellos hombres estarían allí, o, por lo menos, que “él” estaría allí. Por un extraño efecto de su mente, creyó que aquellos hombres pertenecían a aquella casa, que eran consustanciales a ella, que eran, ellos mismos, aquella casa hecha carne. Como una enorme placenta que los hubiera formado y que los acogiera.
Caminaba entre las piedras del camino con paso inseguro, pero determinado. Cayó dos veces clavando las rodillas en la tierra. No le importó. No sentía el dolor, tenía el pensamiento puesto en su totalidad en el objetivo que la llevaba hasta allí. Cuando cayó, se levantó sin más, con pequeños guijarros incrustados en sus rodillas, pero sin un gesto, sin un grito, sólo con los ojos fuertemente cerrados, apenas dejando escapar entre los párpados un reguero de lágrimas, o más bien una sola lágrima que no paraba de brotar.
Por fin llegó a la cima de la pequeña loma y se detuvo para contemplar la casa que se alzaba al final de sendero, Le pareció vieja, fea, destartalada y siniestra, el peor sitio posible para hacer el amor por primera vez. ¿Cómo pudo ocurrírsele? Recordó en qué distintas circunstancias había llegado hasta ese lugar la noche anterior, cuando todo era excitación y nerviosismo, cuando no sentía las piedras del camino porque iba en una nube, temerosa pero impaciente de perder aquello que quizá nunca le había importado lo más mínimo conservar o perder. Y por una puta ironía del destino lo perdió, ¡vaya si lo perdió! ¡Ni como ella quería ni por donde ella quería! Un rictus que no llegaba a ser sonrisa se le dibujó en el rostro al pensar en esto último. Y la lágrima volvió a brotar.
La espera en lo alto de la cima se hizo larga pero ella necesitaba todo ese tiempo para reflexionar por última vez, tenía que darse prisa, la noche llegaba y cada vez amenazaba más la lluvia. Metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y empuñó el mango del cuchillo como para confirmar con toda rotundidad la decisión tomada. Miró a su espalda, era mucho lo andado. Ya no podía volver atrás.
Pero era tan raro lo que estaba pensando.
Descendió por el camino sin tropezar esta vez, mirando al suelo, más despacio, más intranquila. Ya no estaba tan segura de poder hacerlo; pero, ¡adelante!: llegado el momento, ya se vería.
Llegó a la puerta, respiró hondo y la empujó. Cerrado. ¡Mierda! Era una señal, seguro. Había ido allí a matar o a morir (“a matar o a morir, a matar o a morir” se repitió a sí misma para convencerse). Vio que la ventana del piso de arriba estaba abierta. Trepó por la reja de la ventana inferior y se introdujo de cabeza por la más arriba. Dos ratas huyeron despavoridas. Ella también se asustó. Sacó el cuchillo del bolsillo y lo alargó por delante de su cuerpo. El suelo estaba hecho de tablas que crujían a cada uno de sus pasos. Debía de tener cuidado.
La adrenalina la invadía. El corazón le iba a estallar.
Vio que por entre las rendijas de una desvencijada puerta entraban restos de la luz del día, miró entre ellas para asegurarse de que no había nadie. Volvió a respirar aliviada y empujó la puerta, abriéndola. Se encontró con una estrecha terraza y con unas escaleras que descendían. Las bajó, y llegó a un pequeño patio comido por las malas hierbas. Allí comenzó a oír voces. Alertó el oído para asegurarse. Esa voz...
Dentro, Fred aleccionaba a sus muchachos para el caso de que a la chica se le ocurriera denunciarlo y los detuvieran. Las explicaciones que Fred estaba dando distaban mucho de ser ni siquiera inteligentes, no estaba preparado para afrontar un problema así, quizá si tuviera un poco más de tiempo...; pero debía seguir mostrando frialdad y tranquilidad, debía seguir dotando de aplomo a sus palabras, porque estaba seguro de que, si él aflojaba, en cualquier momento de crispación, tanto Toni como Tomás serían de los primeros en abandonar el barco; antes, incluso, que las mujeres y los niños. Así pues, debía mostrarse impertérrito; pero por dentro estaba renegando de él mismo, y de lo que había sido capaz de hacer. Pensó que se le había acabado el chollo, pues estaba seguro de que éste sería el fin. De todas maneras le daba igual, estaba ya tan harto...
*
"A la de tres entro. Uno... dos... tres". Pero Aída no entraba. Esta consigna la había repetido ya innumerables veces pero en ninguna de ellas se había atrevido a dar el paso. La noche ya había caído, y allí se encontraba ella, en una absoluta oscuridad tan sólo desvirgada por unos rayos de luz de luna que se filtraban a través de aquellas nubes que pronto iban a empezar a descargar su contenido. Nubes hinchadas, negras en contraste con la blancura que irradiaba el satélite; le daban miedo. De repente, y como si el hecho de fijarse en ellas fuese la señal convenida comenzó a llover, primero despacio, después el diluvio. Se planteó esta contrariedad mientras su pelo escurría el agua sobre su cara: tenía que hacer algo y ya, o irse o entrar. La idea de irse la desechó enseguida, no había llegado hasta allí para irse ahora y tampoco le parecía muy tranquilizadora la idea de salir lloviendo por aquel piso de arriba lleno de ratas. Pero por otra parte, la decisión que había tomado necesitaba una resolución inmediata puesto que si malo era entrar, mucho peor sería que ellos se cansaran de estar allí y salieran topándose de bruces con ella. Entonces todo estaría perdido. Así que debía entrar, cumplir su objetivo e intentar salir; si no conseguía escapar, ella misma se clavaría el cuchillo que llevaba. Se palpó el pecho entre las dos costillas que dan paso al corazón; si las cosas se ponían feas, se lo clavaría allí y moriría instantáneamente.
Dentro, Toni escanciaba whisky y Coca Cola en los vasos. Preocupado, no veía tan sencillas las soluciones que había dado Fred pero le desconcertaba la aparente tranquilidad de éste. Fred se dio cuenta de que Toni no tragaba:
- ¿Te pasa algo Toni?
- Nada Fred, que no lo veo claro.
- ¿Cómo que no lo ves claro? -volvió a preguntar Fred algo inquisitivamente.
- Pues que no, que no es un buen plan -contestó Toni sentándose y apoyando los antebrazos en la mesa-. Hemos cometido una tontería al volver aquí. Estoy completamente acojonado, esperando que en cualquier momento derriben esa puerta y entre a saco un ejército de policías apuntándonos.
- Anda que no has visto tú películas ni nada, Toni...
En ese momento se abrió la puerta con un golpe. Los tres amigos se quedaron boquiabiertos. A Toni se le erizaron los pelos de la nuca a causa del susto porque pensó que aquella era la respuesta a todos sus miedos. Tomás mantenía la cabeza agachada como si temiera que, al levantarla, se la fueran a volar los proyectiles policiales. Fred miraba hacia la puerta con los ojos desencajados; pero pronto recompuso el gesto y esbozó una ligera sonrisa.
*
Allí estaba ella, sola (lo que en cierto modo les resultó tranquilizador), enarbolando un cuchillo en la mano derecha; el pelo empapado le caía sobre las mejillas cubriendo la cara casi en su totalidad, dejando ver sutilmente el centro de su boca, nariz y entrecejo.
Estaba allí inmóvil, esperando alguna reacción que la diera pie para hacer aquello que había ido a hacer.
Toni seguía en sus trece con la policía, se esperaba lo peor después de la estruendosa entrada de Aída, creía que los otros venían detrás, pero se sintió aliviado cuando pasó el tiempo sin que la pasma apareciera. Pero aun así estaba intranquilo. La chica debería estar desequilibrada para entrar allí de aquella facha; de hecho, lo parecía: parecía estar completamente loca.
Tomás se había quedado de una pieza, tenso a la espera de cualquier cataclismo. Ese pavor inicial dio paso hacia un sentimiento de ira hacia aquella patética mujer que le había quitado de golpe la ya incipiente borrachera, ¡que lo había hecho tener miedo!, por lo que agarró el vaso que tenía enfrente y esperó alguna señal de Fred para tirárselo a la chica.
Pero para Fred fue todo mucho más fácil. El susto se lo había llevado, eso era indudable, pero en cuanto la vio aparecer allí sola, comprendió que no iba a pasar nada: la chica aquella no tenía ninguna posibilidad de cumplir la amenaza que el cuchillo alzado sobre ella parecía anunciar. Pero sin duda alguna debía estar como una cabra. Se fijó en su aspecto, totalmente empapada y con el cuchillo estilo Psicosis por encima de su cabeza. Debía dejarla ir tranquilamente, no quería tener nada más que ver con aquel embrollo; estas cosas solían complicarse extraordinariamente y no quería cargar una muerta sobre sus espaldas. Y además, si no había denunciado ya, no denunciaría, por lo que podían volver a respirar tranquilos y seguir con su vida.
- ¡Vaya, mirad quién ha venido! -dijo Fred dirigiéndose a sus compañeros-. La putita ha vuelto para pasar otra noche de gozo.
Esto desconcertó a Aída. ¡No estaban asustados! Se sintió paralizada.
- Lo siento chica, pero hoy no va a poder ser -mirando de nuevo a Aída-. Así que vete por donde has venido. Te lo aconsejo, es lo mejor que puedes hacer, irte.
Aída parecía no oírle, no se movió.
Toni y Tomás miraron a Fred desconcertados, éste les hizo un gesto tranquilizador con la mano.
- ¡Que te vayas! ¡¿No has oído?! -dijo Fred en voz alta y algo borde-. Vete ahora y no te pasará absolutamente nada. Ya no volveremos a hacerte nada. Nunca. ¡PERO VETE DE AQUI, LOCA DE MIERDA!
Nada, Aída seguía sin moverse. No podía pensar. El brazo alzado se le cansaba por momentos y el cuchillo estaba cada vez más bajo.
-¡Joder, no se entera! -volvió a exclamar Fred-. Está bien, idos vosotros -les dijo esta vez a sus compañeros-. Lo vamos a solucionar la putita y yo. En definitiva es un asunto que sólo nos concierne a los dos.
Los dos elementos se miraron entre sí y luego miraron a Fred. Con estupefacción, como si les hubiesen hablado en una lengua extraña y desconocida. No podían creer lo que Fred les acababa de ordenar.
- Pero ahí fuera... llueve -sugirió Tomás con cuidado.
- ¡QUE OS VAYAIS, JODER!
Se levantaron en el acto. Aída se sobresaltó y se pegó contra la pared para dejarlos salir. Después de todo, sería más fácil enfrentarse a uno solo. En realidad ése era su deseo: los dos solos, con los otros no iba nada. Bajó el cuchillo hasta que el brazo formó un ángulo recto con su cuerpo, alerta por lo que pudiera ocurrir. Primero salió Toni y después Tomás, quien la miró a la cara y se pasó la lengua por los labios, sonriendo. Aída tuvo un escalofrío.
Se quedaron solos.
- Venga, ¿Qué coño haces aquí?
- He venido a matarte -dijo Aída con voz que intentaba parecer firme.
- Déjate de gilipolleces, niña. Tú no serias capaz de matar una mosca -comentó Fred con una sonrisa-. ¿No te has mirado? Estás cagadita de miedo. Anda, dame ese cuchillo –dijo extendiendo la mano.
El hombre tenía razón. ¿Qué hacia ella allí? Jamás sería capaz de matarlo. Estaba completamente aterrorizada. Pero ese cuchillo era lo único que tenía para disuadirlo de otra agresión. Pensó que estaba atrapada, con uno allí dentro y los otros dos fuera. Mejor acabar con todo. Se volvió a palpar con los dedos aquellas costillas, iba a terminar con todo. Tenía que proponérselo, concienciarse, coger fuerza.
- ¿Qué pasa? ¿Te pica el sostén? -dijo Fred fijándose en el detalle-. Venga no seas tonta, dame el cuchillo. No te voy a hacer nada, te lo prometo.
No lo podía hacer. ¿Qué le pasaba? No podía matarse.
- Dámelo.
Aída se sorprendió a sí misma entregando el instrumento de su venganza al objeto de esta. No pudo explicar por qué. ¿Quizá por el tono conciliador con que él le había hablado desde que se quedaron solos?...
- Muy bien -dijo Fred recogiendo el cuchillo satisfecho-. Ves cómo no ocurre nada. Mira, yo no tengo nada contra ti, ayer me pillaste drogado, no sabía lo que hacía y me arrepiento, de verdad, jamás he hecho una cosa igual. Pero ocurrió, y eso no lo podemos cambiar. Yo sé que es traumático para ti y lo siento. Espero que no lo sea para siempre. Si te vas ahora, no te volveré a molestar jamás. Así que vete tranquilamente que esos dos tampoco te harán nada.
Fred tiró el cuchillo a su espalda sin mirar dónde caía. Aída si lo vio caer. Fred se acercó a ella, que se estremeció al volver a sentir el aliento de aquel hombre cerca de su boca. Él pensó que podía ser un buen momento para terminar jugando.
- Pero antes de que te vayas, y sólo si me dejas, me gustaría darte un beso… ¿Me dejas? -dijo mirándola a los ojos.
Aída se quedó sin aliento. Había vuelto la pesadilla. No hizo bien en entregarle el cuchillo. Comenzó a llorar.
- No..., no llores -suave-. Es solamente un beso, verás.
Se acercó a ella y le dio un largo beso en los labios, sin lengua, mientras ella, con voz trémula suplicaba. Se separaron.
- ¿Ves?... Eso ha sido todo. Ahora ya puedes seguir con tu vida.
Fred se volvió dándole la espalda. De pronto un grito lo asustó:
- ¡No!
Se volvió desconcertado. Era Aída que se abalanzó sobre él dándole un beso, un morreo salvaje y apasionado que lo sorprendió aún más.
A Aída todo se le volvía niebla. No sabía lo que estaba haciendo. Fue un golpe de pasión irrefrenable. Supo que en realidad, en el fondo de su subconsciente, de su alma, ése era el único motivo que la había llevado hasta allí.
Sigue en el Capítulo VI...
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Wow... fantástico... un capítulo que casi podría convertirse en un relato corto por sí mismo.
ResponderEliminarMe ha gustado mucho, y desde luego espero con ansiedad la siguiente entrega para saber qué ocurre.
Pero venga, venga, no todo van a ser cumplidos, que luego te lo crees demasiado (jajaja). Hay un detalle que te "pierde" un poco, y que reconozco bien porque también me ha ocurrido a mí casi siempre en lo poco que he escrito: Tienes tendencia a soltar de vez en cuando frases demasiado grandilocuentes y pomposas que aunque están puestas con la buena intención de adornar poéticamente la escena rompen la dinámica del lenguaje en ese momento. No sé si me explico...
Espero que no te tomes a mal este tipo de comentarios críticos, pero eres tú mismo el que nos ha pedido que dijéramos con sinceridad lo que nos parecía tu obra. Y, como te digo, me está resultando muy interesante hasta el momento (con la salvedad de parte del capítulo 2), y espero impaciente leer todo lo demás para poder releerla completa y darte una opinión global del puzzle completo.
Pero sea como sea, una vez más darte las gracias por compartirlo con nosotros. Hay que tener mucho valor para someterse como estás haciendo al juicio de unos desconocidos.
Un abrazo,
Fernando
He estado leyendo Las coreografías del fín con muchas ganas e ilusión hasta el final de este capitulo, en el que me dio un bajón tremendo. Al comenzar a leer el siguiente, lo vi claro, me has perdido como lector.
ResponderEliminarLógicamente para eso están los gustos y pretendo ser constructivo e intentar aportar algo, obviamente al ser un comentario negativo, puedes ignorarlo tranquilamente; Creo que el giro que pasa del 5 al 6 está totalmente fuera de lugar y por intentar no hacer "spoiler" aporta poco a la línea y estilo que estaba llevando el relato. Por intentar ser más claro sin revelar nada; El publico objetivo del primer capitulo y del sexto están totalmente distanciados, cambiando de genero, generación y lenguaje.
Sinceramente, lo siento.
Ahora bien, enhorabuena por embarcarte en una iniciativa como esta, requiere mucha valentía y coraje. Mucho ánimo y suerte!