martes, 27 de septiembre de 2011

Capitulo VI

SEGUNDA PARTE


 
Esos amores demasiado grandes y excluyentes, casi catastróficos, para que el mundo los acoja.
Luis Landero  "Caballeros de fortuna"

Corazón, ¡por qué mandas en mí si yo no quiero!
Federico García Lorca.






VI


 

Cuando Aída separó sus labios de los de Fred, no pudo por menos que echar en falta un sentimiento de arrepentimiento que no sentía en absoluto. Se preguntó sobre su normalidad. No podía imaginar a nadie, entre sus conocidas, que, en parecidas circunstancias, hubiese actuado como ella. Era una pervertida, porque, sin duda, lo que había hecho (y en lo que todavía estaba pensando) era una total, asquerosa, inmunda, y, a la vez, deliciosa y fascinante perversión. Puso enseguida nombre, figura y rostro a aquellos sentimientos contradictorios que tanto la habían atormentado durante la tarde. Y allí estaba ella, en una habitación que desentonaba con el resto de la casa como si el decorado de alguna de las primeras películas de Almodóvar hubiera irrumpido chirriando en un desastrado establo de vacas. Con aquel hombre horriblemente fascinante, abrumadoramente atractivo y magnético que le había causado ESE dolor, el mismo que ahora le latía con fuerza en el esfínter. Aída se abrazó a Fred estrechándose contra su pecho, saboreando aquel momento de pecado.
Él estaba estupefacto, no podía dar crédito a lo que le estaba ocurriendo. Ni en la más optimista de sus previsiones hubiera esperado una solución tan extraña (y tan llena de posibilidades) como la que ahora se le presentaba. Lo mejor que podía hacer era seguir el ovillo para ver hasta dónde le llevaba. Puso una mano en la espalda de la chica, a modo de compensación, y le sonrió.
-¿Por qué hago esto? –dijo Aída, siseando, entre apenada y deseosa-. ¿Cómo puedo estar aquí después de...?
-¿Después de lo ocurrido ayer? –Interrumpió Fred-. Habías venido a matarme, ¿recuerdas?...
-No lo sé... No sé qué me ha ocurrido. No sé qué hago aquí. Es todo tan extraño...
-Pues aunque tú no sepas por qué estás aquí, hay algo en ti que sí que lo sabe, algo que te ha empujado hasta esta casa, que te ha llevado a coger un cuchillo para darte el pretexto para venir. Es la parte más oculta de nuestras mentes, allí donde se fabrican los sentimientos. Y lo peor es que no siempre sabemos cuáles son.
-Pero yo no soy así.
-Todos somos así –dijo, terminante, Fred-. Lo que ocurre es que hace falta un elemento perturbador, una persona,  alguien, que convulsione los cimientos de nuestra moral, que nos vuelva locos sin posibilidad de cordura. A la mayoría de la gente, algo así no le sucede nunca, por eso no lo ven, o no creen ello. Pero, cuando ocurre, es imposible oponerse, porque luchas contra ti mismo, contra tu otro yo interior, contra esa parte que a todos nos gustaría evitar, ocultar o simplemente borrar de nosotros, porque la desconocemos y nos asusta.
-Pero somos personas… –dijo Aída separando la cabeza y mirándole a los ojos-. Deberíamos poder controlarnos, dominarnos. Tenemos un cerebro que nos advierte de lo que no nos conviene y lo intenta anular, es... –paró un momento para hallar la palabra adecuada-, es... adaptarse.
-Te equivocas. El cerebro es un órgano complejo y misterioso, que nos lleva por caminos complejos y misteriosos. Por muy controlada y rutinaria que lleves tu vida, si llega el cataclismo, seas quien seas, no podrás hacer nada.
Aída pensó en Iván, en su Iván, y se consoló obligándose a creer las explicaciones de Fred. No obstante, su cabeza seguía albergando serias dudas.
-Pero, entonces, si nos dejásemos llevar por esos sentimientos pasionales sería terrible;  sobre todo si no se es correspondido. Sería..., yo qué sé..., como “Atracción Fatal”.
-En realidad, es terrible. Ven, verás, vamos a sentarnos – Fred la cogió de la mano y la sentó-. Mira, el sentimiento de culpa o de pudor, de evitar el hacer algo que sabes que no está bien, es muy fuerte; pero el del amor lo es mucho más. Por ejemplo, el incestuoso sabe que el amor que siente por su hija es malsano, intenta combatir ese sentimiento, ese ardor inmundo que lo reconcome, que le hace pensar en el suicidio; pero, cada noche a la misma hora, se mete en la cama de la niña, que se pega contra su cuerpo, y él, que durante el día reniega de su propia persona y de su relación jurándose una y mil veces que le va a poner fin, espera cada noche esa hora con impaciencia. Y aquí desaparece el padre y aparece el amante tierno. Y se aman, y se corren y renuevan con este rito cada noche su amor impuro. Y se duermen abrazaditos, y se despiertan muriéndose. Mientras tanto, Madre-Esposa pasa la mayor parte de la noche sola e ignorante. Y el hombre maldice su suerte y su situación, se siente sucio por la roña de la culpa, y despierta por la mañana con ese amargo sabor a pecado en la boca. Y acude a desayunar evitando mirar a aquella niña con la que comparte lecho y techo. Y las mañanas son terribles. Y cualquier día tronará Madre-Dios, convertida en jefa de la creación, los sorprenderá  abrazados en la habitación de su amor, y los expulsará de aquel pequeño paraíso de ambos. Y, al final, ese amor prohibido acabará por destruirlos… Pero ¿acaso tenemos derecho a juzgarlos? Ellos no eligieron, no pudieron elegir...
-¡Qué fuerte! –exclamó Aída, que había escuchado casi sin respirar toda la historia.
-Sí – dijo él sonriendo -, me gusta escandalizar. Es un caso extremo, pero explica bien la inutilidad de la resistencia. Así es la vida.
-¿Me quieres decir que es inútil luchar contra esto que tengo aquí? –dijo golpeándose suavemente el pecho.
-Si tú crees que puedes, inténtalo. Ya sabes que yo no soy bueno para ti.
-No sé si podré.
Fred  acercó los labios a la boca de Aída y la besó susurrándole en la boca:
- No podrás.
En ese momento Aída tuvo la seguridad de que así sería. Y que no podría calmar esa ansia. Y que no quería. Se abandonó totalmente a aquel delirio. No lo decidió ella, aquella locura la llevaba en volandas.
Salieron del cuarto cogidos de la mano. Él la guiaba, aunque los dos conocían perfectamente el camino que debían seguir. En el pasillo, encontraron a Toni y Tomás, que se habían resguardado allí de la lluvia. Lucían unas sonrisillas entre cínicas y malignas, a las que Fred respondió con otra, mucho más amplia, como si se regocijara ante los otros del mayor triunfo de su vida. Pero no quiso dar muestras más palpables de entusiasmo.
- Entrad aquí y bebeos unos cubatas. ¡No salgáis! –mandó Fred sabiendo que daba una orden vana.
Aída y Fred siguieron pasillo adelante sin soltarse de las manos; a oscuras, guiada, ella, por el mayor conocimiento que de la casa tenía Fred. Se detuvieron en la puerta del cuarto de su primer y traumático encuentro, donde, sin mediar palabra, entraron.
Fred se arrodilló en el colchón y con un suave tirón de las manos invitó a Aída a hacer otro tanto. No se veían las caras, la oscuridad era casi total. Fred comenzó a besarla por el cuello, trabajándoselo bien, dándole pequeños mordisquitos que eran correspondidos por Aída con un leve estremecimiento de la piel. Subió, se metió en la boca el lóbulo de la oreja de la chica y lo succionó. Ella profirió un débil gemido. Después, él buscó sus labios. Los besó recreándose en cada recoveco de aquella boca generosa y fresca. Ella, al sentir el cuerpo extraño invadiendo su paladar le dio la bienvenida como mejor pudo, jugueteando con aquella lengua que le haría ver el cielo. Mientras la besaba, él le iba retirando la chaqueta mojada por detrás de los hombros; acto seguido, le quitó también el jersey, y, poniendo las manos en forma de copa, comenzó a masajear los incipientes senos por encima del sostén. Tardó poco en quitarle también esta prenda y sintió un pezón desafiante entre sus dedos, con todos sus poros erizados y dispuestos. Lo pellizcó, y Aída dejó escapar un gritito insinuante y sensual. La tendió de espaldas en el colchón y comenzó a desabrocharle los pantalones. Ella se dio impulso con las piernas para levantar el culo y así dejar que se los arrebatase con facilidad. Acto seguido, le quitó las braguitas, y, con la punta de los dedos, percibió un triángulo púbico perfecto en sus dimensiones y en su geometría: pelo corto, rizado y suave como el terciopelo. Ya estaba desnuda completamente. Aída no sabía cómo debía actuar y simplemente se abandonaba al instinto innato de la sexualidad. Él llevaba las riendas, la batuta de aquel maravilloso baile. Fred inclinó la cabeza y comenzó a besarla en la parte interior de los muslos, no dejando centímetro, milímetro o micra sin explorar con sus labios, que apretaba en el momento justo, en el lugar justo. Subió e introdujo su lengua en el sexo de ella, acariciando con movimientos de experto el clítoris y los labios. En ese momento, Aída se creyó a morir. Sintió en su interior una plena explosión de los sentidos, una sensación que la volvía loca, que la hacía encabritarse y revolverse como una potra, que la hacía gritar sin que hubiese en el mundo nada que pudiera ahogar aquel chillido; un creerse que se iba a desmayar, que todo se le escapaba por allí, que se iba. Que por allí se derramaba todo su ser. Fred sintió cómo el flujo lubricante y agridulce se le metía en la boca, y, saboreando aquel néctar, comenzó a desvestirse, también él, con una mano, mientras mantenía la otra ocupada en la entrepierna de la chica. Después se abrazó a ella. El contacto de los cálidos cuerpos pegados lo excitó aún más, y se buscaron las bocas con ansia, fundiéndose en un beso lujurioso y lascivo, guarro, insinuante y blasfemo; un beso húmedo, baboso, salvaje y pleno. Ella encorvaba la columna vertebral para que se friccionasen sus sexos, bamboleando las caderas en movimiento pendular. Separaron las bocas y se oyeron jadear al unísono, rítmica y agitadamente, tomando tan sólo el necesario respiro para seguir. De repente, Fred sintió que el cabello de la chica se deslizaba por su pecho. Notó que ella bajaba la cabeza y que la abertura húmeda de su boca le envolvía el glande con dulzura. Fred le puso una mano en la cabeza, y como si eso fuera lo único que ella necesitara, lo que estaba esperando, Aída se la tragó entera. Y salió, y entró, y volvió a salir, húmeda, y volvió a ser absorbida, y en cada entrada y en cada salida, Aída acompañaba el movimiento con un abrazo de su lengua, o con un lametón, o con un suave roce. Sintiendo, ahora sí, la plena comunión con aquel Dios al que antes había denigrado.
Fred mantenía los ojos cerrados, concentrándose para no explotar, hasta que al fin no pudo más y, antes de llegar al orgasmo, retiró la cabeza de la chica. Un chorro de líquido caliente y viscoso los embadurnó a los dos, y ellos se volvieron a abrazar, a frotar, extendiéndose así mutuamente el semen por sus cuerpos. Y él la besó una vez más, sintiendo en ella su propio sabor.
Se separaron, exhaustos, y quedaron tumbados boca arriba, uno al lado del otro. En una reacción típica, Fred buscó a tientas sus pantalones y sacó un cigarrillo, que encendió. Y a la luz de la candela pudo ver el rostro de Aída, que se había vuelto para mirarlo con unos ojos brillantes e inundados de pasión. Él, sin saber por qué lo hacía, se inclinó sobre ella y la besó en la frente.
Se quedaron en silencio.
- Bueno, ¿qué te ha parecido?... –preguntó Fred después de terminar el cigarrillo y lanzarlo contra la pared -. ¿Te ha gustado?
- Es lo mejor que me ha pasado nunca –contestó ella dulcemente -. ¿Y a ti? Yo es que era la primera vez, no sé...
- Lo has hecho muy bien, no te preocupes –dijo él, cómplice -. ¿Quieres que sigamos?
- Sí, por favor –suplicó ella con tono ingenuamente perverso.
Comenzaron de nuevo a besarse. Fred deslizó una mano por detrás para agarrarla por el culo, cuando:
- ¡NO! –gritó Aída -. No me toques ahí, que todavía me duele.
- Perdona.
Y comenzó a acariciarle el cuello sintiendo de nuevo la excitación en su aliento. Ella se restregaba contra la pierna de él como si por instinto supiera que así se calmarían en parte sus ardores, que así iba a ser más fácil y menos doloroso, que de esa manera su cuerpo se prepararía para lo que se anunciaba inminente. Entonces, el hombre se colocó encima de la mujer y la comenzó a penetrar despacio, muy despacio. El glande iba abriendo la carne como el rompehielos abre camino en el mar. Despacio. Ella se mordía el labio por la impaciencia y por la tensión, esperando un dolor que no llegaba; todo lo contrario, sólo sentía placer. Recordaba las conversaciones sobre la primera vez, en las que se hablaba de dolor. Aquí no. Aquí sólo sentía que una fuerza se metía en ella taponando ese hueco que estaba allí desde siempre para ser taponado. Lo sintió casi en el vientre y le gustó esta sensación. Entonces se oyó a sí misma pidiendo más y más deprisa. El roce. Aquel roce la volvía loca.
- ¡Más, por favor, sigue!…
Y cuanto más acelerados se iban volviendo los movimientos de Fred, más rápidos pedía ella que fueran. Aída se movía, felina, por puro instinto; se apretaba para sentir el sexo de él  más adentro, y gritaba. Sudando de goce en el frío. Y lo abrazaba con sus piernas para que apretara más, para conseguir la fusión de los cuerpos. Y esta fusión llegó convertida en orgasmo simultáneo, descargando tensión y energía entre gritos de éxtasis.
Fred se quedó así, con el miembro metido en ella hasta que al fin se deslizó fuera, flácido. Aspirando con fuerza, tomando aire. Pensando que quizá aquella había sido la experiencia más intensa de toda su vida.            
Volvió a encender otro cigarrillo, y pudo ver como Aída lloraba en silencio.
- ¿Por qué lloras?
- Por Iván.
- ¿Y ése quién es?
- Mi novio.
Fred prefirió no seguir preguntando.
Antes de dormirse la oyó decir compungida:
-No se merecía esto...
Y se durmió abrazado a ella, que también cedió ante la relajación del cansancio. Tuvieron un sueño profundo y placentero, casi catatónico. Tanto, que no oyeron cuando Toni y Tomás abandonaron por fin la casa, borrachos y celosos de la suerte de su amigo.
*
No sabían por cuánto tiempo habían dormido cuando los despertó el ruido de la ventana, que el viento había abierto con violencia. Alborotando los papeles y el polvo del suelo, formando un remolino mágico de hojas y partículas en suspensión, que la parda luz del amanecer asemejaba a un tornado de luciérnagas en el interior de la estancia. Contemplaban extasiados aquel maravilloso espectáculo, aquella fuerza que los hacía espectadores privilegiados y, quizá, parte del entramado cósmico en el que parecían estar flotando ahora, como la Dorothy del Mago de Oz, flotando en el espacio. En medio de aquella onírica escena.
      Pronto acabó todo. De repente, el viento dejó de soplar, como si alguien hubiese apagado el interruptor que lo ponía en marcha, cayeron todos los papeles como si pesasen una tonelada y se quedaron inmóviles. Ya no se movía el aire. Sólo se movían las cajas torácicas de Aída y Fred a causa de la respiración agitada.
-Ha sido fantástico ¿eh? –dijo Fred excitado, con los ojos como platos.
-¡Ha sido terrible!... –masculló Aída, blanca como la cal-. ¿Qué ha sido eso?...
-No tengo ni puta idea –contestó Fred, aún perplejo.
-Vámonos, por favor..., tengo miedo.
-¡Venga, sí, vámonos! –exclamó Fred mientras se acercaba los pantalones-. Ya está amaneciendo.
-¡Mierda!, es verdad. Verás mi tía... Nos hemos pasado durmiendo, y yo tengo que ir dentro de un rato al instituto.
Nerviosamente, comenzó a enfundarse los pantalones. Fred se vestía tranquilo, disfrutando de la situación y del nerviosismo de Aída. Ella continuó con el sostén, la camisa... Él terminó antes. Aída descubrió que no se había puesto las bragas, pero, ahora, con las prisas, no podía volver a quitarse los pantalones para ponérselas y pasó de ellas. Pensó que aquella casa se cobraba un tributo en forma de bragas cada vez que se jodía en ella. Se puso la chaqueta y salió. Fred ya la esperaba en la puerta, respirando con fuerza el aire puro y frío del campo y de la mañana.
-¿Y tus amigos?
-No habrán querido despertarnos y se habrán marchado. No te preocupes.
Echaron a andar por el camino.
Llegaron al pueblo y, para ocultarse de las miradas madrugadoras, procuraron discurrir sólo por las calles menos céntricas. Aída se mostraba desconfiada y nerviosa, mirando con cautela en cada bocacalle por si eran descubiertos. Él no. Había transitado tantas veces por aquellos lugares a aquellas horas, que le importaba muy poco  quién pudiera verlos. Se detuvo un momento para mirar a Aída. Quizá nunca la hubiese visto de día, y aun así, a pesar de lo despeinada y de las ojeras, le pareció maravillosa, preciosa, perfecta. Con un punto de ingenuidad candorosa. Quizá lo que había estado esperando tanto tiempo. Quizás ella fuera el peligro que haría tambalear sus convicciones. Quizás ella fuera para él ese elemento perturbador del que él mismo le había hablado antes.
Algo que debía evitar a toda costa.
Llego el momento en que sus caminos se separaron:
-Me gustaría volver a verte –dijo Aída quedándose plantada en la encrucijada-. No deseo otra cosa en el mundo...
-Bueno, si, claro –contestó Fred distraídamente-. Me dejas tu teléfono, y ya te llamo yo.
-¿Tienes algo para apuntarlo?
-Me lo apunto en el móvil – dijo sacando el teléfono del bolsillo.
-Bueno, pues atiende –y Aída comenzó a recitarle los números en grupos de dos, con un arqueo de cejas en cada grupo, como si con ese gesto consiguiera grabárselos en la memoria-.
Se cogieron de las manos y empezaron a darse el beso de despedida, beso que se alargaba en el tiempo y que crecía en intensidad, y del que cuando Fred intentaba zafarse, ella lo impedía mordiéndole el labio inferior y obligándole a volver a meter la lengua en su boca.
-Bueno, basta ya... que me vas a dejar seco –dijo Fred sonriendo. Ella también sonrió y cada uno echó a andar por su camino.
-¿Me llamarás, verdad? –preguntó Aída volviéndose.
-¡Que sí!... –contestó él con cierto fastidio.
Aída se fue con una sonrisa en los labios, como si estuviese viviendo un cuento, como si todo formara parte de un sueño. Todo.
Y Fred se sorprendió a sí mismo repitiendo rutinariamente el número de teléfono de Aída, como aquellas cancioncillas que más se odian y que se te meten en la cabeza
Sin posibilidad de que las puedas abandonar.
*
Iván tuvo que volver a la capital a seguir con sus estudios en la universidad. Aída esta vez no fue a despedirle. Volvería el fin de semana que viene.
*
A Aída le costó Dios y ayuda entrar a hurtadillas en su casa para no despertar a sus tíos. Se desnudó, se puso unas bragas y se acostó para oír, a los diez minutos, cómo zumbaba el despertador en el dormitorio de ellos y los ruidos que hacía su tía al levantarse y cómo, poco después, ésta le gritaba, desde el quicio de la puerta, para animarla a levantarse. ¡Malditas las ganas…!
Fred llegó a su casa. Bebió agua y se acostó no si antes apuntar el número que le rondaba en la cabeza. Al hacerlo, como si de un  extraño sortilegio se tratase, dejó de atormentarle la repetición de su recuerdo. Se durmió pensando en aquella chica tan extraña y tan terriblemente fascinadora. Y maldijo su suerte porque era lunes.
Era lunes.

*
Fred despertó a la hora de comer y por una vez desde hacía mucho tiempo no sintió los síntomas típicos de la resaca. Su padre estaba en el comedor, tomando un aperitivo.
-¡Coño! ¿Estás malo? –exclamó su padre sonriendo.
-¿Yo? ¿Por qué?
-Pues por el madrugón éste que te has pegado.
-Anda déjate de cachondeo y pon la tele –dijo Fred señalando el mando a distancia-. Yo voy a por una Coca Cola para acompañarte.
-¿Coca Cola? –preguntó Ángel extrañado.
- Que estoy cambiando, papá... –y sonriendo se dirigió a la cocina.
-¿Vas a venir conmigo esta tarde? –dijo Ángel.
-¿Adónde? –preguntó éste con la boca medio llena.
-Un viaje corto, tengo que hacer unas gestiones y prefiero no ir solo. Pensaba pedírselo a tu madre, pero ya sabes lo que le cansa viajar. Coges un CD de esos tuyos y nos vamos. ¿Te animas?
-Vale.
-Pues cojonudo –exclamó Ángel dando una palmada.
Después de comer, Josefa, la sirvienta, recogió los platos cubiertos con los restos del desastre. Se levantaron de la mesa, y, mientras Fred y Ángel se preparaban para el viaje, Encarna tomó el libro que estaba sobre la mesilla del café y se echó sobre el sofá, donde no tardó en caer en un profundo y digestivo sueño.
Al salir, Ángel y Fred sonrieron al ver a Encarna durmiendo con la boca abierta y el libro caído sobre el pecho: Madame Bovary, Flaubert (otra vez). Salieron cerrando la puerta sigilosamente. Se montaron en el Ranger Rover y partieron.
*
El profesor intentaba inculcar sus escasos conocimientos a las obtusas mentes de sus alumnos a fuerza de constancia, repetición y un entusiasmo no compartido por los temas tratados. Mientras tanto, en un rincón, Aída no podía dejar de pensar en Fred. Había pasado toda la mañana absorta, cavilando sobre todo lo que le acababa de ocurrir, sobre el giro tan tremendo que había experimentado su vida. Pensando en lo que iba a ser de ella a partir de ahora. Desde luego, ya nada sería como antes. Pensó que había perdido su identidad, que ya no era ella la Aída que conocía, que todo lo que había creído ser durante toda la vida se había desmoronado en un instante, en apenas dos días. Era increíble, nunca hubiera pensado que ella (ELLA) pudiera tener aquel comportamiento. Y ahora advertía otra vez aquel sentimiento de asco hacía sí misma, sentimiento idéntico al que había sentido poco después de experimentar el primer orgasmo de su vida. Pero, pese a todo, no lo habría cambiado por nada del mundo. Fue la experiencia más completa y excitante que había tenido nunca. Era el Big Bang hecho sensación, algo que jamás podría olvidar. Ni tampoco a quien le regaló tanta dicha.
-Venga, podéis salir ya –gruñó el profesor recogiendo sus papeles.
Un sonido de sillas se propagó por el piso y dio paso a la algarada típica del fin de clase. Aída salió la última, masticando con recreo su perenne chicle, sin poder evitar la confrontación entre su parte racional y su parte “oscura”, como la había llamado él.
Aída llegó a su casa sin abandonar aquella sensación, temiendo encontrarse con la franca y dicharachera alegría de su tía Lucía, pero, por otra parte, deseando pedirle consejo discretamente, ya que era imposible compartir aquel secreto. Entró por la puerta y allí estaba.
-¿Ya estás aquí? –Preguntó su tía con una sonrisa-. Anda siéntate, que enseguida comemos.
-Si, ahora mismo –y echó a andar con la cabeza gacha.
Y comieron en silencio aquellas lentejas que nunca le habían gustado, como si aquello formara parte del aviso de un castigo mayor a sus malos actos. Su tío comía con una mano en la cuchara y la otra portando un rotulador con el que corregía los exámenes tardíos y a estas alturas seguro que improrrogables, con las gafas en la punta de la nariz y ese aire pensativo que se le ponía siempre que cogía, veía u olía un papel, aunque estuviese en blanco. Para romper aquel silencio, su tía comenzó a hablar y hablar sin parar, en un monólogo que nadie escuchaba ni a nadie interesaba; sobre unos y otros, sobre el pueblo, sobre lo que acababa de escuchar en la televisión... Desahogándose en uno de los pocos momentos en que todos estaban en casa, o que, por lo menos, estaban juntos en una misma habitación. Uno de los pocos momentos en que no podían escapar.
*
Por otro lado, Fred viajaba con su padre hacia un destino todavía desconocido para él. El paisaje era sobrio y monótono, típica llanura manchega que no despertaba otra emoción que la de la pequeñez e insignificancia de uno mismo. En el CD, sonaba alguna lánguida y ñoña canción de Julio Iglesias, que Ángel tarareaba sin hacer mucho caso a la letra original. Fred soportaba estoicamente los lamentos del presunto cantante, porque hoy se sentía de buen humor, y porque estaba enfrascado en pensamientos hacia Aída; pensamientos que intentaba borrar de su mente para no comprometerse con ella ni tomarle querencia. Pero alguna vez, sin darse cuenta, se sorprendió sonriendo al recordar algún detalle de la noche anterior.
-Bueno, ¿qué? ¿Adónde vamos? –dijo Fred de repente, buscando tema de conversación.
-Qué más da... –contestó Ángel en un suspiro.
-¿Cómo va dar igual? ¿No sabes adónde vamos?
-Yo no. ¿Y tú?
-¿Cómo coño lo voy a saber? –Replicó Fred alterándose un poco-. Tú eras el que tenía que hacer el viaje...
-Bueno, mentí. Hacía tiempo que no salíamos juntos y me pareció buena idea.
-No, si mala no es –dijo Fred pensando en las posibilidades.
-Lo dicho. ¿Adónde vamos? –preguntó en esta ocasión Ángel -. Tú eliges.
-¡A Madrid! Nos vamos a Madrid –contestó un Fred triunfante.
-¿Y tu madre?
-La llamaremos desde el hotel, no es la primera vez que lo haces –comentó Fred con un cierto tonillo -. Y, si estoy yo, estará más tranquila.
-¡Pues no se hable más! ¡A Madrid!
Fred recordó otros tiempos, tiempos pertenecientes todavía a la infancia, pero tempranos aún en la memoria, en los que su padre y él estaban casi siempre juntos. Fred había idealizado a Ángel de una manera que todavía señalaba sus formas de actuación. Él era ahora como siempre creyó que era su padre: espontáneo, caradura, sinvergüenza, chulo, bronquista... Aunque ahora también veía faltas que no veía en el pasado; ahora su padre mostraba ciertos signos de debilidad preocupantes, impensables tan solo unos pocos años atrás.
Con el transcurso del tiempo, las relaciones entre Fred y su padre fueron enfriándose al igual que acaban enfriándose todas las relaciones de cualquier padre con cualquier hijo. Fred, como ya sabemos, entró con furia en los años de mocedad y no se le veía el pelo por la casa a no ser que fuera para dormir, y esto, de día. Ángel era bastante condescendiente pues todos habían pasado por ahí, y creía que un padre y un hijo no son verdaderamente amigos hasta que éste no cumple  los treinta. Además, por su parte, los viajes y las largas temporadas “por negocios” se hicieron de lo más habitual. Estas prácticas de ambos, hicieron más fácil la convivencia entre alguien que empezaba ya a ser un carácter y otro que era un carácter desde hacía tiempo; pero la comunicación se cortó entre los dos. Sin embargo, de un tiempo a esta parte, las cosas parecían estar cambiando, pues su padre pasaba mucho más tiempo en casa, intentaba dialogar más con Encarna y con él, hablaba de temas que antes jamás había comentado (¿signos de debilidad?). Aquel viaje era un ejemplo, no lo hubiese hecho seis meses atrás, parecía como si quisiera recuperar todo el tiempo perdido. Como si se sintiera culpable de haber estado tan separado de su familia durante los últimos cinco años.
Como si le preocupara algo.
*
La familia de Aída ya había terminado de comer y, como de costumbre, su tío tuvo que salir a toda prisa hacia a la escuela, mientras ella y su tía levantaban la mesa y acarreaban los platos hasta la cocina. Terminado esto, Lucía cosería, atenta siempre al más ínfimo detalle de la telenovela, y Aída dedicaría la tarde a estudiar sin poder conseguirlo.
*
Fred y Ángel habían llegado ya a Madrid. Se habían instalado en un hotel y ya habían llamado a Encarna para tranquilizarla. A ella le había parecido un poco extraña esta repentina camaradería entre padre e hijo, pero se alegró por ello y hasta llegó a sentir cierta envidia de no poder acompañarlos.
Fred estaba excitado ante la posibilidad de pasar un par de días de juerga en Madrid, con su padre o sin él. Era algo que rompía la monotonía de la larga semana que se avecinaba. Decidió que la ropa que llevaba no era la más adecuada y propuso a su padre ir de tiendas para comprar ropa. Lo hicieron.
*
Aída se había enclaustrado en su habitación, sin ánimos para estudiar. Pero sí para leer. Cogió un libro: Paula de Isabel Allende; una historia condenada desde un principio a la tragedia y que quizá sirviera de revulsivo para la suya propia. No sirvió. Aquel relato triste, intimista y melancólico, sólo contribuyo a ponerla aún más triste y la hizo llorar: llorar por aquella madre que luchaba con todas sus fuerzas para salvar a su hija. Aída lloraba, sensible hoy más que nunca a aquel sentimiento tan puro, tanto o más que el de intentar salvar el amor.
Pero la voz de su tía volvió a interrumpir su ensoñación:
-¡Aída, Iván al teléfono!
Salió de la habitación sin ganas. Todas las tardes la misma llamada, todas las tardes la misma conversación: ¿cómo estás?…, bien…, ¿cómo te ha ido el instituto?…, bien, ¿y a ti?…, bien también…, te echo de menos…, yo también…, te quiero…, yo, más… Siempre la misma conversación, siempre lo mismo… Pero esta vez la temía distinta, quizás más triste, más definitiva, porque ya no sabía si lo quería.
Habló con él, pero no pensando en él. No como se hablan dos enamorados. Y pensó, que ya desde hacía mucho tiempo no se hablaban así.
*
Fred y su padre estaban ya en una discoteca rebosante de chachas con las que, penaron, no les debería resultar muy difícil ligar. Nunca había ido con su padre a un lugar como aquel, y pensó que, si en un principio Ángel se cortaba de ligar, él lo animaría. Lo que más le apetecía es que cada uno se fuera con una chica. Y no es que no quisiera a su madre, no, pero aquello no tenía nada que ver con el amor. Pero fue imposible: a Ángel no lo lograron sacar de sus trece ni su hijo ni una tetona que le restregaba el paquete sin ningún disimulo. Estuvo toda la noche como ido, como si aquel no fuera su sitio, o como si el haber ido con su hijo no hubiera sido una buena idea. Fred folló y durmió, por este orden, con una de esas chachas en su habitación, lo que obligó a su padre a tomar otra a última hora de la noche. Para dormir solo.
      *
El  Range Rover viajaba a escasa velocidad por las mismas carreteras que había recorrido días atrás. En su interior, Fred y Ángel maldecían la idea de haber ido a Madrid, que ahora les estaba ocasionando múltiples dolores en todo el cuerpo debido a la tralla recibida durante los dos intensísimos últimos días.
Fred intentó pasar el viaje dormido, pero le resultó imposible aguantar los dolores de cuello que le causaba la postura tan forzada; pasó todo el viaje con el vómito en la frontera entre su cuerpo y la atmósfera, conteniendo la expulsión violenta de aquellos jugos sibilinos. Él estaba seguro de que volvería a vomitar sangre y por ello no quería alarmar a su padre, ni complicarse él mismo la vida, porque si se enteraba Encarna, seguro que empezaría a desgranarse un rosario de médicos, consultas, especialistas, curanderos y cualquiera que se diera a inventar un remedio para aquella enfermedad especifica; su madre lo probaba todo. Pero, total…, seguro que sólo sería una úlcera.
Y nadie se muere de una úlcera.
Vio que su padre, en más de una ocasión había intentado hablarle, pero que ni siquiera había empezado la frase ¿Qué le querría decir? Decidió que necesitaba un empujoncito cuando lo volviera a intentar...
Ángel tomó aire para respirar y soltó un suspiro. Esto le bastó a Fred:
-¿Eh?...
-¿Qué? –respondió Ángel sorprendido.
-¿Has dicho algo?
- No hijo, no he dicho nada – le contestó con una mirada que a Fred le pareció de infinita tristeza.
En ese momento Fred tuvo la certeza de que su padre los iba a abandonar.

*
-¡Al teléfono, Aída, al teléfono!
-¡Vooooy!
-Es Iván.
-Ya me lo imagino –replicó con aire fastidiado.
Asió el teléfono y con gesto cansado acercó el auricular a su oído.
-¿Iván?
-Hola, cariño ¿Cómo estás?
-Pues aburrida, como siempre.
-No te preocupes que mañana por la noche ya estoy yo allí y podremos estar juntos –explicó Iván como si aquello fuera la solución de todo aburrimiento.
-No sé, Iván, creo que no voy a salir. Por los estudios, ¿sabes?...
-Desde cuando te ha detenido a ti eso –la interrumpió-. Tú, esos exámenes los apruebas con la gorra, no me vengas ahora con excusas...
-No es tan fácil, Iván. No me los he podido preparar bien, no me puedo concentrar...
-Aída, ¿no quieres verme? –preguntó con voz firme.
-Iván, no puedo verte, ¿entiendes? NO PUE-DO. Lo siento. No es para toda la vida. Por una semana sin vernos no va a ocurrir nada, ¿no?
-Dos.
-¿Qué?
-Que son dos semanas sin vernos. Ésta y la que viene.
-Bueno, pues dos, qué más da –Aída estaba empezando a hacer notar su enfado-. En dos semanas no vamos a olvidarnos el uno del otro. Ni vamos a morirnos. Ni nos va a ocurrir nada. No pasa nada, hay parejas que pasan mucho más tiempo separadas y tan felices. ¿Vale?
-Vale, vale..., tranquila. Yo es que pensaba que por lo menos un rato el sábado, pues... ya sabes... arreglar aquello que dejamos pendiente. ¿Recuerdas?
-Cómo puedes pensar en eso ahora, después de lo que te pasó. No, Iván, ni un rato ni nada. No pienso salir este fin de semana y punto.
-Estás muy rara, ¿sabes?
Aída se tranquilizó, no quería dar motivos de sospecha.
-Lo siento, estos exámenes...
-Bueno, pues cuídate. Si no sales, por supuesto que no voy a ir al pueblo. Me quedare repasando aquí o...
-O emborrachándote –terminó la frase Aída.
-O emborrachándome, exacto.
-No la cojas muy gorda, que sabes que luego la cagas.
-Lo recordaré. Te quiero.
-Venga, adiós. –dijo Aída antes de colgar el teléfono con una sonrisa.
*
“El caso es que folla muy bien, no veo por qué tengo que comprometerme si la llamo. Es guapísima. Y dulce. Y la carita que se le pone cuando besa. La llamaré. Por cojones que la llamo. ¿Qué me puede pasar? ¿Que me enamore? No, otra vez no. Ya lo sufrí, soy inmune. Y menos por esa salida. Menudo pedazo de puta. Después de lo que le hice, todavía fue capaz de ir allí y tirarse sobre mí como una posesa… Es inútil, por mucho que intento ponerle defectos no puedo dejar de pensar en ella. Y la tengo completamente subyugada, no hay duda. Eso abre todo un universo de posibilidades. Podría funcionar… Por un tiempo, claro... ¿La llamo? ¡Mecagüendios!, ¿por qué me resulta tan difícil decidirme, por qué siempre me he de sentir desgraciado tanto si encuentro lo que busco como si no? Si al final la voy a llamar… ¿Para qué seguir pensando? ¿Quién en su sano juicio podría resistir tal cúmulo de encantos? ¿Por qué resistirse a lo que uno ha estado esperando?”
Ensimismado en estos pensamientos Fred se iba excitando ante la posibilidad de volver a verla y estaba notando cómo la polla se le ponía dura entre los dedos. Y decidió seguir jugando con su imaginación y con su polla.
-No la llamo. Paso –pensó justo después de eyacular.
No había tenido tiempo aún de limpiarse los restos de semen de la mano cuando sonó el timbre de la puerta. Fred abrió frotándose con un trozo de papel higiénico.
-Hola, perdone que le moleste. Si dispone usted de un poco de tiempo le podría explicar algo del reino de Dios, de cómo debemos estar preparados para recibirle, y dejarle estos folletos y revistas para que los lea y poderlos comentar en una próxima ocasión.
La mujer que le explicaba todo esto, tenía aspecto de buena madre de familia americana. Cara de buena persona, rubia, fuerte/o/gorda, con el pelo recogido en un moño y la tez sonrosada. Con camisa blanca y falda azul marino que dejaba ver lo justo para que se supiera que tenía piel en otros lugares, aparte de en la cara y en las manos. Soltó su perorata de carrerilla, con tono aburrido pero firme y sin perder la sonrisa forzada, casi sin parpadear y sin respirar.
-¿Puedo pasar y hablarle de todo esto con más calma? –continuó la mujer con un tono de súplica.
-¡Pase, pase!... Pero le advierto que, si viene a otra cosa aparte que a hablar de Dios, ha llegado en mal momento, puesto que me la acabo de menear, y ya sabe... si no esperamos algún tiempo no sé si podré hacerle un trabajillo “apañao” a ver si le quito la tontería...
-Perdón, me tengo que ir –dijo la mujer entre escandalizada y asustada.
-No, pero pase, pase... –cogiéndola de la muñeca.
-La mujer se soltó de un tirón y salió corriendo escaleras abajo, diciendo algo incoherente, quizás una oración-
-¡Vaya usted con Dios! –le gritó Fred desde la puerta soltando una sonora y exagerada carcajada.
Cerró la puerta detrás de él doblándose en dos, sin poder parar de reír. El movimiento agitado de su estómago motivado por las contracciones de la risa le obligo a ir corriendo al servicio para vomitar. Sangre.
*
“¿Llamará?. Si no lo ha hecho ya, no creo que lo haga. Pero ¿Por qué? Actué con él como jamás hubiera imaginado que actuaría con nadie. Pero no me arrepiento, me extraña mi comportamiento pero no puedo arrepentirme, no puedo, porque si volviera a llamarme, iría otra vez sin dudarlo tras de él. Y es lo que estoy deseando, que me llame. Por favor. Es algo nuevo, me hace sentir viva, me excita, me excita muchísimo. No puedo quitármelo de la cabeza. Es una locura que yo haya caído en esto, que A MÍ me guste esto. Después de lo que me hizo, sólo pensaba en matarlo, y ahora… Y quizá por eso, por lo que me hizo, sólo puedo pensar en hacerle todo lo que él me pida que le haga: lamerlo, chuparlo, besarlo, morderlo, que me muerda, que me lama, que me posea. Que me vuelva a hacer tocar el cielo. No me importa nada que vivamos o muramos, no me importa que acabemos mal. Por que estos amores así siempre acaban mal. Sólo espero que me llame. Por favor”.
Aída terminó de escribir esto en su diario, cerrándolo como si se hubiera quitado un gran peso de encima, descargando en él todos sus anhelos. Después metió la cara entre sus manos y comenzó a repetir sin cesar:
-“Porfavorporfavorporfavorporfavorporfavorporfavorporfavor…
*
Iván levantó la vista del libro del que estudiaba cuando su teléfono móvil comenzó a vibrar junto a él. Tentado estuvo de no cogerlo y esperar para ver cuanto tardaría en caerse de la mesa con esos pequeños desplazamientos vibratorios. Total, era su padre y nunca llamaba si no era para encargarle algo.
-¿Sí?...
-¿Iván?
-Dime.
-Mira, éste fin de semana, cuando vengas, pásate por “Repuestos Ruiz” y te traes un paquete de piezas que está a mi nombre. Es muy importante...
-Un momento, un momento... –interrumpió Iván-. Éste fin de semana es imposible, pensaba quedarme estudiando.
-Bueno, pues ya no te quedas –replicó el padre autoritariamente-. Vienes todos los fines de semana, y éste que te necesito, pues también. ¿De acuerdo?
-De acuerdo –contestó fastidiado.
“Ahora tendré que llamar a Aída para decírselo, tengo que conseguir que salga un rato.”
Marcó el número de Aída.
*
“...Porfavorporfavorporfavorporfavorporfavor...”
-¡Aída, otra vez el teléfono!
Aída abrió los ojos desorbitadamente ¿Habrían tenido respuestas sus súplicas? Inexplicablemente dudó en si ponerse al teléfono o no. Ahora tenía miedo, pero tenía que contestar, era imprescindible para conseguir su propia felicidad. Estaba nerviosa, excitada, temblando...
-Tía, ¿te ha dicho quién es?
-Si, un tal...
-¿Un tal qué...? –preguntó Aída impaciente.
-...Fred.
El corazón le dio un vuelco y dudó que Fred no lo pudiera oír palpitar a través del auricular.
*
...pii pii, pii pii, pii pii, pii pii, pii pii...
-¡Joder, lleva tres cuartos de hora comunicando, mecagüenlahostia! –Dijo Iván colgando con fuerza el teléfono-. Bueno, la daré una sorpresa. Si la veo, claro.
*
Le había costado decidirse, pero pudieron más las ganas que tenía de sentirla que el miedo a un posible enamoramiento no deseado. Él sabría manejar la situación, pensó.
Entre los efectos posteriores de las pajas, se encuentra la curiosa propiedad de olvidar e incluso renegar de toda idea de contenido sexual que te ronde por la mente; de ahí que Fred, una vez acabó de darle al manubrio, hubiera pensado en no llamarla. Pero este efecto duró exactamente lo que dura ese efecto, y, convenciéndose a sí mismo, puso toda la carne en el asador para conseguir una nueva cita, desplegando todos sus encantos por teléfono y rogando a su Dios que la chica no hubiera cambiado de idea.
Perfecto, ella había aceptado, no había dudado ni un momento, estaba deseando verle tanto... ¿como él a ella? Pero las apariencias mandaban y Aída había insistido en que no debían verlos juntos por el pueblo. A Fred le había parecido bien, cuanto menos se supiera, mejor. Decidieron encontrarse allí, en “La Cabaña”.
Fred se ocupó aquella misma tarde de deshacerse de sus amigos, no quería estorbos. Tampoco quería perder de momento la lucidez con el alcohol, eso vendría después. Quería recordarlo todo, revivir las sensaciones que había experimentado el domingo anterior sin que hubiera nada ni nadie que pudiera atenuarlas o distorsionarlas.

*

Iván bajó del autobús sacudiéndose el muermo de aquel viaje, que, por repetido había llegado a convertirse en un suplicio para él, y tomó una gran bocanada de aire, como si aquel hecho supusiera la toma plena de contacto con el pueblo y con la vida campestre que tanto amaba.
En el transcurso del viaje, Iván había trazado una estrategia para conseguir que Aída saliera y así poder cumplir lo que se había interrumpido el fin de semana anterior. Él también quería quitarse cuanto antes la carga de la virginidad, y quería quitársela con ella.
*
Aída estaba exultante, comida por los nervios. Quedaban más de tres horas para volver a verle y ya se encontraba perdida en un revoltijo de vestidos y conjuntos desechados para la ocasión, de colores de labios y mejillas que no eran los apropiados, de peinados que no acababan de satisfacerla del todo, de miradas, de actitudes… No tenía ni idea de cómo actuar, no quería parecer ni una perra en celo ni una estrecha, pero en el fondo sabía que, en cuanto se encontraran a solas, iba a salir de ella aquella criatura hambrienta que llevaba dentro y que sólo aquel hombre había sabido despertar.
Media hora, faltaba media hora, y Aída seguía ensayando frases, posturas y gestos delante del espejo. Media hora… Tenía que salir ya. Veinte minutos de camino era lo mínimo. Y no se quería retrasar.
Iván ya había entregado el encargo de su padre, y después de dejar las maletas y comer un poco, se dirigió hacia la casa de Aída, repitiéndose una y otra vez las razones por las que ésta debería salir y ensayando  las contestaciones que daría a los hipotéticos peros que, sin duda, ella le opondría.
No le dio tiempo a mucho. Desde lejos se veía la casa de Aída y desde lejos Iván la vio salir de ella. Echó a correr para tratar de alcanzarla. ¿Adónde iría? Aída dobló la esquina. Iván aceleró el paso: si no lograba ver por cuál de las callejuelas había marchado no podría decirle lo que tenía que decirle. Llegó a la esquina y no la vio. Decidió probar suerte y, al final, eligió una de las calles, la más corta; así, si no la veía, podría volver atrás; ella llevaba buen paso, pero no corría, confiaba en poder alcanzarla con facilidad. No hizo falta. La encontró en aquella misma calle y la vio doblar otra esquina ¿Adónde coño irá esta muchacha? Aceleró el trote en previsión de volver a perderla, pero esta vez supo que no sería así. La calle sólo conducía al campo.
Con la mosca zumbándole ya tras de la oreja, Iván detuvo de nuevo el paso al llegar a la esquina y se asomó por ella. Exacto: Aída se encontraba ya subiendo el cerro que habían coronado juntos la pasada semana. A Iván le pareció todo tan extraño que sin el menor cargo de conciencia se dispuso a espiar a su novia. Dispuesto a ver en qué terminaba todo aquello.
*
Aída subió con cuidado la cuesta y con más cuidado aún bajó el declive que la seguía y desde el que ya se divisaba la casa. Iba nerviosa y mareada, pero  se sentía muy excitada. Recordó en qué distintas circunstancias había bajado la última vez aquel camino, y pensó en esta gran paradoja, en las sorpresas que daba la vida. En la manera en que puede cambiar cualquier persona en cuestión de horas. ¿O sólo era ella?
*
Iván había ido ganado terreno a Aída, y, en más de una ocasión, creyó que ella acabaría por descubrirlo. Pero no fue así. La habilidad del muchacho para andar por el monte, unida al estado de semiidiotez en que parecía encontrarse ella, le habían permitido permanecer invisible para su novia hasta casi poder tocarla. Cuando Aída entró en el caserón, Iván iba detrás, a pocos pasos de ella.
*
-¡Vamos, vamos! No te cortes, siéntate –Fred se mostraba amable, todavía incrédulo de que la chica hubiera acudido a la cita-. Creía que no ibas a venir…
-Yo tampoco estaba muy segura, pero... ya ves –dijo Aída sonrojándose.
Iván estaba mirando a través de las rendijas de la puerta. Todavía no había podido divisar el rostro del interlocutor de Aída, ya que el cuerpo de ésta le tapaba la visión.
*
-Pero siéntate. Hay confianza, ¿no?
Aída obedeció y, en actitud modosita, se sentó colocando las manos encima de las rodillas.
*
En ese momento Iván vio el rostro de quién acompañaba a Aída.
 ¡Ese hijo de puta! –exclamó.
 Lo conocía bien, igual que todo el pueblo. Sus maneras, su prepotencia, sus alardes. Y ¿qué hacía su chica allí? Todo esto estaba resultando demasiado extraño. Desde hacía una semana a esta parte...
-¡Venga! ¿Qué quieres tomar? –exclamó Fred saltando de repente de la silla y casi asustando a Aída.
-No, nada.
Fred se acercó a ella, le acarició la mejilla y le dio un suave y fugaz beso en los labios.
-Es mejor que tomes algo –le susurró al oído.
-Ponme lo que quieras –susurró ella también, ya con la voz inundada de deseo.
Iván vio el beso y esto lo desconcertó en un principio. ¿Cómo podía ser? Después, comprendió y sintió asco de ella, de él, de todos... Y lamentó su suerte, y se preguntó por qué la gente buena como él siempre perdía y por qué los que eran como aquel cabrón ganaban siempre. Hasta con quienes no deberían ganar. ¿Qué oscura fascinación podía sentir una mujer inteligente, sensible y absolutamente normal como Aída por un ser así? Era tanto el tiempo que sólo había vivido para ella, para hacerla feliz, que, ahora, lo que le mostraban sus ojos le dolía como si una mano invisible estuviera triturándole las vísceras. Como si un grito, el mayor en la historia de los gritos, empujara por escapar de su garganta. Como si las mejillas se le hincharan para poder albergar así más lágrimas. Para llorar la pérdida, la gran pérdida. Aída y el sentido de las cosas. Porque ya todo había perdido sentido para él.
Aída y Fred ya iban por el segundo cubata, ajenos por completo a la lucha de demonios que se estaba produciendo detrás de la puerta. Seguían en una conversación, en la que Fred intentaba mostrar todas sus armas de seducción. Innecesariamente, pues nunca fue más fácil una lograr una rendición. Ella esperaba que él diera el primer paso y que se amaran como lo hicieron aquella noche. No tuvo que aguardar mucho: Fred acercó su boca a la suya y ambos se fundieron en un suave y pausado beso.
*
Después, Iván vio con rabia cómo aquel hombre desaparecía entre las sayas de la mesa camilla y como aparecía un bulto informe entre las piernas de Aída. Y también vio cómo, poco a poco, a ella le iba cambiando el semblante hasta antojársele una desconocida. Vio cómo Fred, después de incorporarse, le quitaba la camisa y el sostén y cómo empezaba a saborear aquellos pechos que él había creído de su propiedad. Y vio cómo aquel ser despreciable acercaba la bragueta a la cara de Aída y cómo la cabeza de ésta empezaba a moverse con un movimiento pendular de dentro a fuera. Esto fue la gota, lo que lo volvió loco. En su locura, buscó alguna piedra grande, algo para entrar allí y hacerlo polvo todo, incluso a ellos. Pero, al intentar levantarse, advirtió que una dolorosa erección le oprimía el miembro contra el pantalón.
No pudo por menos que volver a mirar y esta vez se sintió atraído, cautivado por lo que le estaba viendo hacer a su novia. Mientras se masturbaba amargamente las gotas de sudor le iban perlando frente y empezaban a fundirse con sus lágrimas.
Se acabó. Se corrió y se quedó sentado en el umbral de la puerta con la cabeza entre las rodillas. Lloraba mientras goteaba en el suelo aquel colgajo que asomaba por la bragueta entreabierta.
Lloraba sintiéndose sucio.
Lloraba como si se hubiera violado a sí mismo.

 

  

 




 Sigue en el Capítulo VII...




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2 comentarios:

  1. Enhorabuena por tu trabajo que compartes desinteresadamente con los amantes de la lectura entre los que me encuentro.
    Me ha parecido muy bueno este capitulo que da a entender un poco las premisas que seguiran en siguientes capitulos.
    Aunque no venga al caso, me he sentido muy identificado con este parrafo

    "¿Cómo podía ser? Después, comprendió y sintió asco de ella, de él, de todos... Y lamentó su suerte, y se preguntó por qué la gente buena como él siempre perdía y por qué los que eran como aquel cabrón ganaban siempre. Hasta con quienes no deberían ganar. ¿Qué oscura fascinación podía sentir una mujer inteligente, sensible y absolutamente normal como Aída por un ser así? Era tanto el tiempo que sólo había vivido para ella, para hacerla feliz, que, ahora, lo que le mostraban sus ojos le dolía como si una mano invisible estuviera triturándole las vísceras. Como si un grito, el mayor en la historia de los gritos, empujara por escapar de su garganta"

    Me imagino que alguien mas habra pasado por esta situacion en la vida real, asi que sobran las palabras.
    Espero ansioso el proximo capitulo.

    Un abrazo:
    "quemasda"

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  2. Un capítulo fantástico, la verdad. Me gusta sobre todo cómo van surgiendo ciertas "pinceladas" que en el futuro irán dando forma a la trama (los vómitos de sangre, la actitud del padre, la "pillada" del novio).
    Muy bien estructurado, la verdad, y con un ritmo excelente.

    Ahora viene la parte de la "crítica": La primera parte del capítulo no me gustó mucho. Quiero decir que la perorata que se marca Fred y las reacciones de Aida no encajan con las formas que han mostrado anteriormente y las que muestran en el resto del capítulo. El fondo de lo que dicen ambos es evidente, y tiene todo el sentido del mundo, pero el lenguaje, las expresiones, las formas como decía anteriormente, no sé, no me encajan, me suena un poco artificial.

    Quizá debería matizarlo. No es que no me gustara el discurso de Fred. Es MUY bueno. Lo que pasa es que su manera de hablar no cuadra en absoluto con lo que hemos visto hasta ahora, y con el estilo que se mantiene en el resto del capítulo.

    Pero aparte de eso, como te decía me ha gustado mucho el capítulo. Espero con ganas el siguiente. Un abrazo.
    Fernando

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